martes, 18 de marzo de 2014

The Selfish Giant

Dos mejores amigos, Arbor y Swifty, se meten mucho en problemas, más por culpa del primero que representa una mala influencia, el otro es el niño grande y tonto de buen corazón como dicen todos, y él mismo se conoce. Soy blando nos expresa en un momento de estar cansado de tanta fechoría, pero evitando dejar de lado a su problemático camarada. Entre sus actividades para conseguir dinero, ya que son de familias pobres inglesas, está recoger y llevar material al negocio de un chatarrero, Kitten, que los explota, y un poco los maltrata. Un diálogo nos coloca el panorama, hacen lo que los adultos temen en la ley, para no tomar riesgos propios, y en esa búsqueda, está robar cable eléctrico, pero también ayudar con su caballo, con el que se realizan apuestas de carreras. En sí, ese es todo el contexto.

Estamos ante una cinta pequeña, algo repetitiva si se quiere, al punto que da la sensación de estar dilatada a pesar de su corto metraje, si bien varia dentro de sus mismas coordenadas, es decir, a razón de las malacrianzas de Arbor. Somos participes de su insolencia y total espontaneidad como rebeldía, en el colegio y con cualquiera, no respeta ni a su madre, y su refracción en Swifty que por hacer de leal compañía le sigue, comparte culpas –como la expulsión tras el bullying, el afecto y la ambigüedad de la lección- e hiere a su débil madre –la de perenne rostro compungido, un cliché en sí, aunque existe y mucho- que solo quiere que sea una buena persona, que estudie, siendo todo lo contrario a exigente o autoritaria. Vivimos sus correrías tras objetos de metal para recibir una propina. En ese trayecto se exhibe las personalidades de estos pequeños de 13 años, su libertad, desarreglos y nobleza.

Es un retrato que maneja muy bien la idiosincrasia de la adolescencia, sostenida por el vínculo de la amistad, eje del filme, que llega a conmover como drama. Se da un vuelco de trascendencia, y en esa novedad yace el punto fuerte y éxito del conjunto, cuando parecía muy poca cosa, aunque ostenta además una lograda elucubración cotidiana, amplificada por los exabruptos, arrebatos, enojos, gritos y un cierto cariz primario de ir a la gesticulación violenta y a las acciones, aunque no terminen siendo extremas. Hay mucha exaltación, que puede ser un recurso que se sobreexplota para dar con la imagen que se quiere, de vivir entre gente ordinaria, pero también es que Arbor propicia mucho la reacción ajena, al no contener su constante reto, intensidad y osadía, que hasta toma pastillas.

La directora Clio Barnard no es que nos traiga algo arduo, pero sabe enfocar y aprovechar su temática (el leitmotiv, el egoísmo, es el trabajo de un 80% del relato para llegar a la simbología del caballo que es cepillado), siendo un cuadro verosímil, cargado de energía, como sus criaturas. Sabe reflejar a la clase trabajadora, aunque tienda a mostrarlos belicosos, sin que lleguen a actos demasiado deplorables, ya que maneja en ellos también estados de consciencia a fin de cuentas, aun habiendo “necesidad” de romper las reglas. Hay vandalismo y robo, se recurre a la picardía, que en los niños es producto de una excesiva vitalidad y falta de una figura de autoridad. La permisividad es flor de sus días. En ello la trama nos hace en buena parte indulgentes en cuanto a simpatías, no obstante nos permite ver con claridad que requieren de mayor firmeza y de una conducción.

