viernes, 21 de febrero de 2014

Philomena

Aunque a La Reina (2006) la he dejado a medias hasta en dos ocasiones e intentos, sin ser mala, sea dicho (a falta de afinidad e interés en particular, en quien retrataba, que nunca demasiado, o del todo, con la temática de la realeza, que hay casos donde he tenido mucha empatía, como con El discurso del rey -2010- ), la tercera vez me hizo ver que había mucha sencillez detrás como parte de un estilo, un don personal. Una economía y ecuanimidad que habla mucho de esa virtud de saber comportarse siempre, mantener el decoro y la austeridad en todo concepto, como estila el estereotipo social del originario inglés; claro, sin dejar de expresarnos o presentar revelaciones, pero desde una cierta elegancia cultural de a pie, porque también traspira la llaneza de toda cotidianidad, es decir, Stephen Frears sabe vincular distintos niveles sociales, hacerlos más llevaderos entre ellos, sin quitarles su propia identidad, cómo se comportan, pero entregándose a lograr una más afable y próxima convivencia que se afianza a nuestra buscada horizontalidad contemporánea. Y esto nuevamente está en Philomena (2013), que puede ser el patito feo de las nueve nominadas al Oscar 2014, pero como versa esta denominación común no deja de ser a un punto una justa candidatura, la que apuesta por sacarla del intrínseco anonimato, siendo algo que gusta mucho en EE.UU, oír de la nobleza y la sociedad británica o lo que tenga que narrar, que se da gracias a la identificación con las raíces anglosajonas. Y uno puede estar seguro que más de uno hallará un deslumbramiento calmado en ella que otros no ven, ya que es un buen filme, con ritmo a pesar del tono y la forma de contarlo, porque también tiene (fino) sentido del humor y contiene emociones y mucho humanismo, exhibido en la naturaleza de la maternidad que a todos sensibiliza, y más si hay injusticia de por medio.

Es una propuesta entretenida, una que podemos tener de madura, no implica aspavientos ni grandilocuencia, evita ser trasgresora ante parámetros formales anclados a una historia y biografía compartida –entre la declaración de una madre otrora joven inexperta y desamparada, y la investigación sobre su vástago, el asesor político y ciudadano americano con el nombre de Michael Hess- basada en el libro The lost child of Philomena Lee, escrito por Martin Sixsmith que es protagonista del documento y de la búsqueda correspondiente. Sin embargo dice muchas cosas,  como la denuncia a la iglesia católica irlandesa ante adopciones en buena parte forzadas aunque finalmente con la aceptación de las progenitoras, de cara a cierto aprovechamiento y abuso eclesiástico, dentro de un convento y resguardo de jóvenes madres solteras. O la que se dirige contra el fomentar de la desigualdad de derechos humanos en el partido republicano durante el gobierno de Ronald Reagan que no permitía que los homosexuales pudieran pertenecer a éste grupo político, generando la doble vida, la impostura, la hipocresía, la falta de autoestima, la mentira.

Ante la falta de intensidad uno puede creer que el filme adolece de convicción argumental, pero si vemos la personalidad retratada de la protagonista, de Philomena (Judi Dench), habiendo dado la persona real en que se basa la historia su respaldo a la realización de Frears, veremos que es parte de la idiosincrasia que trasmite, escoge y propone ella, ya que sabemos que es dócil y comprensiva con sus penurias y quien las ha fabricado, no necesariamente porque se siente pecadora o lo merezca (obviamente nadie lo merece), sino más porque es una persona noble, mayor y simple, y entiende que también tiene algo de culpa en la situación de la adopción y el no saber de su hijo por 50 años (veamos que en un momento teme recriminaciones, diríamos que hay un estado de consciencia, ya que en otro se resuelve con fuerza cuando donde inquieren no les dejan pasar, denotando que puede sentirse segura y atrevida a su vez dada la circunstancia, como son los tantos matices humanos), en parte no todo es la mala voluntad, el secretismo y ocultamiento, y la rudeza imponiendo creencias y dogmas demasiado estrictos del recinto católico en cuestión. De ello sacamos que lo ve como un caso aislado dentro del amplio universo de la religión católica, que respeta. No obstante queda otra postura, la del periodista Martin Sixsmith (Steve Coogan) que es severo, les achaca todo y anhela un castigo para los responsables, aparte de que no cree en la iglesia.

La figura de Sixsmith posee una dosis de aparente mayor credibilidad que la de su co-protagonista, porque a muchos les enamora su personalidad directa que no vacía, firme ante los embates de la existencia, inmersa en su cariz a flor de lo humano a la hora de la verdad (pero aunque Philomena tenga mucho de una expresión sentimental, sea dulce, amable, hasta a veces un poco tonta, no podemos arrebatarle y elogiar los destellos de sabiduría espontánea que la engrandecen y presentan un retrato exigente en su accionar, la hacen un poco inclasificable e impredecible –sino veamos sus silencios, sus reprimendas al grano, sus propias ideas como la tolerancia y la afabilidad que dan sustento a su trato, y los cambios de decisión, no es un robot, ostenta mucha vida desde lo sutil-, tiene que aportar en su comportamiento, dentro de la piel de la magnífica Judi Dench que aparte da lo suyo, complejiza su rol con su habilidad actoral), ya que como raza global somos naturalmente defectuosos y con tendencia al error y de ahí hay que decir que nace mucho la expresión primaria, no discutible ya que claramente a todos nos compete en distinta medida, como también nos enaltece, sin embargo resulta paradójica a un grado –porque su opción es también inteligente en la comprensión de la naturaleza del ser humano y de su compañera- de que Sixsmith actúe de esa forma en la historia siendo supuestamente el opuesto racional y letrado, no obstante es porque se trata de romper estereotipos burdos y formular que el hombre, sea rico, pobre, instruido o bruto puede estar fuera del molde y debe ser juzgado individualmente, aunque como es lógico se da levemente para no ser falso, por lo que tampoco se liberan los personajes de su base, de ciertos rasgos propios generales, teniendo dentro de un carácter pesado y más elaborado una emotividad que habría generado una rápida empatía de optar por ese “facilismo” (que hubiera sido previsible y muy común en Philomena, como anunciaba el comienzo de la propuesta), lo que el filme evita explayarse en toda libertad, y lo dice consciente de esa crítica que persigue la concepción de arte, haciendo uso del metalenguaje.

Se da a entender que estamos en el interior de una historia de corte “menor”, distinto a la aspiración de libros de historia rusa, complejos y arduos, pero generalmente aburridos, como los que quiere escribir Martin Sixsmith, un intelectual, ex asesor del Partido Laborista del Reino Unido y alguien que ha vivido en lo pudiente, pero ahora yace de capa caída, como se ve en su vuelo a USA donde un antiguo amigo le restriega las diferencias actuales. Y eso lo hace más accesible a ver otras realidades (hay un pequeño cambio en él, primero profesional ante una oportunidad de trabajo que requiere y no puede pasar por alto, luego seguramente humano, aunque no se aprovecha de ello la propuesta), si bien sería elíptico, visto que la debacle enseña la luz que nuestro lugar de confort a menudo no (buen uso de la dualidad en la trama, de ampliar horizontes, de no ser tajante y ver posturas diferentes, y es que Philomena y Sixsmith en realidad se complementan y se retroalimentan mutuamente). Y eso yace como parte de una defensa de un tipo de séptimo arte, aceptar filmes masivos y por regla fáciles de los que tildaríamos de lacrimógenos. Se trata de asumir sus temas, aunque finalmente en esta  experiencia en particular se adscriba a ser más complicado, a rehuir los recursos de trazo grueso propios del cine amable y emotivo, o simplemente disminuirlos, hacerlos menos perceptibles,  lo cual sacrifica respaldo y un gran número de espectadores. Haciendo un filme que asume una temática sensible pero hace algo mayor con ello, aunque no es que nos lleve al éxtasis del entusiasmo hacia su propuesta, sin tampoco perder la línea que implica retratar, propiciando un balance, aunque apuntando a la predominancia de la seriedad (que no de su cualidad de película porque no le va a faltar tomar sus decisiones artísticas, aun basándose en hechos reales), y una autoría más seca, se podría decir, que un poco le cobra la factura, aunque tampoco es que no implique momentos potentes cargados de feeling, que por supuesto los tiene. Pero viendo las formas se inclina a que debemos poner de nuestra parte, ser más observadores, ya siendo naturalmente de onda caladora su raigambre, mientras deja correr su dura crítica debajo de su control. Y llega, vincula, no es que elimine situaciones, pero con algo de distancia y menos efectismos al uso del corte de película (imaginemos sino toda la idea con otro director, sería súper empalagoso, porque el material se presta para mucho de esos momentos, basta escuchar del marginamiento político y el encuentro ansiado, la crueldad de las monjas –mírese el significado de la foto de la icónica actriz Jane Russell, que invoca cierta superficialidad y frialdad en la responsabilidad de los actos- o únicamente viendo que versa sobre el gran periplo que clama por un hijo perdido, casi arrebatado, si hasta parece telenovela, y tiene la audacia de armar una historia diríamos que profunda en buena parte con ello, a costa de enfrentarse a pasar por poca cosa), proponiendo que no solo nos dejemos llevar por lo inmediato, sino que pensemos lo que estamos observando, encontrando muchas sorpresas si prestamos atención.

