No hay nada mejor que cumplir con un sueño o una meta que
atesoramos personalmente como uno de los puntos más importantes de nuestra
existencia, y con ello de paso –que no es poco, sino todo lo contrario- dejar
un legado para los demás, para el caso, histórico y artístico dentro del
séptimo arte, que es lo que ha hecho el director taiwanés Wei Te-Sheng en la presente película. Dejar plasmada la
rebelión de una tribu indígena taiwanesa de nombre Seediq, dividida en 12 clanes
rivales entre sí que tienen su razón de ser en dos rasgos predominantes, la
caza (incluida la de cabezas humanas), el dominar una parte de su entorno
natural y hacerlo suyo, y en sentirse ellos
mismos al obtener sus simbólicos tatuajes en sus rostros, producto de su
hombría o de lo que se espera de ellos en actos donde ponen en juego, al borde
del límite, sus vidas. Dentro de un levantamiento que se ubica hoy en una fecha
memorable del pasado de su país, atribuido como el incidente Wushe, zona en que
se desarrolló el acontecimiento, durante la ocupación japonesa de Taiwán el año
de 1930 tras el cambio radical de sus costumbres a partir de 1895. Donde más de
30 años de humillación, abuso, menosprecio y destrucción de su esencia gestaron
el germen de la que sería finalmente una batalla desigual pero vastamente
aguerrida entre 300 osados indígenas, muy salvajes, como se les llama,
decididos a la vera de su llamada ofrenda de sangre, contra miles de soldados del
Imperio nipón y su superior artillería, que estuvieron auxiliados por la
“traición” de otro clan Seediq y la experimentación de bombas de gas.
Esta tiene un antecedente, Wei Te-Sheng al no poseer la
cuantiosa suma que necesita para llevar acabo su sueño decide hacer otra
película, una muy distinta, como un paso
en su carrera que le reditúe en el futuro hacia alcanzar su ansiada meta, y no
se esperó seguramente semejante acogida.
No a ese impresionante punto. Su segundo largometraje, Cape No. 7
(2008), se convirtió en la segunda película más taquillera de la historia del
cine taiwanés, solo superada por Titanic (1997). Una película al uso de las que
suelen ganarse la acogida y simpatía de las mayorías, para la ocasión de corte
romántico y contemporáneo, muy simple y hasta bastante tonta, a la que este apelativo práctico
le cae como anillo al dedo. El típico lugar común de una edulcorada historia
repleta de ñoñería, con protagonistas calcados de los posters juveniles de
artistas, en una base argumental que juega con ello, asumido desde una
presentación musical que parece destinada al fracaso por no tener integrantes
cohesionados y congruentes, mientras surge un amor entre dos culturas con un
pasado conflictivo, por un lado el engreimiento de Aga (Van Fan), el que baila
al son de la figura del tipo cool oriundo de Taiwán pero bajo la clara imagen
universal americana , y por otro la rectitud, apuro, tensión y molestia de
Tomoko, una modelo japonesa venida a menos, que subyace emparentada con una
historia de fondo en donde la segunda guerra mundial distancia a una pareja con
el mismo problema intercultural, aunque exacerbado por un contexto directo. Que
tiene que ver con unas cartas que nunca llegaron a destino y rompieron el corazón de esta
antigua pareja en mención. Puede tener la trama unos condimentos algo
ingeniosos pero indudablemente el quehacer cinematográfico cae en ser demasiado
comercial en toda oportunidad y vacía todo potencial de sustancia y complejidad
para hacer algo insulso, sumamente superficial y a todas luces efectista -aunque
con algunos pocos toques de arte personal que lo disminuyen- de cara a la
expectativa general más básica que seguro cae en la gloria porque se apega a la
historia bonita y afín a la simpleza de nuestra actual modernidad, que tiene de
eterno encanto hacia lo fácil. Pero hay
que remarcar que es el hito máximo dentro del cine romántico taiwanés que ha
seguido un boom de su mano, y que como nos compete fue la solución que ha
financiado su siguiente película, la que gracias a los ingresos de Cape No. 7
se convirtió en la película más costosa de la historia de su país.