Es una película que puede gustar a muchos, sin que sea de suma originalidad, pero sí que cautiva con los pocos y sencillos recursos que administra, en como los ejecuta con humildad, solidez y sabiduría. Es un filme de corte familiar con pinceladas de autoría muy leves pero harto atinadas, que se ve con facilidad. Tiene una sensibilidad y perspicacia muy femenina, maneja su sutileza, aunque posee contundencia intrínseca. Rechaza ser melodramático, y yo diría que se es en todo momento opuesto a ello. Se esconde el rostro, se escurre incluso del acto literal de lo lacrimógeno, se encierra uno a manera de la representación de desaparecer, de atrincherarnos, mientras se espera el ataque o castigo, el juicio sentimental, el del alma, recurriendo al gesto de compartir con la persona clave a la que se emparenta lo que se lleva en lo profundo. Va de la mano de un comportamiento atrevido, rústico, llano, directo, que denotan masculinidad, y con ambos la diafanidad universal, donde llega a haber plena complicidad tras una cruel lección de vida.

sábado, 15 de marzo de 2014

La filmografía de Armando Robles Godoy

Armando Robles Godoy es un realizador antiguo, su última película fue en el año 2000, pero su quehacer artístico se remonta hasta los 60s, y del que se dice que una de sus películas, La muralla verde (1970), es la mejor de todo nuestro séptimo arte. Tenía que comprobarlo y de paso conocer toda su obra, que cuenta con 6 largometrajes, de los cuales no he visto sólo Ganarás el pan (1965), su ópera prima, y queda para un futuro próximo.  

He visto dos veces La muralla verde a ver si contenía el importante título que se le otorga, de ser la película número 1 del cine peruano, aunque tampoco es que hayamos hecho muchas grandes obras, pero como en todo lugar las hay y ésta encaja entre las merecidas a elogiar. Sin embargo no me parece la mejor, ni siquiera dentro de su filmografía, pero si una muy estimable propuesta, pensando en lo que nos dejó Armando Robles Godoy en conjunto, algo a valorar mucho como parte de la riqueza cinematográfica del Perú.

En la selva no hay estrellas (1967)


Ésta película es un gran comienzo para revisar la obra de Armando Robles Godoy, que se parece mucho a La muralla verde, parecen hermanas gemelas, hechas bajo las mismas características, cualidades y defectos, pero En la selva no hay estrellas es más cautivante en su relato, aun siendo una historia muchas veces contada, la que se basa en un cuento del propio Robles Godoy, como La muralla verde en una novela suya, que nacen de su experiencia de colono por casi una década en la selva. Es la historia de un oportunista y tramposo, un tipo que mata por dinero a un hombre supuestamente correcto, un líder comunal, en la Sierra, mismo western o película bélica de francotiradores, quizá de ambas, lo cual invoca emoción de lo que es plano de por sí. Tratamos con un criminal que quiere robarle el oro en polvo escondido en unas botellas de cerveza a una anciana legendaria que vive con los indígenas y lo salvaje en plena selva.

En la selva no hay estrellas me suena un poco premonitoria al Coronel Walter E. Kurtz (Marlon Brando), a Apocalypse Now (1979). Sin embargo se queda en mero pretexto, aunque uno bastante bueno, reconozco, ya que el rey de la historia, el protagonista, es simplemente conocido como el hombre (Ignacio Quirós), un viajero que irónica pero sagazmente se da a conocer por buscador de oro, que acude a conocer y aconsejarse de a quien solo se le llama la vieja. Los títulos son funcionales, como muchos personajes, pero anuncian más que una falta de creatividad la importancia de las formas, de la aventura y el juego que éstas proveen, su verdadero fin. Su fuerza yace en el recorrido de la selva que requiere del ingenio para seguir sorprendiendo. La vieja es rica aunque únicamente acumula el oro, sin mayor razón, el que ha encontrado en grandes cantidades; dice que ha perdido el motivo, mientras es idolatrada y cuidada por los indios, que impiden cualquier robo, pero que atrae a muchos tras el rumor de esa mítica riqueza.