Tenemos entre manos a una madre y su retoño –eterno en el recuerdo infantil- que sufrieron bastante, pero nunca se olvidaron ni guardaron rencor, ahí está una última petición, esa mujer que duda en el balcón de su cuarto ante el rechazo, o entra a un confesionario y siente tras medio siglo de experiencia que no puede decir palabra alguna aun teniendo una sólida fe, que todo es demasiado difícil e íntimo, sin embargo requiere de una catarsis, el libro, la película, la memoria, la inmortalidad de su historia. Sí, es una hermosa lección de vida con un trato muy digno (y al fin y al cabo un estilo), donde hay simples personas y un mundo duro, pero mira como brilla la bondad y el origen (léase madre, hijo e identidad), emparentados más allá de riquezas, carencias, dolor, errores y logros personales. En querer, y saber perdonar. 

martes, 18 de febrero de 2014

El vientre

El primer largometraje del cineasta peruano Daniel Rodríguez Risco, El acuarelista (2008), extrañamente no gustó a muchos críticos, le llovieron muchos palos, sin embargo a mí me parece una cinta muy bien hecha (a la que se le debe una justa reconsideración), la que cuenta con un toque curioso e interesante que vale elogiar –aspira a crear un ambiente dirigiendo un estilo ajeno, y considero que lo logra- mediante algo bastante concreto y entretenido. Me deja una buena sensación, recordándome en efecto como el propio autor ha dicho a El inquilino (Le Locataire, 1976) de Roman Polanski, aunque con la clara diferencia de que Polanski como inspiración es lógicamente mejor en toda su irreverencia, esperpento, personalidad, manejo de géneros (en donde predomina el thriller) y osadía. Queda una versión mucho más ligera y llevadera en comparación a su antecesora. Consta de una reiterativa comedia sin ruido, irónica, fácil, simpática, mezclada con el terror existencial -muy vivo por medio del sonido ambiental- dentro de una historia pequeña que versa sobre el sueño de inmortalidad de un artista novato, entregado, ambicioso e iluso; la aspiración de un idealista que ve frustrado su anhelo por culpa de sus conflictivos y absorbentes vecinos.

La nueva película de Rodríguez Risco parece haber sido recibida con mayor aprecio, al menos en las salas de exhibición, y aunque en mi parecer es menos singular que su ópera prima nuevamente hace gala del don de imitación de su cineasta, consiguiendo un logrado filme de terror psicológico que luego pasa a lo concreto –a asesinatos-. No obstante prima el arte de lo sugerente más que lo explícito o brutal. Existe la sensación de deja vu, pero posee cierta cuota de autoría propia.

Estamos ante un filme en realidad pequeño pero que sabe expandir y proyectar su campo de interés, generar tensión, que la busca y la propone con ahínco, mostrando con constancia el desequilibrio de su monstruo, el que tiene la fijación de quedarse con el bebé de su empleada, la que ha elegido en un camal donde brilla la metáfora de la muerte salvaje, producto de los chillidos y la desesperación de los cerdos, que se empareja con el título, una invitación al horror bajo mucho suspenso y obtenemos de una vida que nos es muy secundaria.

La trama es bastante sencilla, trata de una viuda en los cuarenta, acomodada, guapa, pero solitaria, perturbada e infértil que vive en una casona en el campo, llamada Silvia (Vanessa Saba), la que contrata a Mercedes (Mayella Lloclla) para que cuide de su hogar, tramando un plan en que la embaraza y luego le roba a su hijo por nacer. Para ello tiene a un obrero arreglando su casa, de nombre Jaime (Manuel Gold), con quien quiere unirle para su propósito.

Se puede notar que la claridad del filme es producto de mucho control sobre éste, para ello se hace uso de un ambiente, algo que conoce muy bien Rodríguez Risco, haciendo uso de lo claustrofóbico, lo opresivo, lo reducido como único mundo, el que quiere ser suficiente y para ello requiere de Mercedes que se ahoga en su interior, viviendo como inmersa en un espacio mental, el de su patrona. Esto se sostiene con la oscuridad de sus aposentos, lo lúgubre, el silencio, la elegancia anticuada, lo despojado y natural, lo desértico que se insufla de la intensidad de un thriller con sus pocos pero imponentes inquilinos. También es capital su música incidental que genera ansiedad, un aspecto trascendental en cuanto al terror que se magnifica. En general hay un admirable uso de ello, aunque se exagera un poco y llega hasta lo obvio como con el piano en contraste de lo que está aconteciendo, en cuanto a afirmar la inestabilidad de Silvia.

Tiene una puesta en escena en que hay ratos que imprime el tiempo en lo estático armando una buena fotografía, véase los asesinatos o la toma del paseo en el patio ante la estricta vigilancia del ama sentada con botas de caucho. Esa mirada artesanal pudo ser más larga, pero está conseguida tal cual, sin matar el ritmo que aun con pocos elementos el filme lo tiene. Esta propuesta sabe generar novedad, a pesar de existir ciertos lugares manidos, como el ojo avizor en plano de detalle o cierto intento de escape, explotados en repetidas ocasiones, de lo que se desprende el mecanismo de un motivo, asumiendo una pequeña variedad en su interior. 

Puede que se apresura en poner toda la carne sobre el asador, más por el lado del enojo y la malacrianza de Mercedes, en generar los antagonismos, que con la historia y locura de Silvia, pero eso es porque su leitmotiv no son los secretos (que hay por ahí algunos poco llamativos a fin de cuentas, pero funcionales, como el pasado y muerte del esposo doctor), sino como hacía mucho Hitchcock en deberse al movimiento de las fichas conocidas, para el caso el aprisionamiento, un lugar que permite mucha maleabilidad y que se justifica fácilmente.

Sobre las actuaciones no son grandiosas pero no están tampoco mal, sirven. Aquí brilla sobre todo Vanessa Saba que logra poner un cariz raro en su papel, concibiendo superar su belleza, poner un aire señorial pero también siendo muy natural, de a pie. Manifiesta una rudeza sin sobreactuaciones que viene bastante bien porque no pierde cierta delicadeza y credibilidad, se equilibra y permite realismo, posibilidad. Aunque puede haber momentos demasiado muertos –que en varias partes funcionan porque son características de una personalidad que yace extraviada- o apurados en su actuación tiene una buena consumación en conjunto. Mayella Lloclla tiene de dulce, intrínseco a ella, pero aún así logra que identifiquemos sin dificultad a una chica fuerte, lo cual es un halago a su performance, siendo menuda de cuerpo. Lo más importante es que logra plegarse a su papel de víctima en mucho del metraje. No obstante su papel de scream queen no es que sea tampoco de los más complejos, pero así suelen ser. Está claro que cuesta desligar a Manuel Gold de la comedia (la simpatía a veces tiene precio) y ha sido inteligente no sacarlo del todo de ella, sigue siendo gracioso y juvenil aun aceptando ejercer seriedad.

