A éste Decálogo se le puede considerar como una de las obras maestras del séptimo arte o, mejor dicho, una de las grandes hazañas de un director de cine, ya que fue destinada a la televisión como una miniserie, basada en los 10 mandamientos, con una película por mandamiento. Yacen anclados a los días modernos de Polonia. Éstos mediometrajes sirven para una relectura de esa muletilla que señala con desprecio a una película supuestamente mala como un telefilme, habiendo excepciones a la regla. La presente obra magna fue realizada en 1989, por Krzysztof Kieślowski. Cada episodio tiene una duración de entre 50 min. a una hora.
Son historias hermosas e inteligentes, hay que decirlo de
frente, muy universales, que se salen del encasillamiento de ser películas
religiosas (que lo son por la temática tratada, pero van más allá, se hace arte,
presentando una notable autonomía), porque trascienden y no solo son audaces,
empáticas, lecciones de vida, vivencias y conflictos intensos que llevan
reflexión, de convincente libre albedrio, sino interesantes y cautivantes
dramas, que simplemente entretienen, con facilidad pero con sustancia.
La presente posee toques notorios de arte, como se ve en sus
momentos simbólicos, véase cuando se derrama la tinta, en un contexto
premonitorio y estético; también cuando la computadora se enciende de repente e invoca que
está lista para algo (o alguien lo está) que el propietario desconoce y le
parece una broma; o en especial el desenlace cuando el protagonista derriba un
banco con velas encendidas a la Virgen, un lapso cargado de visceralidad y
emotividad, que presenta un choque y un descubrimiento violento, que hace
llorar a la madre de Dios en la conjugación del calor de la cera con el lienzo.
En todo momento está la discusión en un ambiente culto y
avanzado -en la electrónica, para su época-, de la ciencia, el cálculo y el
ateísmo por sobre la (“simple”) fe, y es
el caso de que se expone que hay mucho misterio, “sin sentido” y espontaneidad
en el mundo. Se da una lectura de no ver a la humanidad como una
matemática. Valga la paradoja a la normal mirada de la perfección divina; aquí trabajada
desde su opuesto, un sentido de cierta incapacidad de completo orden, pero por parte
del hombre. Se le dibuja a la humanidad con la libertad y a un punto calidad de impredecible, o
complicado de comprender en toda su medida, y a un Ser Superior que tiene la
última palabra.
Los personajes principales, el padre, Krzysztof (Henryk
Baranowski), el hijo, Pawel (Wojciech Klata), y la tía, Irena (Maja Komorowska),
exudan química, ternura, afabilidad, afecto y ejemplo, un vínculo familiar que
aporta mucho al relato. Se revela un contraste imponente en la laguna y
meollo del asunto. Es tan buena la caracterización de éste grupo de actores que
es sorprendente ver que lo hacen mejor que muchas caras populares y reconocidas
del cine, tanto que se vive una cierta injusticia de que no sean admirados por
muchos, desde una humildad y naturalidad encomiable. Su trabajo es un pilar de ésta obra, una basa que la hace aún más trascendente.
Una “curiosidad” de la propuesta es la presencia de un
vagabundo en la intemperie, frente a un fuego, que yace luchando contra el
frío, una metáfora. Él parece un ángel melancólico.
Otra virtud es la buena dosis de tiempo que se proporciona el filme para los momentos capitales, e incluso los ratos de detalle que no agotan ni molestan ni se sienten de relleno. Da la sensación de que nada sobra, que sobresale una gran distribución, y todo desde lo sencillo, desde lo que luce común, y no menos glorioso.
El segundo es una nueva genialidad, que versa sobre la
infidelidad, y el juramento roto en distintas formas. Pero el más importante es
el de cara a Dios, y se da la audacia de no pegarse al pie de la letra del
mandamiento, por una razón noble, de existencia. Y que lleva la noción de saber
lo que es perder a un ser querido, en el caso se une el futurizar en el ajeno
una carencia personal inconmensurable.
En la trama se percibe mucho sentimiento, ubicado desde el remordimiento, por ello la protagonista rompe objetos distraída en castigarse, o mata una planta floreciente, y esto último refleja una decisión que es el argumento del relato y que va en contra de sí, porque ella ahora tiene una única fijación. Todo se centra en el marido moribundo que lucha por salvarse al son de las gotas de una cañería defectuosa, quien fuera agredido sin merecerlo, ya que se dice que proporcionaba estabilidad y tranquilidad familiar.
