jueves, 12 de junio de 2014

Upstream Color

Upstream Color (2013) es la segunda película de Shane Carruth tras 9 años de la anterior, es mucho más accesible que Primer (2004), aunque tampoco es fácil, ni del todo entendible, dejando bastante espacio para la conjetura, la imaginación, el razonamiento individual y la conclusión argumental. Vista ésta implica nuevamente a la ciencia ficción que directamente resulta muy entretenida, seductora y misteriosa, en el uso de una historia fantástica que conlleva la constancia de la metáfora para la elucubración de una trama que versa centralmente sobre la libertad y el amor, como en las relaciones humanas y los distintos vínculos de poder.

En un inicio un gusano particular introducido en nuestro cuerpo hace alusión a la enfermedad, en manos de un criminal o alguien despreciable, lo que puede atribuirse en una lectura como la de una mala relación afectiva (visto desde la mundanidad), esa que maltrata, domina, minimiza, humilla y castra a la pareja, hace a uno esclavo de las pasiones destructivas al estar en (malas) manos ajenas, como no pasa con los niños que beben del elixir mágico y poderoso de la larva sin tragarla (por propia decisión y control: la voluntad y razón del poder propio; la infancia es lo puro, lo esencial, lo utópico). En medio, como escape, aparece lo que supone lo místico, Dios o una de sus representaciones menores, en un compositor o sonidista criador de chanchos (¡qué curioso y extraño resulta!), que aparece y nos permite recuperarnos, pero nos mantiene a su vez atrapados en sus designios y cuadraturas, nos quita voluntad o genera una inducción de comportamiento, y al no obedecerle tira las partituras por los aires, nos castiga, o simplemente nos deja caer en la desgracia, la que es la condición humana, valga decirlo. 

El libro de no ficción de Henry David Thoreau, el famoso Walden, sirve de nexo de explicación para hallar la liberación de esa estructura humana de decepción y frustración que muchas veces es la ciudad y sus reglas, para encontrar nuestra verdadera esencia, el significado del libre albedrío, que nos convierte en un especie de Nietzsche, y nos hace matar al Todopoderoso, y poder hacernos cargo de nuestras vidas, ya cimentadas en el amor puro y correspondido de ese otro ser semejante en pasado, aprendizajes y búsquedas, el que nos comprenda, y nos abrace en la protección y complemento, hasta mezclarse y ser como una “unidad”, sin quitarle al otro su propia consciencia (véase cuando Kriss y Jeff pelean por el robo/confusión del pasado). Apreciamos como acometer el mundo, visto en el propio cuidado de la animalidad gemela o la consistencia primaria, dibujada simbólicamente en los cerdos, de los que llegamos a saber que pueden mutar en bellas flores (en la historia no desaparece la semilla o nacimiento, logra transformarse), involucrando al resto, al prójimo, abriéndose mutuamente hacia el colectivismo y el optimismo, en ese grupo último que trabaja en la granja.

En el proceso el filme se llena de la belleza sublime de la naturaleza, esa que recuerda a Terrence Malick, y bien proyecta el recurrente texto de Walden, tras la lucha con un mundo mental y terrorífico típico de la ansiedad de lo urbano y lo contemporáneo, que puede como muchos intuyen y ven rememorar el cine de David Cronenberg y David Lynch, solo que bajo la dominante puesta en escena de un filme literalmente luminoso (e iluminador), blanquecino, que tiene del artificio fluorescente, como en una de las tantas labores que regenta un multifacético Shane Carruth, como la de montador, guionista, productor, director, compositor, hasta actor protagónico en sus películas, aunque copia menor pero eficiente, a comparación de la figura dúctil, flexible, sensible y emotiva que ejemplarmente maneja Amy Seimetz como el ser humano común y capital que llega al cambio e ideal que quiere trasmitirnos el filme. Carruth pasa por la creación de un storyboard que sigue al milímetro según ha confesado. No obstante el arte de Carruth parece invocar libertad de interpretación.