El desenlace es poderoso, en cómo queda la imagen, la que alberga toda la idea del conjunto, es algo bestial, primario, que se convierte en un concepto pleno de cara al inicio (en el matadero). Éstas escenas se complementan y hacen que la película cumpla su promesa de terror. 

sábado, 15 de febrero de 2014

Nebraska

Alexander Payne se mantiene muy bien en un estándar de creatividad y buen hacer cinematográfico que lo demuestra como un artista equilibrado, habiendo desarrollado hasta su propio estilo, mezclando la comedia delicada, bastante sutil pero sencilla, con el drama que maneja su clara profundidad aunque también su sensibilidad a flor de piel. No teme llegar al corazón, poder ser en buena parte primario, pero con una envoltura artística que ampara toda esa demostración de emotividad, para que tenga mayor valor lo que trasmite, y no caer en vacíos y empatía artificial. Tiene magma, esconde una cierta verdad en sus ilustraciones, y con ello nos toca, nos humaniza, nos permite ver al prójimo, y a nuestros seres queridos con mayor atención y afecto, para el caso a los padres. Implica despertarnos, volvernos altruistas. Produce contextos de realización psicológica, como el que describe el trayecto de Woody Grant (Bruce Dern), un anciano alcohólico, distraído, como perdido en sus propias ensoñaciones o estados vegetativos alejados de su entorno, que no ha sido el mejor padre, aunque tampoco el peor ya que sus hijos le quieren y cuidan de él. En general es un buen hombre, el que siempre ha servido a los amigos y nunca ha sabido negarse a los demás; de personalidad y vida muy simple, salido de un pueblito de Nebraska para vivir una apacible y predecible normalidad de clase media americana en Montana.

Un día se le mete inocentemente a la cabeza a Woody que ha ganado el millón de dólares que ofrece un sorteo por medio de un volante publicitario engañoso, pero que es vox populi saber que lo es, e igual él por más que se le dice la cuestión está empeñado en querer ir a cobrarlo a Lincoln, Nebraska. Tras varias descabelladas tentativas de hacer el viaje hasta allá incluso a pie, ya que el viejo yace algo desorientado de la realidad, su hijo se compromete a llevarlo. Entonces, pronto descubriremos que esconde una lógica bastante noble y una pequeña momentánea reivindicación anímica, deseando algo discreto con el dinero, comprar una camioneta y un compresor de aire, siendo sus aspiraciones muy ordinarias –aunque hay que entender que los anhelos personales son amplios y complejos, y su consumación y consecuencia generan distintos niveles de satisfacción- salvo lo que oculta como razón en el mirar hacia atrás toda una existencia a punto de terminar.

El periplo dará lugar a un entrañable vínculo paterno-filial entre Woody y David (Will Forte), que va bajo muchos silencios y cierta elipsis (no todo está explicito, el conjunto alberga matices, habiendo exhibiciones contundentes, en su tipo transparente pero no excesivas, como otras a tener que completar). El padre suele hablar muy poco, prefiere expresar su interior indirectamente por medio de sus acciones, sin sentimentalismos, pero con una intrínseca ternura en un trato llano y muy franco. En cambio, el hijo no deja de estar abierto, exhibiendo mucho cariño, tolerancia y buena disposición, al punto que parece casi un tipo de ser angelical adscrito al trato terreno, común pero bondadoso, y en repetidas ocasiones será quien se entregue de pleno a lo que vive y siente íntimamente el progenitor, habiendo hasta alguna reacción predecible, poco madura y algo edulcorada, que apunta a nuestra imperfección, a que no deja de ser como cualquiera del montón, y a su vez cómo brilla de protagonista en el tipo de séptimo arte que mejor le va a Payne; no siendo alguien exitoso en el amor o en el trabajo, sino muy promedio y hasta un poco perdedor. Ésta reacción sirve para poner énfasis en lo que se busca, el leitmotiv del relato, introducir el diáfano conocimiento de una devoción, y una retribución, el pasar a cuidar, explayar afectos y consentir a su viejo que actualmente está en una etapa de dependencia emocional y física.

David es muy perceptivo, por lo que estará al pie del cañón ante tanto desvarío, infantil irresponsabilidad y descuido de Woody, quien va de torpe, se agota con facilidad, bebe cuando quiere -que sucede a menudo- y se mueve como una hoja en el viento ante una fijación de encubierto existencialismo, siendo un ser sensible y frágil, aun en su robustez y su seriedad en calma que se trasmite en un comportamiento de sólidas características. Woody es un eje preciso pero potente, el que funciona gracias a la sutil expresividad que mantiene desde el inicio, de donde se refuerza y se saca sustancia constantemente. Bruce Dern está estupendo con el uso de la imagen avejentada, en su aspecto lento pero inquieto, el que se ilumina en el gesto mínimo, logrando erigirse como un fuerte contendiente a los Oscar 2014, viniendo de ganar el reconocimiento de mejor actor en el festival de Cannes del año pasado. Woody no es que esté pidiendo ayuda –que tampoco la niega, está claro que no es aprovechado pero se lee sin decirlo que le gusta que lo engrían, y es que necesita tiempo y atención- o esté intentando emocionar a la gente, sino diríamos que sale espontáneamente en él. Eso hace una simbiosis perfecta, produce la consabida naturalidad y un estado de ausencia de obligación o de reproches. Es algo que se hila fino, que fluye, una virtud de éste logrado trabajo minimalista que enarbola su bandera con ese blanco y negro, en tonos grises iluminados, que lo describe.

El filme gana muchos puntos de interés tras un arranque de ubicación calmado, curioso y bien establecido, al solventarse con ingenio su desarrollo, producto de la parada en Hawthorne, el hogar donde se crió y creció Woody, viendo su entorno pasado que juzga (implícito) su presente y admite o, mejor dicho, cree en la ilusión del premio económico. En una pugna de último momento saca una vuelta de tuerca, cuando ya se le había definido a nuestro anciano guía, hasta haberlo encasillado, si bien la última palabra se tiene el día de la muerte, como se aprecia observando el relevo generacional en la metáfora que se da con el cambio de conductor del desenlace. Hawthorne le da rápidamente un background con el cual podemos jugar más, una biografía que genera sus buenos toques cómicos que no son muchos en realidad aun siendo un filme simpático. Revela experiencias que alientan la imagen de su protagonista y permite acontecimientos últimos mediante variopintos compañeros que van surgiendo, apoderándose del espacio y robando cámara sin ser extraordinarios, tanto que sorprende un poco que por lo general esos roles secundarios nos suelan ser tan indiferentes, y es que se ganan un lugar desde su ordinariez, como su bien manejada presencia sobre la vejez, mientras se va luchando por sacar lo mejor de uno contra cierta crítica ante la mediocridad, habiendo un retrato cautivante con gente normal, incluso muy llana, los que no suelen ser vistos muy seguido en el cine, y es una predominancia que habla de audacia y personalidad, de elegir variedad, como de un anhelo saludable de realismo. Tenemos que tener en cuenta que el séptimo arte también requiere de pequeñas historias y espejos menos espectaculares.

De los personajes secundarios se luce principalmente el cruel e infame amigo Ed Pegram (Stacy Keach), el que tiene una imponente presencia dentro de lo intencionalmente anodinos que son todos, por razones prácticas y de veracidad, pero como es lógico y útil va de menos a más pero luego se normaliza, y visto lo hecho ahí debió quedar como personaje, porque innecesariamente, entre comillas, se le achica en un subrayado un poco demás. De lo elogiable es que termina brillando mucho (y pudo dar hasta más), sin aspavientos, antes de que lo usen de hito y pretexto emocional, castigando con creces su codicia y mezquindad. Acompaña la antigua novia Peg Nagy (Angela McEwan) que despliega ternura, mucha coherencia e ironía, y una caterva de pueblerinos que hacen alegre, tierno, bochornoso, melancólico, interesado -en los ajenos- y cotidiano el viaje. No se puede dejar de lado a la propia familia de Woody, muy acordes con la identidad que rige a la mayoría en Hawthorne, que rompen la habitual pasividad, simplicidad y tranquilidad que parece reinar generando intensidad desde los pequeños conflictos, a veces poco serios y otros más importantes de lo que creemos. Dejan fuerte el contexto y dan espacio a la broma ligera, educada, la que remite a ratos a su cultura como en la comparación de los vehículos americanos con los extranjeros, que toman mucha presencia en los diálogos.

Igual no puede faltar la mención de otro gran personaje, uno de los más vistosos del conjunto que ha producido una merecida nominación, el rol de Kate Grant (June Squibb), la esposa de Woody, llena de una verborrea sabrosa que prepara sus locuras (cuanta gracia hace cuando habla de los sexual, con ella uno no puede aguantarse, sea o no algo repetido lo que haga), en sentido de su continuo sinceramiento, el no tener pelos en la lengua. Es una persona un poco fastidiosa –lo dice ya el clásico estribillo en una de tantas novedosas revelaciones, que las hay en buena dosis- como toda mujer, pero fiel a toda prueba y finalmente amorosa (véase en el hospital o frente a los recuerdos), que conoce de cuerpo entero a su pareja y, pues, tiene menos paciencia, no tanta condescendencia y un aire de rudeza a diferencia de David. Sin embargo en sus propios parámetros es jugosa a más no poder, tiene un papel de suma originalidad, de esos que enaltecen lo que otros no ven, y bien por Squibb que exuda tanta vitalidad a su edad, como otra cara de la moneda en la relación, ya que nuestro protagonista es mucho más apagado y lento, pero con su luz dentro.