Es una historia muy atractiva, sin duda, y es que uno no se cansa de meterse en ellas, y hay que decir que Robles Godoy tiene sus muy buenas virtudes contándonosla en su realización. Por decir una, darle matices a su antihéroe, que es detestable por un lado, como el trato que le da a su novia y que suscita una tragedia, o por su naturaleza ambiciosa que quiebra cualquier precepto humano. Pero a su vez le da remordimientos, o nos sensibiliza con un pasado de pobreza, con una poética que se maneja muy bien, con el niño que fue. Crea una hermosa y audaz ambigüedad. Y no podemos dejar de lado su cariz de Indiana Jones (de En busca del arca perdida, 1981), su intrepidez y carisma. La lucha a muerte que arranca en la película.

Los flashbacks sostienen el contexto central en que el hombre intenta salir de la jungla con su botín. Éste botín es el verdadero enemigo, como anuncia la vieja, aunque al final lo sea él mismo y la frustración de la leyenda, la inminente derrota de un karma. Los flashbacks imprimen novedad. Engrosan la trama que brilla en el potente protagonismo del argentino Ignacio Quirós que con buen ojo del director saca una performance imponente, la misma que se verá en el mexicano Julio Alemán. Para muchos no será su filme más importante dado su cariz “primerizo” y de aventura (que en La muralla verde también está como algo autobiográfico), pero siendo su propuesta más entretenida y confabuladora con el espectador, más accesible, y en general bien ejecutada, es una más idónea opción de introducción, y una mejor elección a cualquiera suya en plano emotivo, de goce.

Puede que se vea alguna crítica social y política debajo, pero no tiene que ser la prioridad, felizmente, aunque deja ver una inclinación de denuncia, la que acompaña siempre a Robles Godoy como complemento de su arte, aunque creo fehacientemente que más pesa su cualidad de contador de historias, y suena más destacado verlo de esa forma, porque como se ve en La muralla verde esa vocación puede tender –que no llega a hacerlo- al fallo del conjunto, o ser demasiado notoria pero dentro de un arte mayor, como en Espejismo (yo confieso que el cine social no es mucho de mi agrado, pero nunca me cierro a darle una oportunidad al cine).

Es notable ver que para 1967, nuestro cine buscaba la innovación, tenía ese atrevimiento, es una película que tranquilamente puede convencer al público más cinéfilo, o a quienes no sean necesariamente cazadores de rarezas.

La muralla verde (1970)



Si algo tiene claro uno cuando ve esta película es que está ante una obra ambiciosa, aunque en el trayecto se contengan varios defectos, como con la edición abrupta, la que no fluye imperceptible, la que denota intención. Otro es la forma de hablar de los actores, parece que declamaran, los que por momentos lucen como si estuvieran leyendo, hay cierta rigidez (yo diría que un poco en general). Pero una vez acostumbrados a su forma de expresión artística, como con los continuos flashbacks que dan una estructura personal al conjunto, al que se le suma un cierto naturalismo y un sonido que influye como marca de casa, es como entrar a un mundo personal, en donde una vez acostumbrados empezamos a apreciarlo, a sentirnos absorbidos por él, aunque en sí nada del otro mundo se nos cuenta, la verdad, pero con la solvencia de quien sabe ser un buen narrador, incluso poniéndose mayores complicaciones en sus formas de exhibición. Robles Godoy crea arte, hace cine en toda palabra, aun cuando todo no es perfecto.

El escenario principal es la selva, la diosa región que trata de ser domesticada, la que es un escape, una oportunidad y una apertura. El “paraíso habitado”, no temido, sino apreciado, tratado como cotidiano siendo un lugar arduo en su misterio y cualidad de salvaje e impredecible. En todo momento vemos esa casita de madera en medio de la inmensidad de lo verde y de las aguas, pero también apreciamos como el hombre no se doblega, como busca dominar la naturaleza. Más allá queda la ciudad de Tingo María  y aunque todo lo es en realidad el otro espacio parece independiente, representa el corazón de la selva. Tingo María luce como una especie de sucursal, inferior al uso, de esa Lima burocrática que tanto enoja a Mario (Julio Alemán) y a cualquiera, pero a la que uno se resigna, como a la continua lucha contra el desempleo, la borrachera, la corrupción, la pobreza, la pesadez de vivir o la sobrepoblación con todos sus males a cuestas.

