En el cine español, y en los espectadores por antonomasia de
éste suponemos, se podría decir que les gusta perpetrar/observar la
extravagancia sexual, diciéndolo de cara a la versatilidad del término, quizá
como reflejo de su sociedad o de lo que se espera de ella (un grito, intenso o
abrupto por lo general, de igualdad y derecho, si lo vemos dentro de todo en el
buen sentido), por algo el máximo representante del cine ibérico es Pedro
Almodóvar. Sin embargo hay que decir que dicha omnipresente particularidad
muchas veces lastra la apreciación de su arte en general, y no porque no
vayamos a tolerar -por dar un caso central- a homosexuales o travestis, adolescentes
descubriendo que son gays o el asomo del incesto entre hermanos, aunque en una exhibición platónica, de un sentir de imposibilidad, éstos dos últimos presentes
en el filme que nos aboca ahora, sino
porque muchas veces yace fuera de lugar en la exploración de un tema, a menudo vulgariza
o pauperiza contextos específicos, o los relega a cierto show, te saca de la
auscultación o introducción de otras realidades, de cierta profundización, para
hacer ver quizá sí un rasgo distintivo o anhelado de perenne factura,
simbolización e identificación social, pero también refleja (otro
tipo de) incongruencia, el sobresalto, la distracción y hasta empequeñece un sentido
conjunto, su importancia, lo vuelve a un punto costumbrista e irreverente de
por sí, y puede que esto no sea para nada extraño en España vista su potente
liberalidad, pero si se siente mucho afuera, quizá por una parte por defecto de
uno en cierta convencionalidad en cuanto a las formas de la narrativa que esperamos
encontrar, no de la falta de apertura recalco. No obstante hay argumentos a
sopesar, en que uno quiere ver mayor ecuanimidad con la seriedad de los temas, (sobre
todo) coordinación, elegancia y estética. Y puede que esté tirando simplemente
una piedra al mar, viendo en el horizonte un ruido zambulléndose, a
continuación unas bellas ondas y más nada, la calma, el silencio, o siendo
optimista una botella con un mensaje a cualquiera que lo recoja, al mundo; y seguramente
es pedir mucho a éstas alturas de un reflejo/labor en el cine español, pedir romper
con una esencia (sea ésta o no desfavorable), aunque siempre (cualquiera) habrá
que adaptarse, total tiene hasta cierta gracia (por ser condescendiente), como
señal de un tipo de cine que a pesar de toda su común imperfección es
entretenido, e igual pensemos que podría ser mejor, atenderlo con más
delicadeza, o más correlación con sus temas.
Hoy ha pasado justamente esto, el filme que nos compete
tiene de costumbrista, pero ha sabido darle a ésta perenne extravagancia sexual
del cine ibérico un lugar cuidado, a proporcionarle tino, y exponer dicho lugar
común como parte de la historia en sí, sin por ello renunciar a abordarlo con
fuerza. Invoca a un grupo musical denominado “Groenlandia”, en donde dos hermanos se quieren
tanto que llegan hacia la barrera no solo de la dependencia emocional, la
hermana con vida sufre de agorafobia producto de su ausencia (aunque no está
determinado por completo), sino que asoma también el amor de pareja, que nos
remite al rechazo o a la impotencia por cordura, que se pone en paralelo con el
primer descubrimiento afectivo de quien uno es, del hijo de dicha protagonista,
de Lupe (Elena Anaya).
