Orson Welles es uno de los grandes cineastas de la historia
del cine, con películas magistrales, y aunque muchos han escogido a Ciudadano
Kane (1941) como su máxima obra y un hito en el séptimo arte, su ópera prima
realizada a los 25 años de edad, encumbrada como la película número Uno del
cine, es difícil decidirse a ciencia cierta dentro de todas sus obras, pudiendo
escoger otras, como la cima mayor de sus noir, Sed de mal.
Sed de mal (1958). En ésta película un policía interpretado por el
propio Welles, el temible y perverso capitán Hank Quinlan, enorme,
supersticioso y ducho aunque sencillo siempre anticipa la resolución de los crímenes
que investiga y hace todo en sus manos por tener la razón, cimentar su
renombre, su nutrido y dudoso historial, hasta corrompiendo las leyes, de lo
que poco importa si alguien es culpable o no, sino que Quinlan se salga con la
suya. El personaje de Welles opaca, absorbe y dictamina todo a su paso, aunque
sea el malvado a combatir. Todo se mueve alrededor de su gigantesca figura.
Otras pueden ser sus dos mayores adaptaciones de Shakespeare:
Otelo (1952). Palma de Oro del Cannes de 1952,
un canto portentoso oscuro que roza el género del terror como en aquellas imponentes
pompas fúnebres del inicio, desde los celos enfermos tras lo maquinado que se llevan
todo a su paso, como la gloria en la desgracia y la locura, a razón de la
maldad ajena que induce al abismo. Un culmen en su obra shakespeariana, si bien
Welles creía más en su entrega en Campanadas a medianoche. Uno que hay que
vivir para gozar cada recoveco de una duda tras otra carcomiendo el alma por el
ser que uno más ama, a razón de una gran gestualidad en Welles, cuando se
quiere destruir al moro, derribarle de su grandeza, ¿cómo?, no con la fuerza y
el choque, sino nada más que con el dolor de la trampa y la psicología, en la
que denota una adaptación muy ambiciosa.
Campanadas a medianoche (1965). Reúne
todas las menciones de un personaje
recurrente en las obras de Shakespeare, Falstaff, interpretado nuevamente por
Welles en su corpulenta figura, que ahora hace uso de lo bufonesco y
esperpéntico en su haber, en el líder de una banda de vagos y ladrones que
inducen al hijo del rey a pertenecer al grupo, como en la sensacional Mi Idaho
privado (1991), aunque ésta se basa sólo en Enrique IV. Falsaff es el guía de la
perdición, pero esconde buenos sentimientos, desde la simbolización del pueblo.
Aquí yace una de las escenas de batalla más imponentes del cine.
Fraude (F for fake, 1973). Documental con una edición
magistral en que el imponente Welles nos muestra distintas estafas maestras,
que incluyen lo personal, como sus comienzos en el teatro y un currículo falso
al uso para abrirse puertas en el espectáculo, como también la broma mítica de
la radio sobre la llegada de los extraterrestres al leer convincentemente La
guerra de los mundos, de H. G. Wells; luego hace un fraude ante la propia
cámara, como algún truco de magia en medio de sus dones de locutor y cineasta,
y lo mezcla con lo principal, el caso de un legendario falsificador de pinturas
y el de un fraudulento biógrafo de Howard Hughes, todo salpimentado con sumo
entretenimiento y un ritmo prominente lleno de cenas y conversaciones casuales
entre amigos, que hacen del filme una delicia de visionado, y una segura
lección de edición y producción cinematográfica independiente.
El proceso (1962). Adaptación de la memorable y
trascendental obra de Franz Kafka, que es todo lo surrealista que puede uno
imaginar llevado a la fuerza de la imagen y la pantalla, en ese existencialismo
central que adopta el cine, de la literatura, y que apela a la burocracia y a
la locura en puertas gigantes, pasadizos y salidas impensadas, juicios
ridículos, castigos extraños. Muestra en cierta forma al nazismo y al exterminio
judío con inculpados deambulando por ministerios y leyes sin justificación, a un
pintor con suma influencia en una guardilla lúgubre perseguidos sus visitantes
por muchachas enloquecidas como fanáticas, un cajón enorme tirado por alguna
cojera en pleno descampado que invoca arbitrario desarraigo, posibles amantes
de burdel (en la piel de la recurrente en la obra de Welles, la enigmática y
magnética Jeanne Moreau), la belleza y la promiscuidad del rol de la hermosa Romy
Schneider, al gran Welles como abogado y titiritero de víctimas e inculpados
convertidos en esclavos, libros desperdigados como si fueran parte de un
basurero, opresión, tensión, misterio, encuadres y tomas geométricas como en
otro tipo de expresionismo, en un laberinto mental, como estipula el buen
libro, hasta el desenlace que le otorga la imaginación del genio de Welles al
ser una obra sin final en las letras.