Mario vive con su esposa Delba y su pequeño hijo Rómulo, y nada es fácil ahí como uno hubiera creído como escape ante Lima, y aunque distinta a la capital, yace igual de compleja en otras muchas características que versan en una nueva forma de vida (algo que no se sobredimensiona, incluso no se explota tanto, y se debe a alcances más maduros, de apreciar con mayor coherencia, calma y cariño el entorno). Hasta ahí llega el poder del gobierno, a diferencia de lo que solemos creer y sostener, aunque es más torpeza y distancia que ayuda de progreso, como la llegada del presidente, formalismo e invisibilidad.

Luego de una aclimatación al paraje, viene el recuerdo de un proceso para conseguir un lote en la selva, tras cimentar un hogar, y más tarde una desgracia. Es un filme que se sustenta mucho de sus formas, su estructura, su tempo, y en ello puede molestar un poco, pero en sí sabe otorgarse realismo, superando la imperfección. Tiene fuerza emotiva e intensidad, maneja muy bien sus conflictos, que son dos, conseguir un terreno en Tingo María y salvar al hijo de una mordedura de serpiente. Otro punto es que sabe construir aprecio por sus personajes, cuando les genera un background desde la proximidad a nuestra idiosincrasia humana y peruana, siendo muy simpática la escena de la primera noche de casados, tiene su gracia, como con ese ardor de la excitación muy típico de nuestra jerga (se ve un erotismo trabajado, como en el tul del arranque). Es una película que asoma con nuestra esencia, que articula algunas críticas políticas llevándolas al terreno del relato, si bien parece en parte por ese lado documento histórico. No obstante no llega a abrumar mucho, ni a malograr la cualidad de narrador, que se sostiene muy bien. Sí, es una muy buena película, pero no la número uno, y yo diría que mejor apuesten por empezar por la anterior dentro de su filmografía.

Espejismo (1972)
Ésta película fue nominada a los Globos de Oro de 1973, y Robles Godoy la tenía por su principal obra, y coincido que es la más lograda de todas las que hizo, aunque la más apasionante sea En la selva no hay estrellas (que dicen que el título es por lo tupido de los árboles que cubren el cielo y no permiten verlas, a diferencia de lo que me ha parecido, que era que todos somos iguales en la metáfora de la selva, bajo una idiosincrasia reprobable si se quiere, algo como la pobreza por mencionar una alusión). Espejismo es una propuesta que llega a vencer varios defectos pasados, y a un punto parece una pequeña reinvención, algo que acompaña la filmografía de éste director, hasta en tres oportunidades, con cuatro muestras “distintas” de lo que entendía por arte, no obviando tampoco que tienen claramente muchos nexos en común y como se sabe una filosofía creativa propia detrás, la del lenguaje misterioso.  

Ésta vez deja sus flashbacks, aunque nuevamente sigue una línea en el presente y otra en el pasado en su estructura formal, conjugando los tiempos de forma menos marcada (los fragmentos son menos palpables). Hace creer que dos historias distintas, unidas por un niño en común, la de su amigo que se muda de Ica a Lima al no tener sus padres oportunidades de progreso, y la de un amor prohibido castigado por ser de distinta clase social, pertenecen al “mismo plano” y contexto temporal (véase el hurto de la uvas de un terreno desconocido pero intuido de a quién puede pertenecer, una trampa), siendo un as de ingenio que hace de cada pieza un poético rompecabezas perfectamente concebido y entendido por el espectador, ya que Robles Godoy es audaz pero nada críptico, si bien deja algunos lugares sin resolver, al libre albedrío y a la elipsis (la pareja de enamorados).

