sábado, 2 de febrero de 2019

Todos somos marineros


Ópera prima del peruano Miguel Angel Moulet, con un barco extranjero atracado en el puerto de Chimbote con tres tripulantes rusos esperando por irse, abandonados en Perú, mientras se las arreglan como pueden. En el barco vive el capitán de la embarcación –que es en realidad irrelevante- y dos hermanos.

El hermano de mayor edad (Andrey Sladkov) tiene una relación con la dueña de un pequeño restaurante ubicado en un mercado (Julia Thays). Hay un chico típico criollo avispado que lleva la comida, quien es como un sobrino para la dueña del restaurante. Con estos pocos personajes tenemos el discurrir de la película.

Moulet pone en marcha la cotidianidad en buena parte de la propuesta, o sea que parece que no pasa nada. El filme abre con el hermano menor ruso (Ravil Sadreev) sufriendo de un golpe en la cabeza, lo cual se conocerá la razón después. Es un buen arranque, misterioso, curioso. El barco ruso parece un enorme submarino, lleno de cubículos, pasadizos y recovecos, con sus mesas sucias con botellas abiertas y restos de comida.

La imagen de la mujer del mercado y el ruso adulto de mediana edad al término de una faena sexual tiene un aire encantador, típico del cine peruano por una parte, pero de manera estética, cuidada, romántica sin sentimentalismos baratos. El filme también tiene un aire europeo, con ese barco tirando para los azules y plomizos y el idioma ruso en boca de los tripulantes que suelen hablar transversalmente de cierta desesperación velada.

La trama presenta un suceso trascendental, un punto definitorio -en pos de irse o quedarse con la mujer; perderse o salvarse-, medio inesperado de cierta manera –fácilmente podía seguir igual, tipo cine indie-, que moviliza el filme hacia una gran tensión –aunque del tipo observacional, meditativo, no se trata de un estado visual crispado, alterado o más primario, es más una inquietud silenciosa, una composición/cohesión a prueba- y la expectativa de hacia dónde se moverán los protagonistas, pero el filme va ya rumbo al remate, sucede cuando la película está por acabar y marcar el final como fotografía postal de cine independiente.
                                                                                                                                                            Ese gran suceso no es algo tan ingenioso, porque es algo un poco predecible –no venía sucediendo nada importante en el filme- o por una parte efectista –es algo que busca impactar, sorprender, desestabilizar, aunque vale-. Para bien y para mal rompe un poco con todo –aunque mantiene el lado dormido de la personalidad de los rusos-, cuando el filme apuntaba bastante a lo intrascendente, a lo ordinario, a lo llano.

Lo más importante del filme hasta entonces era estar sin poder salir del puerto y su ciudad, yacer en la cercanía de las orillas, que quiere decir en el olvido y la proclividad a la perdición -que es latente, hasta finalmente enfrentarla-, mientras sólo quedaba esperar y aguantar –ese es el lema silencioso, que incluye más tarde la consciencia, la culpa-.

Con ese gran suceso en la mente del espectador dice la mujer del mercado, me gustaría tener un hermano mayor; y no sabe lo que dice en realidad o suena secretamente melancólico a razón del relato, es una paradoja que en sus zapatos la hubiera favorecido; porque ella ve que el ruso mayor lo suele proteger al hermano menor, que es enfermizo, parece tener epilepsia, tiene problemas neurológicos. En todo esto salta un quehacer de sufrimiento en distintas direcciones, aunque el tono del filme es otro.

El filme constaba de momentos de cotidianidad –golpear un saco de box, montar en una moto, bromear con la gente, dar de comer a las gaviotas, estar con los perros, ser parte de una procesión-, era una obra sin demasiado conflicto a desarrollar. No obstante estar ahí abandonados era un conflicto, aunque no se hace sentir mucho; no posee pico de entusiasmo en ese sentido y al final lo busca de otra manera.

La propuesta, lo mismo que de sufrimiento, no habla de hambre o necesidad –no es en absoluto una película de cine social, aunque tiene de popular-, al menos no directamente o lo deja como algo secundario o quizá sobreentendido. La mujer del restaurante es un desarrollo notable de una mujer trabajadora que vive bien con su esfuerzo a razón de algo humilde. Se refleja el vivir bien con su cuarto de aire paradisiaco, con su toque erótico, con cierta pinta de putañero.