La interpretación de Will Forte tiene lo suyo también (que por supuesto se ha ganado ser un actor al cual tener presente), aunque es algo fácil. Yace muy bien en un tipo que fuera de las apariencias no resulta tan convencional como creemos en la época en que estamos, y tiene magia, trasmite esa sensibilidad que le requiere la trama, siendo muy valioso porque se expone a la crítica más segura, a ser el punto más flaco y sale airoso sin que sea nada tampoco demasiado magistral, pero sí bueno ante tanto uso y necesidad de su papel, tratándose de un dúo capital en cuanto a padre e hijo donde un actor requiere mucho del otro. Los filmes de Alexander Payne son prodigiosos, Election (1999), A propósito de Schmidt (2002), Entre copas (2004), Los descendientes (2011) y, ahora, Nebraska (2013), vaya racha. Son hilarantes, emotivos, sarcásticos, entretenidos, en sus propios tonos. 

martes, 11 de febrero de 2014

August: Osage County

The Company Men (2010), la ópera prima de John Wells, era una película que estaba bien hecha, no era mala (como muchas podríamos decir, que simplemente cumplen), pero generaba poca atracción, aun teniendo como tema central a la última actual crisis económica, y contar con actores como Tommy Lee Jones, Ben Affleck y Chris Cooper como los protagonistas, teniendo a Affleck en el mayor rol, con toda su simplicidad pero con el carisma que conlleva que sea él, y como anexo el olvidado Kevin Costner (quien lo diría, aunque ya nos hemos acostumbrado, y es que el tiempo pasa y muchas veces nos “quita” la gloria), y la bella y escultural Maria Bello, la que tiene escenas donde nos lo deja claro. Y es que no hay nada llamativo y original en la trama, quizá solo que sus personajes representan el sufrimiento y la preocupación tras el desempleo y lo que acarrea en el modo de vida, no poder pagar la universidad de una hija o perder el auto del año, la amplia casa en una buena zona y hasta los juegos electrónicos del vástago, visto desde dentro de la clase media alta. La que se contextualiza en una gigantesca corporación que requiere de recortes para seguir siendo productiva, expulsando a gente calificada que se generaba fuertes ingresos, una existencia acomodada. Sin embargo, aun versando en cierta cara oculta o poco retratada de la población americana (y mundial por reflejo), ya que no nos refiere al que tiene que subsistir, sino al que ostenta mucho más de lo que necesita, se termina repitiendo el patrón general y abundan los clichés, como convertirnos en seres humildes en el corazón al tener que hacer trabajo manual. Después todo bien desplegado, pero insignificante a más no poder, ya que trata de ser simpático con los recursos de siempre, fuera de su historia dramática, de corte ligero, perpetrándose en un buen ritmo, y por ende siendo entretenida, si es que nos conformamos con una historia tan pequeña en su narración.  

Por todo no es que haya sido un comienzo que te aliente mucho como espectador, pero podíamos ver que concebía oficio, y como se constata ha logrado que queden contentos en Hollywood, con la dirección que realizó, ya que ahora el reparto se hace mucho más grande e importante en August: Osage County. De donde hay dos nominadas al Oscar 2014, en las mega-estrellas Meryl Streep y Julia Roberts. Y una buena labor grupal, ya que sus cimientos pertenecen en pantalla al de un equipo que quiere contar la idiosincrasia personal de cada uno, proporcionando descubrimientos penosos y conflictos en todos ellos. Como la sorpresa parcial que es la actuación de la casi desconocida Julianne Nicholson, como Ivy, una apacible solterona enamorada de un perdedor con el que comparte vínculos sanguíneos. A su lado, el siempre fácil de querer Sam Shepard dentro de un rol breve como el padre alcohólico, un poeta e intelectual reconocido y acomodado, pero dejado de lado por su profesión ante sus licencias y relajos e infeliz en su cotidianidad, que hace de motor de reunión y el sacar al aire los múltiples trapitos sucios del hogar. Alguien a quien deberíamos apreciar mucho más, a Dermot Mulroney, que hace pequeños papeles pero sumamente creíbles y contundentes. El novio playboy de una de las hijas Weston. Karen, Juliette Lewis, perfecta en el papel de una hija de pasado libertino, mala reputación, que quiere sentar cabeza, y que la muestra apocada, intimidada y menospreciada por su madre, yaciendo desesperada ante el futuro, por lo que se agarra a la que ve como su única oportunidad. También está el pequeño Charles, en un bastante bueno Benedict Cumberbatch, como el hijo mediocre pero dulce y buena persona, maltratado, constantemente humillado por su progenitora, que le ha sumido en una personalidad insegura y auto-flagelante a la vera de sus culpas. Ella es Mattie Fae Aiken, la actriz Margo Martindale, compleja debajo de ser vista como un estereotipo, la que desborda antipatía, lo cual se hace ver bastante lograda por su propio talento, venciendo la indiferencia natural que genera intrínsecamente. Tiene una actuación pequeña pero interesante. Después, no se le aprovecha a Abigail Breslin que solo yace correcta y poco vista, como Jean Fordham, nieta adolescente de Violet, de la que se le entiende rebelde –fuma marihuana, aunque a quien le descoloca aquello- pero apreciable en que no es tan tonta al uso, gusta de ver El fantasma de la ópera (1925), y pues ¿qué chiquilla común gusta de semejante clásico? ¿O es que infravaloro la capacidad general de esa edad? Con ellos, Ewan McGregor, en el rol de Bill Fordham, el padre infiel, y realmente es poca cosa su intervención aunque es loable que este actor se deje ver más a menudo en un tono serio, dramatizando discusiones álgidas entre gritos, aunque también asoma su portentosa sonrisa. Y por último,  está Chris Cooper como Charlie Aiken, que es el tío relajado y buena onda, y se queda así, sin más, al punto de pasar por un poco bobo, pero que lleva su rato de alteración y rescate, simplona gracia –como en su oración- e intento de sorna luego mandado a callar.

Es atractivo ver que se maneja la imperfección con solvencia en cualquiera de los integrantes de los Weston, no se tiende a ser reduccionista, aunque hay imágenes mentales, no se va a simplemente juzgar y tacharlos de golpe (al menos pretenden intentar salir de sus agujeros, ven la realidad que los describe), aunque no es que sean retratos exuberantes. Pero habría que decir que se abarca mucho en poco espacio ante tantas historias personales, y aunque la propuesta sale bien parada en conjunto, tiene creatividad y su lado de transcendencia por varios frentes, se siente el peso de la ambición colectiva. No resulta tan creíble tanta crisis y caos familiar, se ve que es demasiada problemática, su calidad compacta no es tan verosímil, aunque fluye con su ritmo, entretiene, cumple su cometido de generar atención y novedad, un clímax tras otro, en que parece en un momento que ya todo acabó en un final feliz digamos, de comprensión, pero pasa a uno más y aun mayor, un boom final donde todo explota y se desborda, como suele yacer en la dramaturgia de Tracy Letts -en que se basa esta película; obra teatral merecedora del Pulitzer del 2008- que deja lo peor para la última media hora llevando todo al extremo. Veamos sino Bugs (2006) y Killer Joe (2011), otras piezas dramáticas suyas y sus guiones respectivos convertidos en filmes, ambos por la dirección de William Friedkin.