Pero no hay que ponerse tan serio con Warriors of the
Rainbow: Seediq Bale porque no lo es, es entretenimiento puro y duro, pero con
trasfondo histórico y cultural. Y es que viéndolo bien, aunque la forma de
tratar el cine cambia sin radicalmente distanciarse, es como haberles dado a
las damas lo que querían con Cape No. 7, y por supuesto a los más abiertamente
románticos, y la presente a los varones, ya que ostenta una cantidad de
violencia explícita que nada tiene que envidiarle a la película 13 asesinos (2010)
de Takashi Miike donde hubieron 50 minutos de salvaje combate entre una ínfima
cantidad de samuráis frente a una masa “imposible” de enemigos, tanto que
parece que un año más tarde lo han superado, ya que aquí la segunda parte del
filme, conocida como El puente arco iris nos entrega cerca de hora y media,
dentro de las más de 2 horas de duración, de batallas sangrientas de estilo
gore, resaltando distintas formas de muerte en combate, sin contar la dureza
que implica digerir los implacables suicidios de las mujeres y niños de los Seediq,
que principal y masivamente penden de cuerdas ahorcados en la selva. Es una
matanza atroz la que expone el filme, como lo exhibe. Su alto contenido de
acción bélica no tiene nada que envidiar a ningún acontecimiento mayor, a ninguna
guerra, tanto que quizá es más dura de ver por su salvajismo en varios métodos
para matar. La sangre fría es notoria, es parte de esta cultura indígena. Un rasgo de identidad de la trama, porque se
tiende a subestimar a los aborígenes, que demuestran una convicción de
autoinmolación y asesinato implacable, avasallante y que domina la esencia de
la película (en un momento surge una reflexión que rectifica una primera
impresión, ¿no estamos ante una especie de bushido?), aunque habiendo
características que aborda y que suman como su concepción de la muerte, en que
la dignidad y el alma lo es todo, morir no significa nada si se va a vivir
en afrenta, sobrevivir no es una opción decente si pierden sus costumbres, su
yo verdadero, como en el significado del nombre de su tribu, que quiere decir
hombres reales.
A los Seediq los vemos alegres cuando están en su elemento,
son asesinos natos, no lo podemos negar, y no se figuran de esa forma sino de
una manera más aceptada dentro distinta creencia cultural a lo que usualmente
se conoce como civilización (no desmienten esa imagen, aunque luce más compleja
de lo que creemos, y viendo el uso de armas de fuego entre ellos se adaptan sin
suprimirse, no obstante resultan una amenaza constante según apreciamos, el
choque cultural es inminente y más con una invasión y dominación a cuestas).
Matar en ellos es una especie de orgullo, un modo de vida y un existencialismo,
bailan y cantan alevosamente pensando al respecto, mientras minimizan nuestras
concepciones de lo que es derramar sangre, sus danzas son exageradas, pero sin
perder un cierto halo de seriedad, y es algo notorio como cuando están
deprimidos alcoholizándose o efusivos bebiendo de un mismo tarro en medio de dos
bocas juntas. En el filme subyace una
constante idea de intensidad de vida suprimiéndola o pereciendo, la historia es
un poema de muerte, de gente macabramente poética en un tono vitalista, algo
que no es muy occidental y que se trata muy bien. No engañar con esos aspectos,
mostrar el salvajismo o la verdadera esencia es un factor a alabar de esta
obra, aun recriminándole un regodeo con lo explicito hasta llegar al exceso que
roza con lo inverosímil, con una cercanía con lo ridículo y falso, lo
ciertamente chocante, no obstante no pierde sentido y fuerza en conjunto.
Estamos ante un goce visual, una exclamación de violencia justificada en buena
parte y a la vez tan libre que tiene mucho de entretenimiento, de moverse con
algunos heroísmos sobredimensionados y artificiales, en los que sobresale
inconfundible su máximo exponente, para bien y para mal, a un lado efectivo
y a otro caricaturesco, como todo el
filme, en la presencia de Mona Rudao (Lin Ching-Tai), el líder de los Seediq,
el que capitanea los ataques que vemos que empiezan en la primera parte
titulada La bandera del sol naciente, en alusión a la llegada y control nipón,
poco después de ver a Mona en su hábitat como un tipo especialmente dotado para
ser un asesino, visto como héroe, en donde se confunden ambas definiciones en
una, se fusionan y sacan algo positivo dentro de su cultura. Aunque puede ser
desconcertante y hasta intimidador, un ser peligroso, convencido de sus ideales
que lo hacen un jefe innato y la voz de una representación. Pero pensando que
no todos los Seediq piensan igual que él, y lo tienen muchos por enemigo, tanto
por su personalidad como por una competitividad que es parte de este tipo de
aborigen.