El relato implica no contener el deseo, el ser uno demasiado
ambicioso por encima de los valores, lo que se corrige en una mirada que si se
quiere ver reditúa lo socialista, que Kieślowski llega a manejar más, se puede
ver en el tipo de clase que reina, la que está pegada a la austeridad, incluso
en un médico (se trata de una clase media). Todo ello hacen de ésta
una trama compleja en su profundidad que no en su exhibición y muy
contemporánea sin buscar ningún regodeo o exaltación, hay mesura, no se
pontifica, no se fuerza el mensaje y mientras tanto el autor enriquece el
panorama dramático (la espera, la desconexión que no sea la pareja como ese
insecto en el líquido, el quebrar el egocentrismo, entregar en lugar de
recibir, ser fuerte). Así se luce cuando se da forma a un tercer punto en discordia
que representa una opción decente, lo que no se suele hacer, el amante es
músico, sensible, controlado y al parecer de buena posición social, sólo que yace en un
momento prohibido, el matrimonio; además dadas las circunstancias, un obligado punto
álgido y de consciencia (cuando esto en la vida real suele fallar/faltar).
Igual que antes, lo divino hace una jugada maestra. Bien dice el paciente con su
reflexión de poder tocar la mesa.
El aporte de éste decálogo, una historia menor dentro del
grupo pero igual atractiva a un punto, es el misterio, eje y atractivo, humilde
pero efectivo. ¿Qué esconde la mujer, acechadora, en sus intenciones buscando a
su antiguo amante, a un hombre que se viste de Papa Noel para la alegría de su
familia? El filme en parte logra sacudirse de la obviedad, o
compaginar poco más de una lectura manejando su buen toque de intriga e inestabilidad,
en una medida decente al menos, con las vueltas de lo que será una aventura de
nochebuena que nos dibuja la importancia de ésta fecha
¿Puede haber un crimen en el contexto?, nos preguntamos a ratos, que se sugiere. Kieślowski lo pone en la balanza mezclándolo con la vitalidad, el afecto conmiserativo –con impulso carnal y nostálgico- y la diafanidad o llaneza frente a un estado de dramatismo personal algo elíptico. Tenemos un ser frágil propenso -como arguye el lugar común- a dejarse seducir, a necesitarlo; tenemos una proclividad al pecado, en contraste natural al orden trabajado y ganado generador de recompensas y castigos; en esas persianas cerradas al extraño vemos una lección múltiple y alterna.
¿Puede haber un crimen en el contexto?, nos preguntamos a ratos, que se sugiere. Kieślowski lo pone en la balanza mezclándolo con la vitalidad, el afecto conmiserativo –con impulso carnal y nostálgico- y la diafanidad o llaneza frente a un estado de dramatismo personal algo elíptico. Tenemos un ser frágil propenso -como arguye el lugar común- a dejarse seducir, a necesitarlo; tenemos una proclividad al pecado, en contraste natural al orden trabajado y ganado generador de recompensas y castigos; en esas persianas cerradas al extraño vemos una lección múltiple y alterna.
La anciana con demencia senil con quien se ve la
protagonista nos da pautas, precisión y proyección, llevando el relato al
terreno de lo existencial y no solo del afecto. Existe una sensación de
humanidad, de ver por los demás sin necesariamente amarlos de manera intima,
como se ve en el enojo de Janusz (Daniel Olbrychski) con el maltrato a los
vagabundos y borrachos, siendo un retrato de cine noir, de aspecto familiar, en
esa búsqueda detectivesca del marido de Ewa (Maria Pakulnis); está acompañado por
algunos toques ligeros, breves, rebeldes, de “locura” (generar emoción y
adrenalina en el vivir, teniendo a veces rabia, en el querer escapar del
predominante letargo, la frustración o la monotonía, la soledad y el vacío, la
infelicidad); tal es con la seguridad y el skate que la sostiene despierta en la
estación, o en el acelerar del carro mucho más de la cuenta poniéndose en
peligro, y mientras tanto la esencia de Dios parece observar, e incluso aunque brille
lo impredecible, cuidarnos.
Las historias del Decálogo tienen puntos de convergencia
entre ellas, como en parte la estética, aunque entre algunos capítulos hay
cambios en la fotografía, pero en general sí, posee el mismo estilo formal en la narrativa, de lo que se nota que Kieślowski ha tratado de darles una unidad
global a pesar de la libertad creativa e independiente que maneja en cada
expresión existencial, de la auscultación personalizada de sus mandamientos,
como la importancia de ubicar las tramas en un conjunto habitacional de pertenencia
estatal en Varsovia y de lo que se desprenden varias características y
definiciones de una población que sirve de modelo, en la esencialidad humana y la
clase social a la que se adscribe (que aunque comunista invoca en cierta forma un equilibrio, gente
culta sin excesos materiales, más hacia la austeridad), donde
pasean antiguos personajes. A su vez en
casi todos los relatos presenciamos la intervención del actor Artur Barcis con cameos que lo
muestran como un ente misterioso, meditativo, silencioso o de gestos breves, en
que todo apunta a que sea un ángel o un punto de soporte simbólico, la
proclividad a un estado de consciencia o
una ayuda discreta, mística, en varias formas difícil de catalogar.
