martes, 22 de julio de 2014

Mary and Max

Película australiana ganadora del festival de cine de animación de Annecy 2009, es una historia de lucha contra la adversidad de ser excluido, por tener una grave dificultad de adaptación social, o ser considerados perdedores,  en el caso de Mary por su apariencia física aun siendo una niña de 8 años al inicio del filme, por lo que lo único que los protagonistas quieren es tener un amigo de verdad, y de eso trata, lógicamente con conflictos de por medio (desde el inicio, y a razón de la entrega y la fe), cuando Mary envía una carta curiosa. Y toda la película lo es, cargada de sorpresas, ocurrencias, audacias, inocencia –que me recuerda un poco, junto con el uso de un estribillo de sonido musical, a Peanuts- mezclada con temas espinosos o conceptos adultos, como de tipo sexual o enfermedades mentales (otro punto muy bien trabajado, como el asperger y los trastornos de ansiedad de Max, o la agorafobia de Len).

Ésta propuesta tiene descripciones biográficas o del mundo plenas de imaginación, ironía, nobleza y sobre todo mucho ingenio, con lo que la correspondencia constante que se envían Max (la voz es de Philip Seymour Hoffman) y Mary (voz de Toni Collette) es parte central de ir conociéndolos y compatibilizando con sus problemas y quienes son, como se comportan, sus aficiones de coleccionistas que los muestran nerds o freaks, el desmedido apetito que trae comer comidas impensadas cargadas de dulces, o como sufren siendo buenas personas, indispuestas por la gente, la familia, sus tantas propias imperfecciones -la mayoría dadas sin escoger- y en general por la sociedad (aunque también da oportunidades cómo se las quita, véase la lotería o la comprensión para bien y mal de cierto retardo ante una muerte accidental).

Mary and Max es una animación en stop motion que hace hincapié en el detalle, preciso, representativo y sugerente, en la cotidianidad, en lo ordinario, en nuestra contemporaneidad (la del aislamiento, la soledad y la incomunicación, tanto de la urbe sobrepoblada como de la frase pueblo chico infierno grande), si bien parte de los 70s bajo vidas sencillas fuera de la moda y lo mediático, que otorga consciencia de un contexto que aporta mucho a las personalidades, no siendo poca cosa porque se mueven en la misma base de todo el conjunto, la descripción pormenorizada y harto efectiva de sus criaturas.

En Australia donde vive Mary predominan los marrones, los ocres,  y en New York donde Max los grises, el blanco y negro. Brilla el rojo para señalar la felicidad, pequeños destellos detenidos eternamente para acogerse al cambio y la iluminación de la existencia como esas estrellas que deslumbran al envejecido protagonista; radicar en el sueño de la amistad y el optimismo. Véase el pompón -que yace en un sombrero- que obsequia la niña poco agraciada al cuarentón sumamente obeso lleno de manías y desequilibrio emocional. En la niña está la continua presencia de la caca como símbolo de su sociabilización, un especie de estigma, incluso durante un tiempo bajo algo visual en una mancha de nacimiento. Y es que el retrato puede ser bastante duro, dramático y triste debajo de todo su manejo cómico y bello. Ya lo define el manejo literal de un anillo de juguete de la pequeña, que implica estados de ánimo y realización personal. El color y la pasión anidada en la fraternización.

Hay mucha empatía y seducción para con el espectador, pero en ese trayecto el director y guionista Adam Elliot demuestra complejidad, laboriosidad y honestidad con el arte y con su serias y actuales temáticas, que nos tocan, directa o indirectamente, a todos por algún momento de nuestras existencias, bajo la sensibilidad. El martirio está algo velado en toda su crudeza y frialdad, ya que no dejan de ser dibujos destinados a la familia, tanto como al adulto, pero dentro de lo más que suficiente para entender bien que retrata. Las deficiencias yacen en tono “alegre”, discreto a un punto, aunque se trate la idea del suicidio y la grandilocuencia de la decepción. El filme presenta buena onda, naturalidad, humor, simpatía y relajo. Hay gran equilibrio al respecto.

Max es judío pero ateo, tiene un amigo imaginario y nunca ha tenido una relación sexual teniendo 44 años de edad aunque alguna de sus palabras favoritas sea de esa índole sin que por ello pretenda nada. La pedofilia se descarta de inmediato en la trama, hay noción y exhibición de esto y sirve para revelar/diferenciar el alma diáfana y sana, de la ignominiosa y repudiable que se hace justamente de lo sentimental, regalos, el ser desconocidos y la facilidad/disponibilidad emocional.

No solo yace la estupidez o lo atípico, sino la frustración, la monotonía y el conformarse con esto. Los animales, las mascotas, también tienen injerencia en los protagonistas, en su humanidad y tipo de personalidad; uno tiene un gato tuerto, desagradable y lastimero a la vista, que sufre de halitosis y que ha recogido de la calle; mata continuamente sin querer a sus peces y sigue la senda de la dinastía numérica ante una nueva compra; la muchachita tiene por mascota a un gallo que cayó de un camión cuando iba hacia un destino anunciado.

La derrota es invocada desde el inicio, por ambas familias; Mary tiene una madre alcohólica, descuidada, fumadora empedernida y ocasional ladrona de necesidades del hogar; el padre es un aficionado taxidermista de pájaros y un obrero, un tipo algo freak, vaciado, silencioso, apagado y robotizado sin ser mal ser humano. Y hacia ahí va Mary, pero es este canto de amistad de un continente a otro, a la distancia, el que le da un sentir de triunfo, de realización personal, más allá de consumar el reconocimiento y lo profesional, en que el tema es una esencia de nuestra humanidad, concretar un anhelo central, algo tan simple como compartir con un verdadero ser querido, y no es un mensaje ñoño, gracias a como se sobrelleva todo, con calidez pero con suma inteligencia. ¡Qué bonita historia!, una para recomendar infatigablemente.