Los pequeños detalles, que son trascendentes en todo arte cinematográfico, también son parte del repertorio de éste director, y juegan a unir lugares, como lo que rodea el descubrimiento del niño que repite el enigma de ¿Quién es el hombre que corre?, que vive en una narrativa romántica. Ésta se devela como un cuento con cierto aire gótico, aunque nos traten de cautivar con el escenario de los arenales, en los partidos de fútbol que llevan una saludable y referencial lírica nacional, al menos desde esa niñez que juega descalza, mataperrea libre en toda sencillez. Vaya mezcla me dirán, pero hay una casona abandonada y a medio derruir, habitada por una especie de leyenda, que finalmente tiene un sustento "real" que conoceremos.  

Algunos detalles dan complejidad y color a la narrativa, como esa quema de máscaras de presencia amenazante en medio del rezo de un poema sobre sufrimiento existencial, contextualizado en nuestra idiosincrasia, como muñecos de año nuevo, rituales populares. Se codean con discursos religiosos contrastados con la realidad para ser desarmados, como también una introspección y crítica social que finalmente se difumina como parte de un relato artístico, que tiene éxito en hacerse de esa forma. Tiene distintas lecturas, una puede pasar desapercibida ante otra dependiendo el espectador, pero que saben fusionarse, como la imposición del silbido para que no se coman la uvas del terrateniente autoritario y déspota, con la subversión de ello en un cántico revolucionario. Hay originalidad en presentar la parte de cine social. Tiene también sus lapsos menos discretos, como en el contraste de la pisa laboriosa de uva y una procesión festiva con un Señor en andas, un escenario cultural y quizá una crítica a la unión de dos realidades que se influyen mutuamente. Pero también están provistas de belleza.

Robles Godoy tiene el don de saber fabular su propia historia bajo aguas conocidas, pero creando ésta vez una estructura y unas formas mayores a sus antecedentes, más sabias, más elegantes, sin perder sus rasgos, como esa pelota lenta moviéndose en la cancha, esa música instrumental peruana que circula constante o esa dunas y sensación de espejismo que invoca toda la obra. Rupturas, comienzos, revelaciones, sanación. Quitando algunos momentos ideológicos, su historia está muy bien conseguida. Pudo ser más limpia, pero el resultado es tanto personal como muy peruano, y con una estética y calidad de por medio que hacen de éste un trabajo no tan subyugador internamente pero que produce bastante admiración por la buena conjunción de sus elementos, venciendo al cliché y al panfleto.

Sonata soledad (1987)



Robles Godoy, como Tarkovsky, cree que el buen cine tiene muchas semejanzas con la música, y qué mejor forma de defender éste punto que haciendo cine guiado por composiciones musicales (Heitor Villa-Lobo, Ludwig van Beethoven, Carl Orff), en tres segmentos independientes que versaran sobre la soledad, como anuncia el título. Es un trabajo dedicado a sus alumnos de taller cinematográfico, y a todo aquel que conciba el cine como arte, con algo que requiere entrega aun no habiendo premio de por medio, lo que en buena parte le sucedió a éste director durante su carrera, aunque hoy goza del reconocimiento y el descubrimiento de muchos amantes del séptimo arte en el Perú.

Se dividen en tres movimientos, Tempo, Contrapunto y Variaciones. El primero es bastante fácil de interpretar y ya se ha visto a menudo, pero está bien hecho, tiene de personal. Se trata del mismo director, de Robles Godoy, evocando etapas pasadas, como la infancia, la suya o la que representa a una idiosincrasia general, siendo más seguro que sean ambas, la de la represión sexual que promueve una iglesia ortodoxa, donde se recrimina la masturbación de un niño, hasta con un golpe en sus partes nobles, o los deseos sexuales sin ataduras en la temprana juventud que deben esconderse aun sintiendo felicidad (viviéndose una cierta nostalgia en capas mentales que separan lo bueno y lo malo del pasado), recreados con el juego en la maleza o en las doncellas corriendo libres por el campo.