Estamos en ésta oportunidad ante un relato muy complejo en
lo sustancial que no en su narrativa, que es minimalista, austera. No obstante bastante
inteligente, valga la obviedad, que despierta el aplauso sonoro y el entusiasmo
por éste séptimo arte, el que paga con creces su parsimonia y cotidianidad (reiterativas
en el conjunto, refiriendo a los capítulos), siendo entendible sin dificultad, ya que
hace esfuerzos denodados, se explaya con generosidad bajo una continua
argumentación que consolida una redondez, generando la comprensión absoluta hasta
para el espectador promedio pero comprometido, solo que poniendo a prueba su
empatía (la hija es a ratos antipática, invoca tensión y presión, “trasgrede”,
tienta), con una dosis de oscuridad y cierta taimada y secreta malicia en
completar nuestra interpretación general, con múltiples lecturas, incluso con
un cariz irreverente aunque calmado que pone en jaque la religiosidad de
algunas personas y la convencionalidad a esa vera, siendo atrevida intrínsecamente. Hace muy maduro que
estos filmes sean parte de la recomendación cinematográfica que hace el Vaticano
sobre los valores morales, y no están equivocados en su designio, pero cómo lo propone
éste cuento hace de ellos una opción osada, moderna y poco ortodoxa, una
audacia de ambas partes y a todas luces.
Se trata de poner a prueba la devoción de lo que es ser un
padre, más allá de la sangre, sino primando la crianza y el afecto, tanto como el
respetarlo como tal, entender un lugar mutuo, ganarlo y asumirlo,
confrontándolo con lo sexual, contra la fantasía freudiana o una perversa, del
enamoramiento y la sombra del incesto; en ésta propuesta es bajo una composición donde priman los
diálogos, el sinceramiento, lo descarnado, en medio de huidas del escenario y confrontaciones,
la capacidad de saber escuchar, y de cotejar inquietudes, buscar y llegar a una
resolución no solo racional, civilizadamente, sino ante y por una profunda emotividad. Véase el símil con la
interpretación teatral de Anka (Adrianna Biedrzynska), la hija. Conocerse, expresarse, lograrse. Mientras hay
un ente dócil, y un poco plano, funcional, pero firme en Michal (Janusz Gajos)
que es el espíritu religioso, de amor, del relato, la razón sustentada de
honrar al padre (y a la madre), en manos de una composición artística, que no
gratuita, en una carta que se quema, tratando de “sabotear” sospechas, elipsis,
intuiciones, que perpetran ambigüedad, tras una lección, y consolida un
vínculo, triunfante, que es lo que domina, pero dejando un resquicio de
lujuria, de pecado, de extrañeza, una hazaña que no a todos va a gustar o van a
ver, pero que sirve como vía de agudeza para concebir una historia única.
Lazar Jacek (Miroslaw Baka) inventa o busca cualquier
pretexto para generar violencia, hasta que traza un plan siniestro, poco
después de darnos a conocer su lado sentimental (descubre una foto de infancia,
de una época noble e inocente, cuando conversaba con su hermana, su favorita
nos dice, y él de ella, pero que lo marco con su muerte, le hizo cambiar). Su decisión gravemente infractora no
está del todo explicada, hay un hueco en parte en ese lugar, se trasluce el
protagonista excesivo al background que se nos entrega en el filme y es una elipsis que requiere de
cierta condescendencia del espectador inquisitivo, que entiende una conducta
manejada de forma pueril y endeble al comienzo, más tarde impactante, de
aspecto resuelto y sumamente cruel (un punto
a favor de la historia, porque no encubre la bestialidad y la iniquidad asesina
en la búsqueda de empatía, haciendo más exigente y realista el comprender algo
tan brutal), aunque lo que se maneja es un aire
algo absurdo, que no está para nada mal ya que en buena parte todo crimen u homicidio
puede llegar a serlo, que en este versa mucho en lo inconsciente, en el estudio
psicológico, como indica el contraste que evoca la exposición del abogado en su
graduación y contrato profesional.
