martes, 30 de noviembre de 2021

Spencer


No es de las mejores películas del talentoso director chileno Pablo Larraín, pero aun así tiene algunas virtudes y deja un saldo pasable en cierta medida. En ésta película Kristen Stewart interpreta a Lady Di o Diana de Gales o como finalmente se reconocerá, como Diana Spencer, en una obra que es algo obvia y repetitiva, pero que a fin de cuentas funciona. También hay mucho llanto, tensión, melodrama y hasta casi una crisis mental, todo de la mano de Stewart que en mucho del filme actuará como si estuviera siempre sola, con sus frustraciones, penas, decepciones y hasta desesperación, esa que la lleva hasta querer medio como a suicidarse con una escalera vieja, en un momento bien artístico, bien escénico y detallista en efectos. Diana sufre por el amor no correspondido del Príncipe Carlos (el actor británico y desconocido, pero prometedor Jack Farthing, que trasmite cierta melancolía suave en un empaque de dignidad ante el sufrimiento secreto). Carlos ama a otra mujer, que llegamos a ver que le coquetea en una iglesia y Diana llega a presenciarlo, suele ser humillada así, esto se nos manifiesta como no queriendo ni pudiendo evitarse quizá. No obstante Carlos le dice que debe verse obligado a tener relaciones con ella como si fuera algo desagradable, todo en el tono de sutileza que también se maneja en el guion de Steven Knight que a ratos puede ser escandalosamente cursi o excesivamente llorón, muy delicado hasta la afectación, a través de una Diana que no puede ser mala nunca y que todo el mundo dice amarla, inclusive la realeza siente piedad y lastima hacia ella, que puede ser infantil y hasta darse el lujo de ser boba, ir a vomitar repetidas veces -y arrojarse humilde y débil al costado del inodoro- y hacer mil y un escenas como con esa maravilla del collar roto por sus manos en la sopa, que luce una escena incómoda y magistralmente tensa. Diana es comparada con Ana Bolena, y al inicio suena algo tonto, pero a medida que lo piensas -y lo ves- se hace una comparación muy precisa; comparten muchas semejanzas, pero siempre haciendo ver a Diana como alguien intachable, golpeada por el entorno que tampoco pretende dañarla ni tampoco Knight, quien es muy respetuoso o cuidadoso en su guion. Toca llagas, pero luego afloja y deja limpio y despejado el terreno, deja muy poca perversidad en el aire. Parece como que no existen culpables, es más como una mala jugada de la propia vida o el destino caótico y azaroso, dentro de esa responsabilidad que Diana parece no contener en un machaque de humildad y llaneza de la personalidad que nos muestran de ella, la princesa del pueblo, y la dueña de un apellido sin mucho abolengo, Spencer, como cuando terminan en KFC tras una escena sumamente ridícula, poco digna de un cine serio, pero que se entiende como más que un desliz una empatía para calichines (cinefilia para dummies). Diana (Stewart) se arrastra cayéndose por las paredes, huye rota y maltrecha, dolida, intenta escapar y no puede (cosa que está en varias partes simbolizado, como con las cortinas), se va desmoronando y reincorporando -y volviéndose a caer- hasta llegar a dar con el water. Todo esto es muy exagerado, muy notorio en querer sensibilizar de la manera más primaria y medio que funciona y no tanto, todo a media caña o en baja sintonía, sobre todo para la gente exigente. Hay varios momentos donde se trabaja con la humildad de Diana, que se confiesa al cocinero o a su asistente que la viste, interpretada por Sally Hawkins quien interactúa un poco en el filme con quien es en la vida real Stewart, con su lesbianismo y su dirección de cine en ciernes, un agregado quizá de Larraín, que tampoco desentona, pero pega un poco de cursi también. Es un filme sobre el sufrimiento, sobre no encajar, también sobre ser continuamente golpeado, humillado y sometido y encima retenido en el mismo sitio para seguir recibiendo más golpes, todo bajo ese protocolo aristocrático que hace complejo y arduo disfrutar de tanta opulencia, curiosamente tanto dinero notoriamente no satisface y todo por culpa de tantas restricciones (representadas muy bien en el glorioso personaje militar que hace el gran Timothy Spall, pero que guarda una sorpresa), donde un simple espantapájaros desarma tanta imposición y ¿por qué no?, medio que funciona, es creatividad. Mucho sufrimiento más bien adormece, la exageración te pone insensible, pero para ser justos algo sobrevive, no toda fragilidad sirve, pero queda. Ningún filme de Pablo Larraín es malo, pero el presente está lejos de ser notable; a ratos tanto lujo, y perfección en ese sentido, más bien parece de telefilme.