Hay además un juego muy interesante en el filme, la superstición
o la fantasía reinante amplificada por el sugerente día de los muertos, famosa celebración
mexicana, habiendo una fuerte contextualización de éste país latinoamericano
con el personaje de la madre y abuela en la actriz de carácter y simpatía Angélica
Aragón, de esa ascendencia. Fecha que hace que Diego (Nahuel Pérez Biscayart,
que es un contundente fluido complemento, imponiendo muy buena mítica en su
soltura, y no es poca cosa que lo consiga siendo mayormente un desconocido/anónimo
para el gran público), el cantante y hermano mayor muerto en un accidente de
auto que le cerceno los pies (sus botas de punta plateada son como su esencia, símbolo
sencillo de la vida y la muerte, como del logro, el optimismo, y lo fallido), regrese
como fantasma tal cual le recuerdan sus días mozos musicales con esos distintivos
grandes ojos saltones/despiertos, su marcada personalidad y su pasajera pero cautivante
pequeña fama de pueblo chico, muy propia de la tocada de garaje, que recoge
parte del alma de los 90s en la onda grunge que se puede vislumbrar en otra
medida detrás de ese sótano ochentero con discos de vinilo viejos, el estilo discoteque
con deslumbrantes luces y humo como en el recurrente videoclip de la banda, y
melenas abundantes; o como en la bella y dulce Elena Anaya cubriendo medio
rostro en medio de la introversión, el silencioso egocentrismo y el engreimiento. Diego nos revela no solo su rebeldía, su común indiferencia y relajo, típico
del rock star, sino su oculto apasionamiento hacia la figura de su hermana,
también desde lo sugerido y cuidado (la narrativa formal), teniendo muy en cuenta
que tratamos con la idea de la excepción, del tipo especial, que incluye lo
raro (hay diversificación al respecto, desde el ente popular e idolatrado,
hasta el outsider, el que pelea su lugar; o el antisocial como enfermedad), que
viene a la mente con la estructura del cantante de rock, pero desde el uso
cotidiano, humano, familiar (disfuncional), social; quehacer que suele buscar el
cine español, solo que por costumbre con un trabajo cinematográfico no muy
trabajado, demasiado directo, y como vemos no se trata más que de un buen guion,
sin exagerar con lo estrambótico, más bien hacer uso de discreto ingenio.
Otro destaque de la obra es el aspecto melómano conjunto de la
propuesta que va más allá de alguna referencia concebible en la mente, que no
faltaran si uno sabe de grupos y su tendencia a la poética (maldita) de leyenda,
habiendo no solo un sentir muy cool en el ambiente, sino en el hacerlo desde lo
sumamente íntimo, a todas luce personal, bajo el placer más cercano del que ama
simplemente la música. Muy bien tratado con el amigo fanático y guitarrista en
la performance de Patrick Criado, quien está creíble y agradable en quien no
teme la espontaneidad más inocentemente despreocupada, a lo Kurt Cobain en
varios sentidos, y que recuerda a un sucedáneo de esa indisoluble dupla de Diego
y Lupe que es el leitmotiv del filme; que de ser los Goya
lo hubiera nominado como actor, en el abrigo del verdadero arte, del que no
espera nada, viendo que es una revelación aun en su brevedad y sencillez que
implica cautivante naturalidad actoral, aunque teniendo en cuenta que todo el
reparto interactúa y produce un sobresaliente feedback, brillan virtudes
en cada papel, mientras se observa una merecida nominación de su rol en
conjunto a Elena Anaya –perdonando algunos balbuceos y escapes en su primera parte, que
tienen lógica pero remiten a algo primerizo, aunque evoluciona rápido; aquello está bien y mal, pudo ser más fino-. No se ve a la música como algo harto procesado o portentoso, no implica una maquinaria
internacional pero si una devoción y entrega anímica/espiritual más valiosa, tocándose canciones a esa vera como con “Corazón automático”, en toda onda ochentera que da verosimilitud y mucha forma a
Groenlandia (todos los nombres se pasan de simples, en su notoria proximidad con el relato y el espectador), siendo un grupo
ficticio, que trasciende y se pega a un sentir, como a la historia (que puede que sea fácil de describir en unas pocas líneas pero no deja de
ser una pequeña gran obra, sin sobredimensionarla), remitir al cariño, a lo que perdura y nos une, en un entendimiento aunque “incestuoso”,
muy complejo por cómo se le maneja, y desde la claridad, que no de lo vulgar,
simplista o efectista, y esto habla de una sutilidad, pero a su vez de una franqueza
muy encomiable para su directora, Beatriz Sanchís, nominada a los premios Goya a
dirección novel.