Se expresa que el estado ejerce -según el letrado- una
venganza en la pena de muerte, que se discute como parte del mandamiento
auscultado. Se eleva el alcance de su significado, no solo mata el criminal sino
el gobierno, el pecado lo comparten ambos, y se arguye que ningún castigo
cambia la intención asesina (un argumento racional, de estadística), aunque
bien vemos como sufre y teme este despiadado y salvaje joven delincuente frente a la horca, llevándolo a ser reflexivo
y dócil a la orden del cadalso, por lo que vamos a ser neutrales y decir que
tener la soga al cuello, literal y metafóricamente dicho, sirve para cavilar la
perversidad de nuestra vida, como me viene a la mente por hacer una semejanza
toda la sustancia, intimidad, complejos, ira, fragilidad, carencias, anhelos,
ternuras y personalidad oculta que logro conocer Truman Capote para concretar
su obra magna A sangre fría, y es que suena trágico que matar a alguien y estar a
puertas de la pena capital sea tan contundente como para poder revelar nuestra
esencia y abrirnos a que nos conozcan realmente y se puedan enfrentar nuestros
demonios. Pero hay que tomar en cuenta que el ajusticiamiento legal no da
oportunidad de verdadera redención, porque estos seres salvajes, descarriados,
incluso enfermos en el alma, en el largo encierro o de por vida pueden caer más
profundamente en lo que han hecho, tener tiempo, y no solo ser eliminados.
Dejamos volar la elucubración, y es que lo mejor del filme es eso justamente,
la oportunidad que nos brinda de discutir sobre algo tan importante en la sociedad,
que va más allá de lo eclesiástico, hacia la humanidad y sentido, esa que se
palpa fehaciente en el abogado que está comprometido con quien ha dejado de ser
su cliente, y ve a un ser humano, a un hermano.
Los gritos finales que recriminan, que no entienden tanta
muerte (si bien de forma fantástica un “ángel” aconseja al próximo homicida que
no lo haga), es el lado escondido, complejo, honesto, intelectual y la libertad
que propone Krzysztof Kieślowski con su obra.
Éste decálogo es uno de los más bellos, uno poético,
romántico, y por ende agradable en el quehacer artístico de los mandamientos de
Kieślowski. El genio polaco no llega a entregarnos una trama
empalagosa que sí dulce, no lo niego, ya que ostenta mucha lírica, sensibilidad
a flor de piel e inocencia, en un primer amor y obsesión, aunque como cuento se ve
actualmente manido, hay que decirlo. Va de la mano de un consabido, visto el
conjunto, toque dramático, que incluye múltiples decepciones y hasta un
suicidio.
En la trama tenemos a una mujer madura, solitaria, liberal,
independiente, de grave atractivo, sensual (véase el detalle de dejar los
zapatos de taco alto sobre la mesa a plena toma, o el deambular por su casa a
través de ventanales sin cortinas con el pelo mojado tras alguna faena casual, calzón/bragas
y camisa únicamente). Ésta bella mujer se llama Magda (Grazyna Szapolowska), ella no cree que
exista el amor. En un momento se hace hincapié y demostración de su postulado
de forma sarcástica con el final prematuro del placer embrutecedor, diríamos
parafraseando la consciencia de la esencia que trasmite la protagonista. No
obstante aquello lleva a una revelación. Magda solo anhela aventuras sexuales, no
cree en más, y ejerce con soltura su resolución existencial. Pero esto cambia cuando un joven
de 19 años llamado Tomek (Olaf Lubaszenko) se mete a la fuerza en su existencia,
tras espiarla a una hora exacta con un catalejo especializado que roba con esa
intención, atraerla al correo en que trabaja con falsos cupones o madrugar de
lechero en su puerta. El inexperto muchacho piensa totalmente distinto a ella, él invoca el enamoramiento más puro, y hará que su amada fijación entienda
empíricamente que se puede amar apasionada y fielmente a una sola persona, como
reza el título, dejando espacio también a una jugada maestra en que el peligro
de hacerlo se impondrá como consecuencia.
Puede que estemos ante un decálogo demasiado simple, más aun
de lo acostumbrado, muy poco espectacular (en sí la mayoría no presenta muchas
ínfulas, aun llegando a ser bastante hondos). Pero debo admitir que es una
debilidad, al igual que una delicia, toda ésta poética del amor virgen con la
mujer madurita, una fantasía recurrente de muchos hay que acotar, que con
atrevimiento e imaginación puede degenerar o estimular una idea como la de
Mientras duermes (2001), tanto como caer en la suavidad del mejor cine de Makoto
Shinkai, y yo diría que el ingenio del autor bascula, también percibes algo de
necesaria oscuridad humana, aun teniendo entre manos parámetros nobles principalmente. Se trata de una dialéctica de lucha tal actual, pero con elegancia, entre el amor y el
sexo, que tanto nos compete y nos humaniza.