Y no queda ahí, Orson Welles tiene más películas de mano
maestra, al punto que yo diría que ninguna de sus obras deja de ser algún tipo
de joya, incluso Macbeth.
Macbeth (1948). Que puede distinguirse como algo menor en su
filmografía, pero que tiene unos acercamientos, un tono siniestro y una
estética propia en aquel característico blanco y negro de sus realizaciones,
tanto como sus dictados y fastuosos discursos que la hacen igual de
apetecible a otras propuestas suyas, con
un Welles teatral, experimentado, a más no poder, en el buen sentido de la
palabra, lleno de emociones a flor de piel en el sugerente semblante, que sigue
la senda de la caída al mal de la premonición de aquellas brujas tan
determinantes en la vida del ambicioso Macbeth (Welles) y su manipuladora y
envenenadora mujer, lady Macbeth (Jeanette Nolan). El filme tiene una
escena de matar niños y mujeres que resulta magníficamente ilustrada, sin caer
en lo explícito como en su desenlace en buena parte poco agraciado, en el culto a ese busto representativo (que parece un feto) salido de la magia negra. Mucho mejor
el final de Akira Kurosawa en su versión de Macbeth, Trono de sangre (1957), con
un Toshiro Mifune intenso, fuera de sí, en medio del pánico de la traición
tomando venganza como un boomerang. El Macbeth de Welles es todo lo clásico que uno espera, pero
tenebroso, donde el porte y las cambiantes coronas cargadas de originalidad del
bárbaro escocés Macbeth hacen del histrionismo del maestro el ineludible
aplauso general.
El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942). Estamos
ante un romance de aquellos poéticos, otro gran clásico, un amor puro a través
de lo inalcanzable por sinfín de motivos (la sociedad, las habladurías, el
decoro y la honra, lo pacato y convencional, el hijo mimado y autoritario, la
vergüenza, la intromisión de un tercero, un rol modélico, un orden, quizá hasta
la sinrazón), que rehuyen la esencia de las almas gemelas, no destinadas a
unirse, como algo maldito, aunque no predomine lo oscuro, sólo pequeños
destellos, sino ser como un amor platónico mutuo, entre el primigenio inventor
de autos Eugene Morgan (Joseph Cotten) que representa una modernidad inevitable
y un inminente cambio social, cultural y tecnológico (que se llevará la belleza
de antaño, familiar, de compartir lo artesanal, tanto como prejuicios de época), y
su amada eterna musa Isabel Amberson Minafer (Dolores Costello), que lo tiene apasionado por ella
aun casada con otro, siendo mucho una mujer florero, aunque bondadosa y
virtuosa como dama, madre y abnegada esposa, fiel a sus ideales. En el camino también
yace otro amor trunco, el de sus hijos, como en aquella leyenda del indio
temido echado de su tribu que al no tener reemplazo se le conmemora a pesar de
su rebeldía con el nombre a la zona y luego hacienda. Y es que en realidad es la historia de George Minafer (Tim Holt) que aunque no está actuando Welles se
siente su presencia en dicho personaje. Aunque es una adaptación de
la novela de Booth Tarkingto ganadora del Pulitzer se otorga Welles un cierto aire
autobiográfico o de similitudes, en cuanto a que George es muy osado,
indisciplinado, imponente, hace lo que le place siempre, se sale con la suya y no
ha sido castigado en buena parte de la vida, lo cual paradójicamente le pasa a
Welles con las diferencias con la industria hollywodeense y su lucha por hacer
valer su pensamiento artístico, pasando de un prometedor cineasta a un
outsider. George es el motor del relato, el que “dirige” las situaciones o las
problematiza, el meollo de conflictos desde pequeño, quien debe aprender la
lección de su comportamiento insolente cuando llega la decadencia de su
patrimonio familiar, en quien al final vive el amor en espíritu, uno de los más
puros, el de madre a hijo, y con éste el de pareja en velar por su redención.
Recuerdo de la película Ed Wood (1994) una mención a Sed de mal (Touch of Evil, 1958). Durante una conversación entre el más torpe y vago de los directores -Wood- y Welles se oye decir que Welles tuvo
que poner a Charlton Heston como mexicano, y aun así sale indemne la obra, y es
que Welles pervive a pesar de tantos enfrentamientos, ediciones, agenciarse una
economía, el ego y contratiempos, de lo que pronto verá la luz una obra
póstuma, Al otro lado del viento, que está terminando de armar el también
director Peter Bogdanovich que actúo en ella.
