A la muerte de la dueña de una casona, la bisabuela del
director de este filme, del venezolano Jorge Thielen Armand, queda cuidándola una
criada de toda la vida, Rosina (María Agamez Palomino), ella con el tiempo lleva
a muchos parientes a vivir al lugar, esto no ocasiona conflicto entre clases
como uno pudiera pensar (sobre todo teniendo un gobierno de corte socialista).
El director Thielen Armand muestra más bien buenas relaciones, entre los dueños
que medio que abandonan la casa y los empleados que toman posesión ante su
ausencia, pero aun la famila Thielen la visita y tienen la potestad, como que
un día uno de los herederos de la casona –que es un simple reparador de cosas particular
y vendedor de lo que saca de la casa- le dice al hijo de Rosina, el negro, como
le llaman a José (José Dolores López), un muchacho que ha sido amigo de
infancia del director, que van a demoler la casa para vender el terreno. José
acepta la decisión sin pelear, igual que Rosina, pero no saben qué van a hacer,
a donde ir.
El negro vive con su esposa y su hija pequeña también en la
casona, él trabaja ocasionalmente en lo que puede, no tienen dinero, su familia
es pobre, y la casona además está muy vieja y descuidada, pero de pronto José
cree que en la casona puede haber escondido un tesoro de morocotas, unas monedas
que circularon oficialmente en Venezuela. Este argumento prácticamente sale de
la nada, pero aun así resulta coherente ante la situación apretada que vive el
protagonista y su abuela Rosina. José en su búsqueda -un poco- desesperada se
topa con una pequeña atmosfera surrealista. Un antiguo pariente o quizá un
esclavo histórico del lugar, como un ángel, lo cubre bajo un aura de protección y
anima su fe. También se cruza con un caballo blanco, que puede significar la
liberación del protagonista, el negro abraza al equino como rendido ante éste
anhelo.
El filme involucra lo social y político de la realidad
actual de Venezuela, vemos incluso largas colas para obtener productos
alimenticios básicos o la dificultad de hallar medicinas primordiales como para
la presión alta. La vida en la casona puede ser leída como la simbología de cómo
está hoy Venezuela, sumida –su población- en la precariedad y en la carencia, en
la falta de sostenibilidad, a la vera de la riqueza intempestiva – las morocotas
son una metáfora del petróleo venezolano y del gobierno socialista- que de un
plan –del gobierno- serio y bien ejecutado. Pero el filme es leve en todo ello
y es mejor así, prefiere dejarlo como trasfondo o lectura complementaria y se
articula más como una ficción, con su propia individualidad y originalidad,
siendo en gran parte real, la historia de la familia y los recuerdos de
infancia del joven director.
Los protagonistas se representan a ellos mismos, no son
actores profesionales, pero son muy competentes, no son presa de los
estereotipos, sino personas de carne y hueso, incluso están más allá de ser limitados
a las clases sociales. José exuda personalidad –con sus pesas y poleas caseras,
tatuajes, trabajos manuales, preocupaciones nocturnas y sueños, por eso que
verlo flotar en el agua, emparentado con el recuerdo del director, sea muy
significativo, por encima de ser un recurso muy conocido- y a la vez
autenticidad y naturalidad –como su esposa, con la que se ve un gran vínculo, exento
de exageraciones- sin ser tampoco un descollar de creatividad, como somos al
fin y al cabo la mayoría.