¿Qué le pasa a la esperanza?, esa es la interrogante que
cada uno debe ver por sí mismo. Sin embargo adelanto que a un lado y a otro la
realidad enseña pero no mata las ilusiones. ¿Cómo no guardar espacio para un sentimiento
tan especial como el amor? ¿Cómo morir descreyendo entonces?, nos “dice” el
filme, como se interpreta de uno de los diálogos. Una mujer se puede comportar ligeramente,
pero toda mujer, y lo extendemos a todo ser humano, ama la entrega, que se
desprende de la ternura y la transparencia, porque hay verdades como la
expuesta que corroboran la fe, y nosotros como espectadores lo vemos en medio
de nuestra naturaleza imperfecta, y aunque dudemos, aprehensivamente positiva.
¿Se puede robar lo que en principio es de uno?, de esta
premisa que se expone de forma directa -y en su desarrollo- de boca de su
protagonista, parte éste decálogo en que Majka (Maja Barelkowska), una joven de
22 años que vive con sus padres le reclama a su madre Ewa (Anna Polony) la hija
de seis que le entregó a su cuidado, habiéndole “usurpado” ante su debilidad e
inexperiencia el papel de su crianza, siendo ésta una mujer que se siente muy
identificada y realizada con la pequeña a diferencia de lo dura, poco empática
y exigente que fue con Majda, firmando a Ania como suya ante la necesidad de
esquivar el conflicto y la inmadurez de una relación penada (que esconde una
segunda oportunidad, una de enmienda –espíritu que sobrevuela e inquiere la
trama- y otra en el encontrar el retoño que siempre se ha deseado), al ser su
hija una menor durante esa época, la escolar, frente al affair pasajero pero
apasionado, por el lado de la muchacha, con un maestro y hombre frío, distante,
que nunca ha querido ninguna responsabilidad, y es servil con la matriarca, a pesar de que actualmente diseña osos de peluche, lo cual da a entender que
posee capacidad de persuasión, de parecer sensible y seductor sin realmente ser
el adecuado para una relación, habiendo de por medio doblez, aspereza e
indiferencia que parecen resumir el pasado, uno decisivo ante el presente, aunque ¿quién puede negar una reinvención?, por ambos lados, entre Ewa y Majda.
El empaque del relato es uno muy cautivante, potente, de un
ritmo especial, sobresaliente dentro del grupo a ese respecto que por lo
general suele tomarse su tiempo, fácil de generar atención y confabulación
primaria y entusiasmo ligero como lo son muchas de las decisiones en los
mandamientos de Kieślowski que no están coartadas a las metas que se deducen de su
trabajo, tiene libertad y resplandece la búsqueda de profundidad, sensibilidad, su propio tempo de autor y la
seriedad con los temas, argumentos, dramas y existencialismos que retrata, con madurez y coherencia, mientras se reviste de contemporaneidad, amabilidad, un aire fresco,
a veces de humor (aunque poco pero suficiente para notarse) y de positiva y justificada irreverencia y particularidad, de la que aporta al panorama hay que
recalcar para no robarle su sentido, dejando lugar a no tomarse tan en serio. No
obstante sí para el espectador receptivo/agradecido por un muy bien ganado mérito.
Éste decálogo trata de un rapto y el intentar no dejarse encontrar, mientras planean huir a Canadá (que resulta de un tiro por la culata y la desnudez de las pretensiones dominantes, el rostro del monstruo), aunque con pocos medios, desamparados y bajo poca cabeza, con una inocencia y deficiencia ante un duro despertar a un punto enternecedor. Las pesadillas de la niña absorben toda esa idiosincrasia, plantean una intromisión, y una labor posible al fin y al cabo, pero requiere resolución y una lucha titánica dada la negativa de la potestad por quien tiene el poder, el conocimiento y las ventajas, dejando cabida a clamar por su nobleza y un acto de mucha consciencia, como en la absorta y culpable mirada del desenlace.
Éste decálogo trata de un rapto y el intentar no dejarse encontrar, mientras planean huir a Canadá (que resulta de un tiro por la culata y la desnudez de las pretensiones dominantes, el rostro del monstruo), aunque con pocos medios, desamparados y bajo poca cabeza, con una inocencia y deficiencia ante un duro despertar a un punto enternecedor. Las pesadillas de la niña absorben toda esa idiosincrasia, plantean una intromisión, y una labor posible al fin y al cabo, pero requiere resolución y una lucha titánica dada la negativa de la potestad por quien tiene el poder, el conocimiento y las ventajas, dejando cabida a clamar por su nobleza y un acto de mucha consciencia, como en la absorta y culpable mirada del desenlace.