Destacan las canciones autóctonas que justifican y se
amoldan al conjunto como un detrás de los hechos o entre los mismos personajes en pantalla,
cantadas armoniosamente a capela. Nos describen el espíritu del filme, algo que se
da a menudo, la explicación siempre está presente, como en el ataque a las
comisarias en que se razona diciendo que hay
asuntos en que la forma ampara el fondo de lo que se busca, como una
lectura simbólica, además, de lo que observamos en el ecran. En dichas
agresiones se matan no solo a militares y policías extranjeros e invasores sino
a familias japonesas y hombres desarmados; se le perdona la vida a muy pocos.
Esta puede verse como una virtud de este cine taiwanés abierto al público, en
donde existe la autoría, no solo por la violencia poco afín a la unanimidad,
sino por mostrar un cierto realismo que de cierta forma puede verse como
imparcial, es decir presenta tanto lo deplorable como lo rescatable, si bien el
nacionalismo y la demonización nipona es flagrante, aunque también atenuada
porque tampoco podemos desmerecer u obviar algunos momentos de humanidad
japonesa, que son los menos, como tampoco una crítica hacia los salvajes que se
deprende aun abalando el proceder de los aborígenes ya que no todo el accionar
indígena parece el idóneo a nuestro entendimiento.
Es una historia que a pesar de tener un héroe ensalzando es
como una visión coral de los Seediq, como en la visualización mental de un
moribundo Temu Walis que ve a Mona Rudao en un rival de su clan, todos son una
única persona y ninguno son uno solo, es la articulación de muchos exponentes
que en interpretación simplemente cumplen su rol, aunque habrán personajes que
recordaremos, como los hijos o el padre del principal líder salvaje, el niño
que quiere ser un héroe de su tribu, o los dos policías asimilados al
Japón siendo aborígenes, como por su lado nos quedan otros dentro de los
japoneses, el general Oshima, que aunque breve sobresale perfectamente como el
pensamiento de una potencia, y Genji Kojima (Masanobu Ando), jefe de una
comisaria que clama venganza, junto con el temeroso y amigable comerciante que
vende licor o el policía que detesta a los Seediq y que motiva por su lado el
ataque de ellos. No son nombres que queden demasiado en la mente pero funcionan
muy bien al alimón del conjunto.
La película, porque es solo una, dura 4 horas y media,
dividida en dos partes, pero que son plenamente continuas, una no existe sin la
otra, hay que aclarar, sobre todo la segunda parte, claro está, que sería el
asunto en sí tras el background de la primera.
Estamos ante algo muy cinematográfico, una propuesta comercial con el
toque de atrevimiento y la huella dactilar de Wei Te-Sheng. Lugar en que no se puede creer
que todo sea verdad, refiriéndonos a la precisión del contexto histórico, en que aparte de eso las batallas en definitiva se pliegan bastante a la
magnificación y al entretenimiento, sin embargo ayuda mucho a plantearnos el panorama,
a recrearlo y mucho a vivirlo, a sentirlo y gozarlo como si estuviéramos ahí,
en lo posible ya que hay ratos en que nos distanciamos, mucho en la exageración. El
tiempo vuela, no se percibe como un lastre, aunque nos exige algo de paciencia
con cierta reiteración. Los efectos especiales son maravillosos, hay una
exaltación al respecto, una inversión visible. No es de mucha belleza visual,
pero tiene sus momentos, como con el rojo de la naturaleza, el de los cerezos
en flor, que admiran muchos personajes y a lo que no podemos faltar tampoco.
En definitiva, una película que puede ser todo lo diáfana criticable -que
también un poco en parte es un don en las definición de cómo son en síntesis
los Seediq- pero que termina siendo sumamente atrapante a pesar de los errores.
Una de esas obras que finalmente pagan el esfuerzo de un sueño hecho realidad.
En un placer “culposo” bastante digno de alabanza.