Orson Welles tiene 3 obras destacadas más de cine
negro, La dama de Shanghai, El extraño y Míster Arkadin:
La dama de Shanghai (1947). Duró a la par del final de su
matrimonio con la despampanante sex simbol Rita Hayworth, que además hay que acotar que era una
actriz solvente, y es la que carga con el mayor protagonismo del filme como una femme fatale que
atrapa en sus garras al buscavidas y marinero fornido y rudo Michael O'Hara
(Welles), con lo que se arma un argumento por una parte intrincado en medio de una variedad de
traiciones y trampas por juego, dinero, libertad y poder. Vemos cómo
de algo pequeño, romántico y heroico, algo ligero, salta a un contexto de cinismo,
de superficialidad, de aburrimiento y de envilecimiento que implica el
arribismo y el interés, en medio de la corrupción del dinero.
El extraño (1946). No es un filme muy popular pero es
otra gran propuesta, donde Welles encarna a un hombre réprobo, como Macbeth o
Quinlan, que tiene un pasado que ocultar cuando un investigador le sigue la
pista, interpretado por el actor Edward G. Robinson. A un pueblito
llega un “cura” alemán a remecer toda la vida secreta del profesor Charles
Rankin (Welles), amante de los relojes, cuando en el lugar tienen en una torre una presencia
casi propia de un personaje, tanto como el juego de damas del dispensador de un
bar. El extraño es un clásico bastante diáfano, con su buen toque de suspenso y nervios que
quebrar en donde se utiliza una escalera como arma; con una obra que yace en la tradición
del mejor Hitchcock.
Mister Arkadin (1955). Es ir tras los pasos de los
antecedentes oscuros de un tipo adinerado llamado Gregory Arkadin (Welles) que como Rankin
tiene un pasado bastante negro, sucio, donde la ignominia y la putrefacción pueden dañar
sus relaciones afectivas y cómo lo ven en sociedad, especialmente su querida y mimada hija Raina, Paola
Mori, que fue esposa de Welles, y que no tiene
muchos dotes histriónicos, como
tampoco parece tenerlos su pareja de años, la guapa Oja Kodar, que también
trabajó con el famoso director y que podemos ver en Fraude casi simplemente
modelando su belleza para supuestamente Picasso o paseando su escultural
anatomía por las calles frente a excitadas miradas. Arkadin querrá
deshacerse de toda huella de antes de 1927 mediante un contrabandista de poca monta que le recuerda quien fue, Guy Van Stratten (Robert
Arden, que da la imagen y talla del noir, como investigador) que se llega a
enamorar de su hija, de su dinero y de su misterio, y que recorrerá la
megalomanía de este hombre poderoso que parece estar en todas partes, con una
mano tenebrosa y fatal.
Una historia inmortal (1968). Hacer click en el enlace del título para leer la crítica respectiva.
Ciudadano Kane (1941). Versa sobre ir tras el misterio y la
mítica que encierra la última palabra del magnate (la palabra Rosebud) y dueño
de periódicos amarillistas Charles Foster Kane (Welles) que remite a la
nostalgia de su niñez rota por una exorbitante suma y pasar a ser cuidado por
el privilegio que otorga un banco, pero le remite a una frustración existencial
de por vida, un dolor mental e interno, aun con dos matrimonios y un hijo en el
trayecto, ser un hombre poderoso y quien hace lo que se le antoje, de lo que nada
material le es inalcanzable, por lo que acude a empresas destinadas a la
derrota, al rechazo y a la perdida de dinero que poco le importa, como también
lo hace con su segunda esposa, una cantante, a la que avergüenza retándose a
hacerla una estrella cuando no tiene ningún talento. Es la soledad del espíritu
eternamente herido, cual pierde todo a su paso, como a sus mejores amigos,
véase el caso del crítico de teatro y compañero Jedediah Leland (Joseph Cotten),
pero que destina su mayor logro a un diario, el New York Inquirer, y querer
velar por el ciudadano de a pie, el oprimido, en una búsqueda de que lo amen,
cuando éste tiene un ego colosal, pero una necesidad demasiado grande al
respecto que yace destinada por él al fracaso en un hueco insalvable, que lo
hace perderse por la inmensidad, fastuosidad y extravagancia kitsch de su
mansión llamada Xanadu, que bien ejemplifica ese no traspase de un cartel en
las rejas, como quien no puede entrar en el corazón de éste hombre, político
derrotado por una aventura, por el capricho que lo gobierna y por una
tenacidad que le acarrea muchos enemigos. Foster Kane se basa en William
Randolph Hearst y le otorgó a Orson Welles la gloria temprana, en quienes ven
su obra magna y la primera del séptimo arte, en lo que es un canto de idealismo,
el amor más poderoso por sobre cualquier cosa, no del todo correspondido o por otro lado previsor de
males y una priorización de carencias, pero no las esenciales como se llega a ver y sentir. Se perpetra una vida de disgustos y mucha lucha, política,
social, humanitaria, que finalmente termina donde todo comienza, en uno mismo, lo que la hacen una gran película, pero de discutible lugar en medio de un legado, una
filmografía magistral.