La paranoia de Bugs llega hasta la revelación apoteósica, rompe todo límite, nos da un violento y brutal golpe a la consciencia, dejando en claro la postura que triunfa, una especie de Take shelter (2011) más segura de sí, con el mismo actor, el magnífico Michael Shannon en la quintaesencia de lo que habitualmente interpreta, junto a Ashley Judd que da la talla, y no es menos ante su coprotagonista, en una conjunción de entrega y gran envergadura. Es una cinta muy curiosa, aunque caiga en la exageración, y algo en la redundancia o sobre explotación, no obstante muy a tener en cuenta. Mientras Killer Joe es convencional en gran parte del metraje –aun con exponer más crudas las palizas en la visión de la sangre y utilizar desnudos completos, como los de Juno Temple y Gina Gershon que hacen estupendas performances, sobre todo la minusvalorada Gershon, vista como actriz menor, que aquí pone todo sobre la sartén, o la pieza de pollo del KFC si se quiere ser más directo, y hay que aplaudirle su valor en un estado de mayor alcance de lo habitual en ella- para darse lujuriosa, con humor negro, salvaje, perversa e impredecible en su último tramo. Una actuación que se engrandece en ese lapso es la del hoy aclamado por la crítica, Matthew McConaughey como un calculador pero extrovertido asesino a sueldo texano –con sombrero de cowboy y botas que como se estila deben ser particulares, ya que hablan de ser o no un ganador en el lenguaje del sur de Estados Unidos que describe Letts, como deja ver un diálogo en August: Osage County- que tiene una personalidad imponente y seductora, hasta que le llega su hora de fracaso. A lo que agregamos que Thomas Haden Church, es un actor con ángel, trasmite sentimiento aun en lo ordinario, y que a pesar de su fisonomía hace de tipos más suaves de lo que aparenta, y tiene mérito no ser condescendiente con la imagen preconcebida. Killer Joe es una muy buena cinta que habría que recomendar más, si cabe, aunque sin sobredimensionarla. Está bien urdida tanto que remonta la sensación de tener un bajo presupuesto, y logra más que cumplir desde la claridad de componer y desnudar la naturaleza de sus criaturas. Paga las expectativas.

Pasando a los pesos pesados, confieso que aunque no se podía eludir la admiración y el aplauso, justificado, hacia Meryl Streep, nunca ha sido de mis favoritas. No había algo que me haya extasiado de ella en su filmografía, salvo que mirándolo desde sus últimos años he apreciado su compromiso, mimetización y fuerza como actriz en El ladrón de orquídeas (Adaptation, 2002) y El diablo viste de Prada (2006), y algo menos en Las horas (2002) y Los puentes de Madison (1995), todas estupendas películas, además. No obstante, su papel como la matriarca Violet Weston ha logrado ese esperado momento, creo que es la actuación más cautivadora que ha acometido dentro de la que podemos concebir como la segunda parte de su carrera, o una de las más altas cotas de su arte. He caído rendido a su fascinación y a su facilidad para generar estados de ánimo, tales como miedos, enternecimiento, sarcasmo, locura, reproches, comparaciones viperinas, traumas o desfogues de agresividad emocional. Estando perpetrada en una figura dual, su deterioro físico que esconde en pelucas –impresiona el aclimatarse a una vejez de muy poco glamour, en plena franqueza- y como se mueve en su rudeza. Envueltos en un toque de ambigüedad –porque tiene ratos de luz aunque son los menos- entre el bien y el mal, con inclinación a lo segundo y a pesar de su carácter corrosivo y envenenado por el cáncer de boca y la adicción a las drogas medicadas. Hasta el desenlace que le hacen ver cruel, que igual implica dolores ocultos y desequilibrios que la desnudan humana. Un acierto porque de no ser así sería algo pobre, unidimensional, y ella es el fuego artificial central del relato que deriva o se complementa en los percances, defectos y frustraciones de su familia.

En el otro lado está Julia Roberts, la que ha sabido explotar, con éxitos y fracasos, claro, dependiendo de cada quien, su gracia y simpatía (yo creo que si bien acostumbra una cuota de talento no ha sacado nada espectacular en esta línea tras la encantadora Pretty Woman (1990), y no importan los juicios morales, la inocencia que despliega la historia, ni las descalificaciones ajenas), en películas ligeras que la han catapultado a la merecida popularidad, pero como que se estaba agotando la fórmula o muchos ya lo tenían por hecho, tras tantos años de repetirse, siendo Erin Brokovich (2000), su lugar más alto, que siendo honesto encuentro el respaldo demasiado entusiasta aun elogiando el filme y a su persona. Y no es que ella haya sido muy exigente, yo diría que ha tenido más bien destellos, aunque debemos tener presente que ser entretenido y gustar también es una virtud que sabe manejar bastante bien. Actualmente en el papel de Barbara Weston, la hija predilecta de la familia, de la que se vislumbraban grandezas y que desilusiona al casarse y ser ama de casa, un trasunto general de lo que es la vida, se luce desmejorada en su apariencia, lo que le exige el rol, siendo sutil en lo externo (un logro aunque tampoco sea para reventar demasiados cohetes, pero sí que es una buena actuación, donde los cambios son discretos, ejerciendo algo “atípico” a su común caracterización, el futuro es elíptico en su personaje a diferencia del tangible de Brokovich, en una nueva promesa, como pasa con sus dones), que se amalgama con la idea de su caída, en lo que es mutua la desazón familiar, compartida incluso en la misma perspectiva. Es valioso ver que brillan -mucho más que el resto- los matices en su concepción, alguien de quien podríamos decir que suena injusto que fracase, que tiene entereza, dignidad. Con quien todos podemos sentirnos más identificados, y eso escoge el filme. Viendo cómo se rearma desde la nada, desde la decisión, a partir sí misma, mientras la mayoría se quiebra, se desmoronan y quedan ahí, aceptan muy poco, ensombrecen el mundo, no obstante Barbara resulta una representación en la trama, es el mensaje entre tanto espectáculo, ya que la película tiene mucho de teatro, no se puede negar. Pero hay que apostillar, logra la transición al cine, y no es porque sea gratuito, se debe a pequeños cambios, a unos pocos detalles realistas, si bien es una adaptación que funciona en pantalla bastante tal cual a su procedencia. Y es que uno se siente cómodo con la obra teatral, aun viendo sus naturales marcas de distinción, en éste otro lenguaje artístico.

Es un filme, como todo aquel que tiene sustancia, que sirve para interiorizar aspectos humanos, aquí desde la grandilocuencia. Este cine alumbra algo mayor que luego asimos a la propia cosmovisión. Sopesando alguna crítica extra del autor, anexa, más directa pero como comentario en los tantos diálogos (viendo que están tan bien desplegados en la trama). La llanura o naturaleza que implica -a contracorriente de la idea general- libertad y posibilidad o eso hay que buscar, seguro que en el esfuerzo más que en lo utópico o etéreo, la tierra y el hogar como lugar de fuerte y capital experiencia, en el caso presente Oklahoma (que como todo lugar que invoca las raíces de alguien se le critica, se le recrimina, se le tolera y se le quiere), lo nativo como origen desencadenante, nuestro magma podemos creer, al que debemos respetar más, darle su espacio, construirlo –si bien la visión angloamericana de la familia suele ser como la que exhibe Letts, pesimista, y nos diga que es cuestión de ver su idiosincrasia, hacer un balance, ser generosos, pero no masoquistas-. Entendiendo que los padres tienen una responsabilidad, crear un ambiente saludable, que funcione, en que se pueda convivir en paz, formando seres humanos con tendencia a lograr ser felices. En lo que es la metáfora de los indios, vista a razón de un núcleo vital en el porvenir de cada existencia aunque no tenga la última palabra. 

miércoles, 5 de febrero de 2014

Dallas Buyers Club


Ostenta 6 nominaciones a los Premios Oscar 2014, y dentro dos candidaturas que yacen como las favoritas a mejor actor principal y de reparto, para Matthew McConaughey y Jared Leto respectivamente. Ambas son muy prodigiosas, bastante exigentes, pero me ha impresionado mucho más como resultado interpretativo la de McConaughey, por medio de una consumada expresividad, su tensión y los cambios de ánimo tras el proceso emocional que rigen a su personaje, en la preocupación ante el futuro próximo que desnuda su temple, el que viene de una personalidad fuerte siendo un hombre tradicional del sur americano, con su masculinidad al tope, su natural homofobia y sus prejuicios, que nos describen a un tipo aparentemente simple, que remonta lo que puede verse como un estereotipo y promueve una adaptación, producto de enterarse que ha contraído el VIH y le auguran solo 30 días más de vida. Éste conflicto lo terminará dibujando como una persona inteligente, audaz, emprendedora, decidida a luchar y sobre todo a aprender dadas las circunstancias a ser tolerante con otras realidades y gente que en la normalidad de su entorno rechazaría, los que ahora son afines a él por la enfermedad que produce el sida, y la inminente muerte. Pero que se puede manejar a un punto si uno la trata, prolongar la existencia y la calidad de ella, aun estando a mediados de los 80s cuando las soluciones y las medicinas eran precarias y hasta arcaicas, ya que los médicos de la época dependían de una droga, el AZT, que no era suficiente, y causaba daños colaterales, según nos cuenta ésta biografía. Entonces ante la necesidad de subsistir, Ron Woodroof (Matthew McConaughey) un electricista que vive en el estado de Texas, aficionado al rodeo, soltero, mujeriego, acostumbrado al sexo casual (destaca una escena en el contraste de un coito en medio de un corral de salida de toros y su plaza en pleno uso), a las drogas y al alcohol, se reorganizará, buscará opciones, dando lugar a utilizar y contrabandear medicamentos no permitidos ni disponibles en Estados Unidos, en su llamado Dallas Buyers Club (Club de Compradores de Dallas), atravesando la frontera hacia México o volando en avión a países como Japón o Israel para traer remedios y recursos, que lo harán superar su pronóstico de sobrevivencia.