Se manifiesta un tono de tristeza e injusticia sentimental, no
de las reglas que rigen este mundo donde el más fuerte se engulle al menos
preparado; en cierto motivo va más allá de las circunstancias, hacia ese
grito a Dios del capítulo cinco. Nos remite inmediatamente al libre
albedrío, al manejo de nuestro destino y a la expulsión de la simbología del
paraíso ante la falta de contenerse ante la tentación, la ausencia de buen
juicio en todos los actos, tanto como por otro lado a la imperfección, las
limitaciones o la (poética) estupidez que a muchos lastimosamente nos gobierna.
En sí, Ewa ha convertido a su vástago en un ser en buena parte inútil y falto
de confianza (pero como somos capitanes de nuestro barco, al final cada uno
debe hacerse cargo de su realidad, como puede), le ha arrinconado y le provee
de desesperación tanto que parece solo quedar el suicidio, uno metafórico y
hasta literal, ese que desde ya asoma discretamente en el río. Kieślowski juega
con varias alternativas aunque termine escogiendo, como a su vez deja
algunas puertas abiertas. Además sele asume en cierta depresión, complejo y
carencia emocional, algo a todas luces cruel y el verdadero sentido del
mandamiento, ya que el robo en realidad es de la abuela y no de la progenitora.
Éste es uno de los decálogos más discutibles en cuanto a la
recepción y aceptación del espectador riguroso, en sentido de que muchos
sienten una cierta impostura, una artificialidad o una lavada de rostro en la
trama, cuando ven polacos ayudando a judíos durante la segunda guerra mundial y
el holocausto, siendo una etapa que muchos ven oscura para ésta nación, que más
bien colaboró históricamente con aquella decisión final. No obstante, justamente diríamos que
esa duda yace presente en buena parte del metraje, llegando a ser importante el
sentido moral de escoger entre un niño y la salvación de muchos adultos y la
misión de una resistencia polaca, usando antes la noción del mandamiento, en el
hecho de mentir para salvar una vida.
La solitaria, anciana y apacible Zofia (Maria Koscialkowska), catedrática del curso de ética en los actuales fines de los 80s
de la trama, se negó a acoger a una pequeña niña judía a detrimento de
arriesgarla ante la exterminación hace 40 años atrás, enviándola a una muerte
segura por la supuesta rigidez de unos principios, aduciéndose que no podía
mentir, hacerla pasar por otra religión y familia, lo cual abre una discusión
escueta sobre hasta qué punto puede ser importante una mentira (y me viene a la
cabeza ese lúcido monólogo de Jorge Jellinek, cuando se mete en la universidad, en La
vida útil, 2010). Éste episodio nos dice que muchas veces hay que interpretar y pensar, no hay que obedecer un mandamiento al pie de la letra. Hay que hacer uso
de nuestro entendimiento en cuanto a la resolución adecuada a un dilema moral,
en el escoger de las prioridades, esquivando la inflexibilidad de algunos
dogmas, amoldándolos al contexto más justo y humano (que como vemos es lo que respalda la iglesia, con el apoyo de ésta obra), de la mano de un mensaje sin
palabras en aquel contorsionista del bosque que nos expresa que tenemos
distinta capacidad de maleabilidad, unos la tienen y otros nos, y eso te hace
especial, no siendo sólo algo curioso, fresco y moderno en el relato. Eso lo vemos en aquel diálogo sobre salvar a alguien y ser salvado que dado
el contexto retratado no solo pone una situación de desventaja y humillación,
quizá, que es lo de menos frente a la esencia y requerimiento, también hace
ineludiblemente iluminador el acto para ambos, generando un aura a cada lado.
La trama, sin embargo, pronto crece a una problemática
mayor, necesaria para no quedar en tan fácil y directa proposición, aun siendo
uno de los decálogos más literarios, menos visuales, pero con otros momentos virtuosos
como esa oscuridad de la que se provee el filme en el recuerdo por los
pasadizos de la quinta en que se dio el rechazo de la historia, manipulándose
la posibilidad de la locura, observándose un remordimiento traumático y de
irrealidad, donde otra cara es el silencio voluntario y la melancolía del
sastre que iba a dar el cobijo, a diferencia de la vida metódica y sana de Zofia,
articulándose distintas marcas de vida, la indiferencia o la secuela dolorosa
de una época negra, lo cual pudo ser mucho mejor, deja material en
ebullición para una mayor profundización y realismo.
El conflicto es presentado por la exposición verbal de Elzbieta (Teresa Marczewska), la niña de antaño que ahora se reencuentra con su pasado, pero no nos equivoquemos porque lo hace desde la paz de su fe, buscando conocer a quien le negó la oportunidad de salvarse. Lo hace desde un tono amistoso (reflexivo), atípicamente comprensivo y bastante complaciente donde se introduce en una conversación y se retoma con un poco de menos atractivo el decálogo dos que sirve de pretexto para ampliar la mirada, generar otra posición, discutir la complejidad de la vida en sus distintas alternativas de respuesta, y la libertad del mejor juicio frente a cada caso en especial, por medio de la riqueza mental de Kieślowski que sabe potenciar la (aparente sencilla) premisa anterior, que arguye que salvar la vida de un niño es lo más importante de cara a cualquier duda.
