Podemos identificarnos y sufrir en cierto grado no tan
crispado con ese niño inmigrante africano que no quiere ser deportado y que tiene la suerte de encontrarse con
Marcel Marx (André Wilms), un viejo lustrabotas que tiene a su esposa sufriendo
una enfermedad de pocas probabilidades de recuperación y que al considerarlo un
niño grande no quiere revelarle la verdad; bajo la “frialdad” propia del
cine de Kaurismaki que deja que cada quien procese la información que ve. Lo
que no quiere decir indolencia sino es un tratamiento mucho más expositivo, más digno quizás, una aparente levedad disfrazada por una estética
artística que sugiere bajo otra capa distinta, que no genera un ataque visual. Se evita que los actores sobredimensionen o expresen descarnadamente sus padecimientos, y
aunque en toda la película vemos la precariedad de la situación económica de la
pareja principal, o la dificultad para conseguir clientes a los cuales limpiarle
los zapatos y hasta el no poder pagar comestibles básicos en una bodega, hurtar
algún pan baguete para llenarse el estómago y pedir una copa gratis de vino a
una amiga para paliar la dura jornada, se sobrelleva sin aspavientos situando un contexto realista, aunque por la invisibilidad y la indiferencia de la gente al lado del orgullo
y la entereza individual hacen del filme un ineludible llamado a tocar el corazón frente a ese mundo que es muchas veces una desgracia.
Kaurismaki impregna sus filmes de un aura de personalidad propia, con las miradas perdidas de sus personajes, aquí más convencionales y menos raros, teatralidad (menos obvia), música que acompaña como imitando pases de tango (marcados cambios), comedia simplona, dolorosa e imprevista, una ambientación de pocos objetos emulando una puesta de teatro, un minimalismo representativo, caracteres definidos pero vivos, una tragedia griega parca que logra torcerse en el último suspiro, ante la imposibilidad y reticencia de la felicidad, una de las más injustas que se nos pueda imaginar.
Kaurismaki impregna sus filmes de un aura de personalidad propia, con las miradas perdidas de sus personajes, aquí más convencionales y menos raros, teatralidad (menos obvia), música que acompaña como imitando pases de tango (marcados cambios), comedia simplona, dolorosa e imprevista, una ambientación de pocos objetos emulando una puesta de teatro, un minimalismo representativo, caracteres definidos pero vivos, una tragedia griega parca que logra torcerse en el último suspiro, ante la imposibilidad y reticencia de la felicidad, una de las más injustas que se nos pueda imaginar.
La sensibilidad se palpa en hechos, como el “sorpresivo”
acto del inspector, el ahínco de ayuda de Marcel, la confabulación de los
vecinos aun habiendo punto discordante o algún enemigo, tampoco falta crítica. Culpan
a la sociedad pero la subvierten con sus actos para bien del prójimo (el niño
que es como ellos, sólo frente a la peor adversidad,
como si no hubiera lugar seguro más que en el afecto de los demás). Se recrimina la idiosincrasia de la pobreza y la dureza con la que se trata a los inmigrantes, el que sobrevive en otro país pidiendo poco, a costa de perder su
identidad, cuando en el microcosmos de un bar yacen personas de varias partes del mundo.
Kaurismaki ubica su película en Francia, en el puerto que
inmortalizó Claude Monet y al que vemos en la fotografía rebozar en sosiego
como detrás de la turbulencia, pero es como si aun estuviéramos en su tierra
natal. La casita de Marcel, sus dos mudas de ropa en el armario o el preciado
cotidiano vestido amarillo de Arletty (Kati Outinen, musa del finlandés)
son ubicuos, des-territorializados, unánimes, y ese es el sentimentalismo más
elogiable, no necesariamente el incandescente, como lo ha demostrado el autor
con esta nueva obra que termina con unas plantas en flor, arguyendo un final de
“cambio”, y no lo ha sido en realidad, las características esenciales de
Kaurismaki están ahí aunque en partes contenida, el fondo de la trama se debe a
sus constantes (la bondad y el amor), como con la infaltable irreverencia en la
presencia de Little Bob (¿o no lo es?), un viejo rockero de la ciudad que nos
hace recordar la vena musical que impartió con los Leningrado Cowboys, cantante
que si no amista con su pareja no canta (reiteración contundente).Y cuando
creemos que ya no hay solidaridad, no hay humanidad, la soñamos en la gran
pantalla con un tipo llamado Marcel, notando que si uno disfruta viendo éste filme es porque cree en ello, a sabiendas que ya no nos pueden engañar, salvo si estamos
ante un maestro como Kaurismaki.