En el otro lado debo decir que Jared Leto es un actor que me parece mucho mejor de lo que se le tiene, uno al que aprecio mucho desde la maravillosa Réquiem por un sueño (2000), alguien talentoso que hasta la fecha inexplicablemente caía en cierto anonimato e indiferencia, es decir no miraban su alcance como interprete, y que en la presente aplaudo, haciendo de un transexual enfermo de sida, como compañero de trabajo, mano derecha y amigo de Woodroof, con un cuerpo muy delgado y ademanes y amaneramientos idóneos a su rol. No obstante hay momentos actuales en que me decepciona, en que no le creo o me es poca cosa la empatía que se quiere crear con su sufrimiento o cierta marginalidad, observando que tiene rasgos de frialdad que denuncian método. Pero si hay que sopesar y escoger me afirmo en su defensa y colectivo elogio por todo el conjunto presente y me parece que lo reprochable es lo menos. Me cautiva mucho más su sensibilidad y compromiso para transformarse y manejar el papel, creando a un interesante y en cierta medida complejo Rayon para Dallas Buyers Club, que vendría  a vislumbrarse si conjugamos tres de sus anteriores artificios, la homosexualidad de la pareja del conquistador griego en Alejandro Magno (2004), aunque no desde alguien atractivo como se deja ver en la de Oliver Stone, sino más rústico; el impresionante cambio físico de El asesinato de John Lennon (2007), en ella representa a Mark David Chapman, quien mató al legendario Beatle, el que estaba bastante subido de peso; y la versatilidad, el ser difícil de clasificar, de la bastante irregular pero curiosa Las vidas posibles de Mr. Nobody (2009).

Matthew McConaughey sale de la rutina en su caracterización, tanto por personalidad como de emulación que consiguen una unión perfecta, la cubierta realza el fondo y se permite engrandecer la historia que vista bien no es nada del otro mundo, pero la que opera sacando provecho de sus recursos, de su sencillez, siendo más manejo, aun siendo tan importante lo que trata. Tan bien lo hace que parece que hasta implementa gestos a su cualidad de actor. Es muy penetrante y sugerente su trasmisión de cómo se siente, sin caer en esos muchas veces gastados dramatismos que dado el contexto podríamos creer que se exigen, y se debe a que es un tipo rudo, aunque tiene su breve escena de quiebre, de lágrimas, en donde asoma decidirse, que incluye el suicidio, lo que saca a flote toda su esencia en lo estoico de su carácter, y eso hace que la precisión y el detalle cobren tanta prodigalidad en la piel de éste actor. Su cuerpo trabaja al completo, y ayuda mucho haber bajado tanto de peso para consolidar a Ron Woodroof.

El estado de enfermedad de Woodroof yace logrado desde algo básico pero bastante asumible, aparte de la apariencia, con ese zumbido previo a los desmayos, el que hace de recordación inmediata y produce un estado de inestabilidad que es indispensable dada la trama, a la par de la que genera la reacción del gobierno y la policía, ante las pautas de la Agencia de alimentos y medicamentos (Food and Drug Administration, FDA), que se movilizan bajo el control que ejerce la industria farmacéutica americana de su tiempo, a la que se le imputa el mal manejo de los pacientes de sida, producto de intereses económicos y administrativos (esto se desliza por boca del protagonista, tratando de entender las limitaciones y la austeridad de recursos que impone la institución a cargo del permiso de los medicamentos). También se debe a que el director canadiense Jean-Marc Vallée sabe imponer su historia, ya que podría quedar oscurecida por las actuaciones, sin embargo éstas son reciprocas, se retroalimentan, desde una capa de suma amabilidad, en que aflora un conflicto especifico (la ineficacia e insuficiencia médica, la próxima mortalidad a esa vera), habiendo su buena dosis de emotividad, mucho desde Rayon (que tiene sus excepciones como la audaz elipsis en la premonición y conjunción de él y el recinto con las mariposas), viendo un proceso alternativo que se da de forma entretenida, fácil de sobrellevar, pero con visceralidad, y es que no hay abundancia de elementos, no siendo para nada un relato vacío, sino que economiza sus fichas, por lo que nunca redunda, sino explota su centro con solvencia, con una muy buena repartición de los hechos que generan alcances mayores, teniendo un background verídico.

Es notable descubrir que Vallée mejora notablemente su ritmo, a diferencia de La reina Victoria (2009) que era más pesada en el transcurrir de su metraje, aunque queriendo ser simpática y en parte -a pesar de la crítica- lo lograba. Ésta deja ver su estilo, el de saber hiperbolizar las tramas, que mejor dicho se trata de sacarle sustancia, atención y atractivo a algo que tiene un argumento pequeño pero que es intrínsecamente grandilocuente por sus protagonistas o su temática. Mientras, en Café de Flore (2011) ya está en todo apogeo y habilidad su capacidad de narrador, en un rendimiento en buena medida de excepción, de saber contar con mucho ingenio, soltura y creatividad un relato, y aprovechar cada parte de su historia, en la que la estructura demuestra mucho dominio de ésta, armando una figura completa por medio de sus piezas muy bien desplegadas, donde vibra la emoción y la originalidad, cuando esto no es que abunde dado el tema de la reencarnación, en la unión de dos líneas argumentales.  

Si un filme es interesante en su temática y atractivo en lo formal, está muy bien contado, tiene actuaciones solidas que describen bien su contexto, no hace falta más que elogiarle. Sin embargo, no es una historia trabajada en el fondo con demasiada complicación, al final lo que exhibe es poco, escogiendo contar algo personal, íntimo, buscando seguramente una mejor empatía, situarse y conmover como enseñar una mayor y más comprensiva convivencia, reflejando desde algo particular un tiempo y un acontecer colectivo, de ahí su relevancia, que toma forma en su capacidad de fabulación mediante sus retratos. Nos encontramos con una propuesta que atrapa en todo auge, y que tiene capacidad de reflexión desde coordenadas directas que calan primariamente, bajo el constante uso de la intensidad de sus lapsos fáciles pero certeros de confrontación. Véase en el supermercado con el ex compañero homofóbico convertido a enemigo, el bar con los supuestos amigos haciendo mofa de su hombría o los encuentros con homosexuales y su mundo. Junto a ello yace su toque romántico dentro de lo que podemos llamar platónico o amistoso en el papel de la carismática y funcional Jennifer Garner.