El conflicto es presentado por la exposición verbal de Elzbieta (Teresa Marczewska), la niña de antaño que ahora se reencuentra con su pasado, pero no nos equivoquemos porque lo hace desde la paz de su fe, buscando conocer a quien le negó la oportunidad de salvarse. Lo hace desde un tono amistoso (reflexivo), atípicamente comprensivo y bastante complaciente donde se introduce en una conversación y se retoma con un poco de menos atractivo el decálogo dos que sirve de pretexto para ampliar la mirada, generar otra posición, discutir la complejidad de la vida en sus distintas alternativas de respuesta, y la libertad del mejor juicio frente a cada caso en especial, por medio de la riqueza mental de Kieślowski que sabe potenciar la (aparente sencilla) premisa anterior, que arguye que salvar la vida de un niño es lo más importante de cara a cualquier duda.
Uno de los libros que más me han entusiasmado, que son muy
pocos en realidad a pesar de haber leído una cantidad decente a mi parecer, y
es que se puede disfrutar y admirar a muchos autores pero los libros claves
para uno se reducen a un puñado, es Fiesta, de Ernest Hemingway. En dicha obra
se hace una elipsis muy especial, el hombre ideal de una mujer, la que es
libertina y podría dejar de serlo, no tiene intimidad sexual con ella a pesar de
sentirse una fuerte pasión y una compenetración particular entre ellos, deduciéndose la impotencia del personaje. En ese punto se abre el mandamiento
propuesto por Kieślowski. Y la pregunta de rigor ¿se puede amar plenamente a
alguien sin tener sexo con él/ella nunca? , que acompaña la siguiente menos
fácil de lo que creemos en general, ¿se puede ser fiel así por siempre y
sentirse realizados? Los esposos Hanka y Roman deberán encararlo enfocándose en
su sensibilidad, convicción y amor verdadero (es capital ver la enorme frustración que acaece, adaptarse y
superar la tragedia, más no tener hijos juntos). No obstante ella sufrirá la tentación del cuerpo, con un amante que
poco importa como persona para ella en realidad, Mariusz, el que si se siente
enamorado, y eso es tomado como irrelevante en parte ante lo que -y a quienes-
agrede y destruye, siendo simplemente un acto de placer y llenar un deseo primario
aunque natural y humano, que también es importante, pero ¿qué tanto de cara a la
infelicidad del amor de nuestra vida?, que es lo que Hanka aun joven y
físicamente atractiva debe asumir, sin poética, con lealtad, la cabeza fría, la
prioridad de su existencia, el respeto y el sacrificio a esa vera.
El decálogo claramente invoca un precepto en el cual Mariusz no repara (al que se le dibuja como gracioso, fresco, muy llano, como también incómodo y muy poco reflexivo), mirar en el otro, y es culpa de la humanidad que representa, la que no escucha ni ve alrededor y solo vive para sí, y que tanto dolor trae a Roman, en un conflicto mayor al usual de la infidelidad, pero ligado a una trama muy utilizada y que no presenta mucha novedad, tanto como hacerse complicado el ejecutar un melodrama digno visto los parámetros y el tema, sin manipular la ubicua artificialidad vacía, manida y plana, de donde Kieślowski sale airoso a un punto, con acciones/momentos dramáticos aceptables aunque comunes, no negándose dejarse llevar por lo esencial, el dolor, sino acometer con aplomo y explotación todo ello, conteniéndolo de forma más que decente en la cámara subjetiva del esposo espía o los viajes en bicicleta que suele hacer en su depresión y desfogue el protagonista, en el dejarse llevar por el deseo de autodestrucción, desconfianza, celos y decepción que anida ante la incapacidad que aqueja su matrimonio.
El decálogo claramente invoca un precepto en el cual Mariusz no repara (al que se le dibuja como gracioso, fresco, muy llano, como también incómodo y muy poco reflexivo), mirar en el otro, y es culpa de la humanidad que representa, la que no escucha ni ve alrededor y solo vive para sí, y que tanto dolor trae a Roman, en un conflicto mayor al usual de la infidelidad, pero ligado a una trama muy utilizada y que no presenta mucha novedad, tanto como hacerse complicado el ejecutar un melodrama digno visto los parámetros y el tema, sin manipular la ubicua artificialidad vacía, manida y plana, de donde Kieślowski sale airoso a un punto, con acciones/momentos dramáticos aceptables aunque comunes, no negándose dejarse llevar por lo esencial, el dolor, sino acometer con aplomo y explotación todo ello, conteniéndolo de forma más que decente en la cámara subjetiva del esposo espía o los viajes en bicicleta que suele hacer en su depresión y desfogue el protagonista, en el dejarse llevar por el deseo de autodestrucción, desconfianza, celos y decepción que anida ante la incapacidad que aqueja su matrimonio.