Bajo la atenta observación quieta pero cómplice de nuestro protagonista se miran variadas expresiones de cariño y pasan distintas edades, ancianos en un tren, chiquillos por un bosque o jóvenes Romeos delante de balcones de casonas, mientras en éste ambiente de aire rural algo empieza a desaparecer, a olvidarse, se destruye lo anacrónico o pasado de moda, lo que yace al parecer superado. La introspección final da una mirada optimista frente a una época opresiva que encontraba sus momentos de libertad y alegría como defiende y llega a expresar el conjunto; ésta visión llega a consolidarse.

El segundo es claramente el mejor del grupo, un poco enredado pero finalmente comprensible, se trata del desdoblamiento, de la proyección del pensamiento, de la mirada al pasado y al futuro, de segundas oportunidades, de pensar en la salvación del amor de una realidad matrimonial, de la pareja formada por los conocidos actores Orlando Sacha y Elvira De La Puente. Es la profundización a través de distintos escenarios superpuestos, que indican un antes y un después o una vía de escape, hasta la ficción de una máquina de escribir. O es la soledad de una mujer y el desconcierto y la ceguera de su marido. Maravilloso, redondo, en sus tantas lecturas.

Por último llega el desastre, pero visto como un ejercicio de cine, un juego cinematográfico de arte, sin darle demasiada importancia a lo que cuenta, genera cierto aplauso. Es metacine que inmiscuye a un trío de amantes, una mujer (la hija del director, la poeta Marcela Robles, que nos enseña una cara atrevida, con besos apasionados a diestra y siniestra, que se hace también bastante divertido, sin otorgarle mayor dimensión) y sus dos amantes, o un marido (director) y una infidelidad (un operario de grúa); en todo caso la liberalidad de la dama termina matándola (el que abra los ojos ante la cámara inmóvil es algo a lo que uno no se resiste o espera). Se llama variaciones e implica como antes alternativas, pero se ejercen de forma poco clara, inconclusa, demasiado entremezclada y no tan significativa, que uno se queda solo con la visión de la plasticidad creativa, sin atender el fondo, y queda algo más que decente. 

Imposible amor (2000)



Con éste filme salta la pregunta de rigor, ¿estamos ante un bodrio de escala mayúscula o una película incomprendida aunque fallida?, y yo creo que la percepción general apunta a ser radical, apunta a que habrán muchos más del primer grupo, aunque que dilema si admiramos a éste director por cuatro de sus seis películas (habiendo mucho consenso en la maestría de tres de ellas, La muralla verde, En la selva no hay estrellas y Espejismo), pero intentando dar algún veredicto yo creo que oscila entre los dos lugares de la interrogante, tiene de ambos, y uno queda balanceándose a un lado y a otro.

Se trata de cuatro historias de amor imposible, como invoca un título preciso. Hay dos que terminan nadando en el cliché y el facilismo, sin ser la intención.

Uno es el relato de una periodista ruda, sencilla, de calle, en la actriz Mónica Sánchez, que gira alrededor del enojo de tener que entrevistar a alguien de quien detesta su personalidad pública, sin tratarlo directamente, y lo deja ver flagrantemente bajo trazo grueso, tanto que los dos parecen caricaturas y no objetos de ninguna profundización romántica y sensual como se pretende con un aire pseudo trascendental que se oye -en mucho- forzado, incluso hueco, mostrando los artificios endebles de un magma quizá mejor, mal encaminado. Ese hombre es un intelectual claramente antipático (en el uso de arquetipos mil veces manipulados en telenovelas). Basta escuchar su efectista exposición que borra de sopetón nuestro cine, un lugar común sea dicho, con el mismo Robles Godoy de interlocutor que lo usa como representante de sus disgustos, frustraciones y llamados de ayuda política y cultural para el séptimo arte nacional. En ésta historia se explota demasiado lo sexual al punto que uno pierde toda esperanza de que remonte su débil argumentación, ya que en realidad se trasparenta superficial. ¿Pueden creer que llegue a incomodar ver desnuda a Mónica Sánchez?, no por las razones buscadas sino porque uno tiene otras expectativas artísticas con la propuesta, y ve irse al diablo todo ello, aunque lógicamente no lo ha notado el autor de esa manera. Finalmente termina fabulando una audacia de que todo pudo ser producto de la imaginación literaria, la cavilación del apasionamiento dentro de un idilio complicado entre dos polos opuestos, efímeros pero cargados de placer y alta excitación, plena realización, y como se deduce, puede ser engañoso, o quizá ser mejor de lo que creemos a simple vista, y queda una cierta duda, una intención que no llega a tener todo el éxito esperado.