Tiene varios lugares comunes pero en parte los alabamos porque funcionan en conjunto, hacen de la película una muy solvente, ágil, sin perder un nivel que merece, sabiendo manejar algo delicado con sagacidad e incluso humildad, aunque recurra a explotarle a veces superficialmente. Y es que se deja ver demasiado bien, que uno se vuelve indulgente, comprensivo, con algunos “fallos”, simplicidades o su condición condescendiente con un público amplio. Igual hay que declarar que no estamos ante una obra muy original, o atrevida, en realidad (donde falta profundidad, y no hablamos de que se vuelva un panfleto, quizá le falta seguridad o mayor compromiso en algunos puntos, no solo hacia lo gay), aunque a pesar de todo está muy bien expuesta desde lo que busca, con su fin plenamente realizado, fuera de congraciarse con la homosexualidad que yace es algo bastante más normal en nuestra convivencia social. No se siente que su sentido sea el de querer trasgredir, o ser muy rebelde fuera de utilizarlo como parte de la trama, aunque sí denunciar algo que suele repetirse. Es la historia de un hombre común, desesperado, de uno que a su vez es muchos, pero que yacen pasivos entregados a su suerte; es una voz representativa de salvación. Él enfrenta una mala o ineficaz gestión estatal, y a lo macro-económico, que muchas veces se desligan del sufrimiento de a pie. También es una virtud, explayarse sobre ello, en tiempos donde estas batallas siguen siendo valiosas, porque generan equilibrios, revisiones (como se lee en el epilogo) y tolerancia.

lunes, 3 de febrero de 2014

American Hustle

Es notorio que David O. Russell divide a la gente, tiene el respaldo de los Premios Oscar que por tercera vez le concede abundantes nominaciones, The fighter (2010) le dio 7 y obtuvo 2 triunfos, en El lado bueno de las cosas (Silver Linings Playbook, 2012) fueron 8 y ganó una estatuilla dorada, y en ésta oportunidad American Hustle le da 10, y hace nuevamente pleno en la categoría de nominados a actores. Con lo que se denota que tiene el aliento de un importante sector del público que es lo que define la mayoría de candidaturas de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas Americanas. Pero también hay una corriente que cree que está sobrevalorado. Y yo en lo personal me ubico dentro de los que lo apoyan, porque sin ser espectacular, alguien extremadamente original, disfruto de sus filmes.

American Hustle puede verse como que tiene un aire o parece intentar emular (algo) al idolatrado Martin Scorsese, mucho teniendo bastante fresco su último ataque de genialidad, El lobo de Wall Street (2013), de quien no discutimos su mención y la seducción que emana, ya que se debe a su talento fuera de resultados discutibles, sin embargo creo que en conjunto es totalmente distinta ésta película a cualquiera preexistente, por el estilo propio que impone finalmente O. Russell, además de que no pienso que sea restrictivo a un solo autor hacer un tipo de cine.

El tema de los gánsteres, los fraudes, policías en pos de la celebridad y la corrupción política lo maneja muy bien ésta propuesta, con un toque –que no completo porque fluye, tiene ritmo y vida- de idónea sequedad, cierta impuesta ligereza y su infaltable ironía, no dejarse tomar muy a pecho en lo que exhibe, que se da como subterfugio para permitir no ajustarse a una trama cuadriculada, aburrida digamos, sino moderna, y poder moldear al gusto el juego personal, una autoría. Porque no se trata de retomar en absoluto lo clásico, aun manipulado séptimo arte precedente, como una falsa fachada de otra década, los 70´s (que invoca referentes de esa época, como el cine de denuncia o policial, el arte de Sidney Lumet), entendiendo que también depende de hechos verídicos y detalles que “obligan” un retrato. No obstante, se observa sin dificultad, que David O. Russell pretende yacer en su libertad de director, y vemos que se caricaturiza intencionalmente un poco a los personajes, pero sin borrarlos de una película seria, de un drama de criminales, ya que no es para nada una comedia, sino que quiere destilar una capa de consabido relajo en cómo nos lo cuenta.

De ahí que todos tengan peinados ridículos, Irving Rosenfeld (el siempre sacrificado, comprometido hasta la médula y vastamente versátil Christian Bale) una calvicie mal escondida, aparte de una voluminosa barriga, congruente con lo que representa, un estafador de suma inteligencia aunque de pequeños movimientos de engaño. El alcalde de New Jersey Carmine Polito (Jeremy Renner) un peinado a lo Elvis en medio de una elíptica pesada vida familiar –tiene 5 hijos y una esposa que nos recuerda a la de los típicos gánsteres italoamericanos que nos ha dado siempre el cine contemporáneo, mujeres de barrio- y un mal disimulado pésimo gusto, siendo un hombre capaz de ensuciarse en el desarrollo de su ciudad, como él mismo dice, hacer todo por ella, en un mandato que conjuga avance a costa de algunas licencias, poder tratar con mafiosos dueños de casinos en pos de trabajos e ingresos para su estado. Y por último, el oficial federal Richie DiMaso (Bradley Cooper, que se esconde en varias capas, siendo hilarante, un poco tonto o imponente dependiendo las circunstancias) que ostenta una permanente, rulos, como la cabellera abundante de la compañera de estafas Sydney Prosser (en una sensual –mención especial de sus escotes- y compleja en sus emociones Amy Adams); luciendo un aire a sex symbol latino de música disco, mientras hace todo lo que puede por consagrarse en su profesión de policía encubierto, hasta manipular los hilos para que congresistas, senadores, criminales y alcaldes caigan en su red, en un plan sustentado predominantemente por el anhelo de notoriedad, atraparlos infraganti, aun incitándolos más que descubriendo y desbaratando negocios ilegales. Algo que juega con la audacia de quien se desnuda como fabulador y desmitificador, en caso de O. Russell, un generador de artificios que crea un universo creíble, solvente en sí, lo que hace todo cineasta. Y nos invita a observar y desentrañar como se fabrica arte, en una especie de alter-ego en la piel de DiMaso conjugado con Rosenfeld al que se le instiga para que perpetre un fraude que enmarañe a criminales, aunque no todos los son pero se verán tentados a ello, y que puede ser visto como un sutil meta-cine. Una película que mirada detenidamente es bastante inteligente siendo fácil de entender aunque sacrifique una parte de la cotidiana ilusión y pueda molestar, como quien nos da la sensación de revelarnos que quiere tomarnos el pelo o enseñarnos una verdad que no atendemos y nos mantiene “inocentes”, fieles a nuestra calidad de espectadores.

No obstante, si bien juega a concretar un contexto de forma discretamente atípica, rompiendo la narración convencional pero como quien pretende normalidad, provocando el conflicto “arbitrariamente” para luego decirlo, por si pasaba desapercibido su pequeño toque particular, y hacer una última jugada en que se sigue explotando la capacidad de fraude, ya como historia lineal y ordinaria, no deja de asumirse como entretenimiento, es su basa, pero con su infaltable impronta, y es que David O. Russell puede ser bastante extravagante, a diferencia de lo que creemos de su séptimo arte, como se puede ver en I Heart Huckabees (2004).

Es como lanzar al ruedo una chispa de ingenio o algo poco manipulado, dentro de una trama, más que visto como defecto, un cariz anodino o una tonta ocurrencia, en donde se falsifica a un jeque árabe para que caigan los ratones a la trampa, con el que se les llama y entusiasma a los criminales y a los potenciales delincuentes (lo cual no es que suene descabellado), aunque incluye meterse con algún peligroso gánster (la historia crece con sus pormenores, que le catapultan y nos centran para seguir atentos un hilo), el ejecutor Victor Tellegio (Robert De Niro, en una figura que le persigue eternamente dado el talento en ello, que domina, aun en una breve caracterización y ya habiendo hasta bromeado con esos roles) pero sin que por ello atrofie el conjunto, o sea la historia, más bien la alimenta desde coordenadas personales.

Al final se ve que son pequeños pretextos lo que hacen una estructura, algo notable en el papel de Rosalyn Rosenfeld (la prodigiosa Jennifer Lawrence, a la que se le exige roles exigentes de engañosa simplicidad, maduros pero imperfectos, y siempre da la talla, iluminando un personaje rico en arrebatos, mucha emotividad, e incongruencias a flor de una personalidad de vulgar sapiencia que termina ganándose nuestra empatía bajo su carisma todoterreno), una joven hermosa pero chabacana, voluble y con falta de autoconsciencia.