Éste decálogo hace mucho uso de la lírica y tiene de
hiperbólico (aún bajo lo que intenta atrapar, una gran frustración), de sentimental y compacto en resolver una problemática, lo que tiene de muy simple
e inevitablemente fallido en cierta manera, en convencernos al 100%, y con ello
me refiero a entusiasmarnos que no lo logra, aunque no podemos ser insensibles
y no anotar que nos conmueve un poco. No deja de ser un retrato efectivo,
claro y útil en cuanto al mandamiento (aunque redundante como cine, si bien éste es de hace como un
cuarto de siglo atrás), que se entiende de pies a cabeza, quedando en la memoria, y fuera
de esos límites aceptándose como un especie de placer culposo (valga la ironía
involuntaria de la inconsciencia), porque no se puede negar que estamos ante el
decálogo más débil en cuanto a sorpresa, desarrollo y argumentación, pero aun así uno entretenido.
El último decálogo es el que viene con notoria comedia,
donde muchos ven humor negro, y yo lo veo poco o medido la verdad (aunque
anoto que suelo ser algo ciego y distante con la comedia), ya que no creo que sea
lo suficientemente ácido para vanagloriarse bajo esa característica, aunque Kieślowski
no suela ser normalmente exagerado, sino más bien contenido, delicado si se
quiere, serio aun con la broma. No obstante, esa apertura con el hermano y
protagonista rockero cantando socarrón sobre los mandamientos nos remiten a un
autor que se toma las cosas sin demasiadas presunciones, de manera natural,
aceptando un lado moderno dentro de su estilo clásico. He aquí que hace gala notable de
esa vena que corona y cierra su conjunto con una sonrisa, una despedida bastante
amable.
En medio abordamos un sinfín de conflictos tras una herencia casual y alguna que otra tragedia bajo un tono relajado, cómico. Se centra en la pérdida voluntaria de un riñón a cambio de una estampilla inubicable en Polonia que completa una colección de tres décadas de existencia, que despierta tras el hurto total de la suma la desconfianza mutua de dos hermanos en lo que implica el título (habiendo un perro gran danés negro como señal múltiple de la culpa de tres sujetos de labores dudosas, sumada a su proclamada argucia). Giramos alrededor de una afición millonaria con los sellos de correo, la del excéntrico vecino recluido con un materialismo emocional que lo contenía menesteroso, ahora descubierto como padre, el que aparece brevemente en el decálogo ocho.
En medio abordamos un sinfín de conflictos tras una herencia casual y alguna que otra tragedia bajo un tono relajado, cómico. Se centra en la pérdida voluntaria de un riñón a cambio de una estampilla inubicable en Polonia que completa una colección de tres décadas de existencia, que despierta tras el hurto total de la suma la desconfianza mutua de dos hermanos en lo que implica el título (habiendo un perro gran danés negro como señal múltiple de la culpa de tres sujetos de labores dudosas, sumada a su proclamada argucia). Giramos alrededor de una afición millonaria con los sellos de correo, la del excéntrico vecino recluido con un materialismo emocional que lo contenía menesteroso, ahora descubierto como padre, el que aparece brevemente en el decálogo ocho.
No será demasiado divertido éste decálogo aunque alegra lo
suficiente, como reza esa declaración de que lo infantil abre paso a la
felicidad y al desfogue de las preocupaciones y responsabilidades; permite que
uno se olvide del mundo y simplemente se viva, mientras roba confabulaciones
bajo su frescura diáfana y al mismo tiempo audaz. Luce interesante acometer
un mandamiento a través de un tono cómico corrosivo, uno inteligente, viendo
que la idiotez, la ambición, la envidia intrínseca a cada mente insegura y el
continuo error sirven para sopesar una idea trascendente si se quiere. Es una
bocanada de aire para palear tanta melancolía, un colofón grato que concluye
con la ironía –y el sentido utópico- de que si todos tenemos lo mismo nadie
querrá lo ajeno, en la proclama ligera de un canto socialista de buena onda,
que sirve para soltar unas cuantas carcajadas y reflexiones, y anexarlo a
nuestras existencias interpretándolo de distintas formas, como con el
enriquecimiento que nos brinda éste hermoso decálogo que hay que ver, comunicar
y sobre todo cumplir y celebrar.