El otro es sobre un anciano pianista que ve todo el tiempo en la gente que le rodea a quien suponemos su difunta esposa, o el amor de su vida en todo caso, plasmada en la juventud, simpatía (sonríe todo el tiempo en cada rincón) y belleza de la actriz Gianella Neyra (de quien su mejor aporte es exhibir su anatomía en un piano, mostrando sus voluptuosos senos). Y es algo muy gastado, y que se repite hasta el hartazgo, como si fuera comercial de televisión. Puede que algunas conexiones lejanas con las otras dos historias, en transfiguraciones y algunas ambigüedades (que lastimosamente luego se evaporan) hubieran podido ser un espacio creativo fértil, pero se desaprovechan, y queda la noción de un relato menor, repetitivo, cansino y muy poco en cuanto a alguna reflexión mayor.

Una tercera historia es como un sketch, que termina siendo grotesco, ya que la desinhibición termina matando la dulzura y gracia de la actriz Vanessa Robbiano, cuando suele poner de cabeza a San Antonio y le pide el milagro de ser correspondida por un seminarista, interpretado por Giovanni Ciccia. Su polémica no produce el efecto esperado, siendo banal, manido, sensacionalista, más que trasgresor y edificante en su rebeldía. Y es que a ratos el conjunto requiere de mayor consciencia, ponerle filtro, complejizarle, aunque revela puntos de vista de Robles Godoy sobre el mundo. En un diálogo nos hace escuchar que la estupidez es lo natural (superpuesto en dejar manejar a un niño). Parece revelar gustos íntimos, como con la mención de una experiencia con el compositor alemán Mendelssohn en el personaje que interpreta Javier Echevarría –en una de sus revelaciones a tomar por serias, ya que todo su composición no da para ello, sin querer- y quizá un poco alter-ego de éste cineasta peruano, que hay que decirlo, suena en parte pedante en su utilización (no pinta color, chirria), a diferencia de ponerle ese mismo nombre a un toro del que se encariña un chiquillo, que funciona, en La muralla verde.

Sobresale un relato de los cuatro expuestos, que resulta interesante, y paradójicamente es el más leve en cuanto al concepto que se atribuye todo el conjunto en su rótulo. Flota en el aire una conseguida diafanidad, en el teatralizar unos conflictos familiares con respecto al cuidado de un hijo, con el disgusto que le crea a la madre el vínculo afectivo con su abuelo. Por un momento en el movimiento de las sillas me hizo recordar las performances de Pina (2011). Ahí hay una gran idea, que pudo sacar mucha más sustancia aún.

La película termina con la aparición de cada pareja desvaneciéndose en un efecto digital, al son de un director de orquesta en un teatro derruido, el personaje del abuelo (Orlando Sacha); ésta parte me hizo recordar la telenovela brasileña Tieta (de Agreste), y muchas otras, una de las pocas que he seguido con entusiasmo, y que me decepcionó a último minuto, en cómo concluía, y es que no todas las teatralizaciones son plausibles. No obstante sintiendo el orgullo que exuda el filme en su culminación uno no puede dejar de recordar la frase: nadie nos quitará lo bailado, y no lo hacemos. Tiene a fin de cuentas un extraño encanto tanta personalidad y rebeldía. Vive cierto sentimiento y apasionamiento.