martes, 30 de octubre de 2018

Saraband


En un inicio uno cree que será la historia del reencuentro de Marianne (Liv Ullmann) y Johan (Erland Josephson) tras 30 años de separación, pero la última película de Ingmar Bergman es otra cosa o es más que eso. El filme tiene dos líneas narrativas, una más tratada, la poco esperable. La más obvia en el papel, la relación entre Marianne y Johan, ha mutado totalmente, no se trata ya de amor, aunque algo brilla entre ellos por un momento, cuando Johan se angustia y terminan desnudos acompañándose en una pequeña cama.

Parte de su sistema reproductor de Marianne ya no está con ella, como menciona la mujer al vuelo, el sexo ha dejado de ser importante, justamente lo que dicen los separó, la constante infidelidad y superficialidad de él. Pero existe afecto entre ellos, al menos se palpa en Marianne, justamente la que siente curiosidad, anhelo, y va en busca de Johan. El trato romántico de ésta pareja queda muy de lado, ya viejos quizá no existe, o no se percibe con facilidad, existe en realidad algo menos sofisticado, mucho más directo, difícil de definir del todo, puede que sea el recuerdo de su compañerismo o la sensación de haberse conocido tan bien, de haber pasado 16 años juntos en matrimonio y hay algo de confabulación afectiva, pero es algo más inmediato, automático, propio de la (velada) nostalgia.

La historia que más se aborda –sorpresivamente- es la relación entre Johan, su hijo sesentón Henrik (Börje Ahlstedt) y su nieta Karin (Julia Dufvenius). Entre los tres hay relaciones muy distintas, a lo que se suma el fantasma de la esposa de Henrik, de Anna, que es un ser amado y mencionado en el filme por todos, una especie de mujer abnegada, inteligente, humilde, de poca palabra, una santa. Henrik y Johan tienen cierto odio, resentimiento y quieren venganza el uno por el otro, se tratan mal, el viejo lo humilla, especialmente con el dinero, y el hijo porque lo considera un mal padre. Hay diálogos crueles y malvados, algo violentos, aunque dentro del comportamiento de gente educada, de ellos dos, por separado y en un encuentro donde la nieta es el vínculo de afecto y unión familiar.

Bergman dibuja seres humanos, aunque hace más difícil el trabajo de que nos generen empatía, pero se les percibe más reales, más profundos de lo habitual en el cine. Tanto Henrik como Johan caen mal a ratos, especialmente el hijo, a quien Bergman deja como peor persona. Lo que salva un poco a Henrik es su desesperación, su sufrimiento, su soledad, su cualidad de perdedor, aun cuando Bergman trata mucho con el sexo, y lo hace en dos sentidos, uno muy artístico, y otro polémico, pero encubierto en un paquete complejo. Se percibe entre Henrik y Karin un halo de incesto, pero esto se puede entender como algo simbólico, aunque visualmente -en un beso veloz pero ardiente- nos impacte una escena, nos genere un shock.

Entre padre e hija esto implica una relación absorbente, abnegada, castradora, haciendo que evitar el sufrimiento del padre sea una tara para la realización plena de la muchacha, donde Bergman pone de complemento -de escape- la independencia que le puede generar la música –tocar el cello- a Karin en el extranjero, tras múltiples ofertas, un futuro brillante. Es romper con los parámetros, con las cadenas, con el nido, o con el quehacer de ama de casa. Es el padre –que puede representar además el país- arrastrándonos hacia un nivel inferior, a una vida menos libre, menos lograda. Todo esto involucra la proclividad al suicidio, la dependencia de la esposa traspasada a la hija, aun cuando la madre quiere enmendarse en su lecho de muerte y deja una carta al marido, que bien refleja la brutalidad de lo malsano, la idea del incesto.

Tenemos enfrente un filme impredecible e interesante, Bergman prefiere la suma de relaciones humanas, colocando lo viejo como un coherente colofón y remate, abordado levemente, tras ser el punto de partida o seducción del espectador para correr a hablar de otras tantas relaciones, generando expectativa, trabajando con el misterio, con otros conflictos, aunque todos familiares; igualmente de distintas etapas, es Bergman ahora el abuelo, ya no solo el hijo, es ponerse en otros lugares y mostrar más complejidad, dualidad. Los intercambios entre unos pocos personajes –tan solo cuatro, más el uso siempre magistral de un fantasma- muestran la brillantez del director sueco para con el manejo de la austeridad, hacer de pocos elementos algo importante y atractivo. Por algo Bergman no solo fue un maestro del cine, también del teatro, y esto lo vemos claramente aquí. Maestro en auscultar la vida, a la humanidad en sus parámetros más próximos, más reales.