Dos mejores amigos, Arbor y Swifty, se meten mucho en
problemas, más por culpa del primero que representa una mala influencia, el
otro es el niño grande y tonto de buen corazón como dicen todos, y él mismo se
conoce. Soy blando nos expresa en un momento de estar cansado de tanta fechoría,
pero evitando dejar de lado a su problemático camarada. Entre sus actividades
para conseguir dinero, ya que son de familias pobres inglesas, está recoger y llevar
material al negocio de un chatarrero, Kitten, que los explota, y un poco los
maltrata. Un diálogo nos coloca el panorama, hacen lo que los adultos
temen en la ley, para no tomar riesgos propios, y en esa búsqueda, está robar
cable eléctrico, pero también ayudar con su caballo, con el que se realizan apuestas de
carreras. En sí, ese es todo el contexto.
Estamos ante una cinta pequeña, algo repetitiva si se quiere,
al punto que da la sensación de estar dilatada a pesar de su corto metraje, si
bien varia dentro de sus mismas coordenadas, es decir, a razón de las
malacrianzas de Arbor. Somos participes de su insolencia y total espontaneidad como rebeldía, en el
colegio y con cualquiera, no respeta ni a su madre, y su refracción en Swifty
que por hacer de leal compañía le sigue, comparte culpas –como la expulsión
tras el bullying, el afecto y la ambigüedad de la lección- e hiere a su débil madre
–la de perenne rostro compungido, un cliché en sí, aunque existe y mucho- que
solo quiere que sea una buena persona, que estudie, siendo todo lo contrario a
exigente o autoritaria. Vivimos sus correrías tras objetos de metal para recibir una
propina. En ese trayecto se exhibe las personalidades de estos pequeños de 13 años, su libertad,
desarreglos y nobleza.
Es un retrato que maneja muy bien la idiosincrasia de la
adolescencia, sostenida por el vínculo de la amistad, eje del filme, que llega
a conmover como drama. Se da un vuelco de trascendencia, y en esa
novedad yace el punto fuerte y éxito del conjunto, cuando parecía muy poca cosa,
aunque ostenta además una lograda elucubración cotidiana, amplificada por los
exabruptos, arrebatos, enojos, gritos y un cierto cariz primario de ir a la
gesticulación violenta y a las acciones, aunque no terminen siendo extremas. Hay
mucha exaltación, que puede ser un recurso que se sobreexplota para dar con la
imagen que se quiere, de vivir entre gente ordinaria, pero también es que Arbor
propicia mucho la reacción ajena, al no contener su constante reto, intensidad
y osadía, que hasta toma pastillas.
La directora Clio Barnard no es que nos traiga algo arduo,
pero sabe enfocar y aprovechar su temática (el leitmotiv, el egoísmo, es el
trabajo de un 80% del relato para llegar a la simbología del caballo que es
cepillado), siendo un cuadro verosímil, cargado de energía, como sus criaturas.
Sabe reflejar a la clase trabajadora, aunque tienda a mostrarlos belicosos, sin
que lleguen a actos demasiado deplorables, ya que maneja en ellos también estados
de consciencia a fin de cuentas, aun habiendo “necesidad” de romper las reglas. Hay vandalismo y robo, se recurre a la picardía, que en los niños es producto
de una excesiva vitalidad y falta de una figura de autoridad. La permisividad
es flor de sus días. En ello la trama nos hace en buena parte indulgentes en cuanto a simpatías,
no obstante nos permite ver con claridad que requieren de mayor firmeza y de
una conducción.
Es una película que puede gustar a muchos, sin que sea de suma originalidad, pero sí que cautiva con los pocos y sencillos recursos que
administra, en como los ejecuta con humildad, solidez y sabiduría. Es un filme de
corte familiar con pinceladas de autoría muy leves pero harto
atinadas, que se ve con facilidad. Tiene una sensibilidad y perspicacia muy
femenina, maneja su sutileza, aunque posee contundencia intrínseca. Rechaza ser melodramático, y yo diría que se es en
todo momento opuesto a ello. Se esconde el rostro, se escurre incluso del acto literal de lo lacrimógeno,
se encierra uno a manera de la representación de desaparecer, de atrincherarnos,
mientras se espera el ataque o castigo, el juicio sentimental, el del alma, recurriendo
al gesto de compartir con la persona clave a la que se emparenta lo que se lleva en lo profundo. Va de la mano de un comportamiento atrevido, rústico, llano,
directo, que denotan masculinidad, y con
ambos la diafanidad universal, donde llega a haber plena complicidad tras una cruel
lección de vida.