Puede que American Hustle no sea una gran historia como tal, no sea tan cautivante en bruto, siendo relatos ya muy gastados, una vez visto de que se trata el embrollo en sí (engrandecido por sus artificios, véase su banda sonora que imprime fuerza  y personalidad a las secuencias, con Tom Jones y la nostálgica Delilah, la estupenda Live and let die de Wings, o las icónicas I feel love de Donna Summer y -la a su vez dulce- How can you mend a broken heart de los Bee Gees, entre otras, que imponen una atmósfera en toda plenitud; o sus escenarios familiares, bendecidos por el aura de lo vintage, donde se citan los personajes modelados dentro de un curioso glamour, el setentero, que no pelea con lo austero por ser propio de su tiempo), sin embargo no desfallece nunca, genera mucha atención, entretiene mucho más que suficiente, y maneja perfectamente la temática del fraude, la hace suya, teniendo atributos innegables de valía, como explotar a sus personajes, revestirlos de disfraces, matizarlos y hacerlos interactuar con verdadera intensidad, tales son sus dos protagonistas Irving y Sidney que tienen vidas apasionantes gracias a su rabia interior (lo dejan ver sus voces en off,  cuando describen quienes son, y el flashback que termina regresando a esa sala privada con el jeque y Polito, que los justifica de alguna forma, aunque sobrellevarlo canse o intimide), por sobre el orden de la derrota y la frustración que les ofrece a ellos la cotidianidad, dándose controlados como ameritan sus farsas –hasta en el acento británico de Sidney que es muy significativo para cambiar su biografía, su pasado de desnudista, que como dicen uno quiere creer lo quiere, todos mentimos o lo hacemos con nosotros mismos- en una oculta vehemencia que los motiva. O. Russell es, sin duda, un director que sabe sacarle sustancia a sus actores, no es banal tanta nominación al respecto, generando vínculos y panoramas portentosos con ellos, más allá de lo concreto. Continuos cambios de ánimo o en apariencia, en un buen manejo variado de conflictos, entre lealtades y deshonestidades. Lo que hacen del filme una especie de juego de cartas lleno de intenciones y adivinanzas con sus roles, y a nosotros observadores de ese intercambio de movidas maestras, siendo las mejores, las más importantes las de torpeza dentro de la atracción del argumento.

domingo, 2 de febrero de 2014

Her

Mi atracción hacia el cine de Spike Jonze no empezó con sus extravagantes y originales largometrajes, que siendo franco me eran extrañamente indiferentes e incluso había un filme suyo que había abandonado; lo que más tarde claramente ha cambiado encontrando una cosmovisión muy sustancial. Fue con su corto I´m Here (2010) que me enganché, en que podemos ver lo que será más tarde la presente película, un relato romántico dentro del género de la ciencia ficción, en la que evitamos concentrarnos predominantemente en su envoltura creativa que tampoco es algo muy arduo pero sí audaz –la que no solo es una poderosa fuente de atracción como acostumbra éste director, sino que cumple también un cometido de profundización en su conjunto, que elogio- ya que yace anclada a algo más importante, un retrato y análisis sobre nuestra humanidad, refiriéndose a lo que nos permite encontrarnos en esencia y concebir la felicidad, no necesariamente por medio de lo tangible.

Así lo demuestra Her, la que parte literalmente de lo contrario, diríamos que de lo abstracto (una idea ejemplar viendo como la posesión física es tan celebrada en muchas culturas modernas, y que por supuesto es vital, pero que aunque suene tradicional decirlo es mucho mejor a la vera de algo rotundo en el corazón), una entrega mayor fuera de todo encasillamiento, en el cortometraje el donar nuestro cuerpo, en un acto sublime de vivir y velar por completo -relegándonos o haciendo imponentes sacrificios- por otro ser humano.

El corto es mucho más ligero que su último filme pero hondo y valioso en su medida, y es que ahora un contexto más elaborado articula más temáticas a la vera de lo que acabo de detallar a grosso modo, en donde Theodore Twombly (Joaquin Phoenix, uno de los grandes actores de la actualidad, el que tarde o temprano creo merecerá un Premio Oscar, si sigue como va), un tipo clásico, de aspecto un poco tonto –como con en el uso de su evidente vestimenta anticuada, pantalón por arriba del ombligo en un aire de cariz universitario bastante serio pero desaliñado- e intelectual, alguien de índole solitario, pero con un sentido del humor común a cualquiera afín a la travesura e idiotez donde anida y se esconde el espíritu extremo de Phoenix (basta ver la terrible I´am Still here, 2010) atraviesa por el trance de divorciarse de su mujer, Catherine (Rooney Mara, de bello rostro y cualidades prometedoras como actriz, aparte de que está actualmente en la palestra).

Theodore tiene un dolor, un vacío y un común pero no menos complicado reto de superación personal que vencer; cree que ha perdido a la mujer de su vida y le cuesta dejarla ir (no quiere firmar los papeles de separación a más de un año de roto su nexo afectivo), que se ve reconfortado y absorbido por un idilio muy particular, se ha enamorado de un programa de computadora, experto en entablar vínculos emocionales y empáticos al ostentar en si la retroalimentación de información de la personalidad y los sentimientos del usuario y ante ellos crecer como ente racional que busca asumirse emotivo. Pero es que la comunicación y conexión es como si fuera casi con una persona real y va más allá, subyace muy comprometida, llana en el trato, en un tono humano, abierta al otro y -ante esa interacción- consigo misma. Es estar muy despierto con el amor y eso cautiva; con la que comparte risas, aprendizajes, cariño, juegos, aventuras, intimidades, pensamientos existenciales, hasta sexo, en la voz de la sensual y ubicua Scarlett Johansson quien es Samantha, la dama y la relación amorosa perfecta, la que nos llena y nos subyuga, nos arrastra hacia lo mismo que manejaba el corto predecesor.

El desenlace nos muestra todo más fácil de entender y decidir, sin embargo la mayor parte del metraje que a un punto engaña o te captura en un tipo de historia es distinto, y nos pone como fuente de introspección un romance de aire imposible, por lo menos arduo de concretar si eres exigente. Te enfrenta a la realidad nada simple pero en buena medida placentera que conlleva, como a ciertos prejuicios y normalidad en contraste, al contenerte en una relación freak, si bien Theodore Twombly tiene el carácter necesario para sortear esas limitaciones aun teniendo sus naturales dudas y sus momentos de confrontación con su entorno.

Spike Jonze, como suele hacer, le proporciona muchos giros a su propuesta, aquí principalmente uno más, en un aspecto grandilocuente, en que además cambia parámetros para generar una nueva interpretación. Y ya lo veíamos en Cómo ser John Malkovich (1999) y en El ladrón de orquídeas (Adaptation, 2002). La primera es un ir a un estado continuo de sorpresa y reto, al meterse en la cabeza del actor aludido en el título, y exhibir un relato maleable y muy rico, que se mueve en temas como la inmortalidad, la visión de la realidad, la suplantación, el éxtasis de la admiración, la identidad, la transfiguración -no solo física- del sexo, el absurdo, la comicidad, la locura, la imagen como éxito, entre muchos otros pensamientos que se desprenden siendo un retrato que se teje como un divertimento, lo que implica no tomarse demasiado en serio, esbozando, articulando, dejando en el aire mucha filosofía sin necesariamente exprimirla o abordarla a consciencia. La segunda es otro interesante estudio analítico, aunque muy distinto al anterior que manejaba hartos cabos, que brilla en gran parte en la metalingüística, en el uso de cajas chinas, y en los vínculos entre arte, la vida supuestamente fidedigna y el cuento, mezclando la autoría con la calidad de ser protagonista de un noir que es en lo que se vuelve a fin de cuentas, en una intensa y rocambolesca historia criminal que deja cavilar sobre dejar de ser un perdedor a través de la “ficción” (se pueden dar varias lecturas), hacer una relectura existencial a través de la creación que se desborda hasta contener el mundo, como en un estado de locura convertido en pequeña lección, creer en nosotros. Nuevamente Jonze hace gala de su calidad de entretenedor y vibra en un clímax que rompe todo espíritu de trascendencia. Lo que podemos verlo muchos más en Donde viven los monstruos (2009), película que saca afuera y promueve toda una vena infantil, la libertad total, pero en que se tiene el sentido de aleccionar al monstruo que todo ser humano lleva dentro, en una isla en que la gobiernan sus comportamientos exaltados, extremos, crueles o muy sensibles dependiendo el caso, impredecibles, de cara a un niño problemático (un juego de espejos) que vive en una casa disfuncional y por ende complicada, el que hace un viaje fantástico a un mundo de bestias de cariz mental humano primario (¿imaginarias?, eso no importa, ya que el filme sigue su propio código) que toman por asalto la existencia, y empeñan sus esfuerzos en vibrar cada minuto sin miramientos, hasta que se les revela que deben ser mucho mejor que eso, tomar responsabilidades, especialmente con su emotividad que refracta en mucho egoísmo, en un individualismo conflictivo. Es la gran sabiduría de la convivencia, todo reflejado en una realización sencilla, que aparenta no seguir convención narrativa hasta faltados veinte últimos minutos, redondeando y sellando su leitmotiv, aquella discusión casera pero de suma importancia. Es una cinta que vive en ser lo que representa, pero que deja un mensaje adulto.

La historia de Her se centra en un romance llamémoslo virtual aunque se deje ver muy real, el que tiene tanto en común con cualquier otro (entre comillas, ya que puede ser en ciertos puntos hasta mejor), y Twombly lo vive así. La propuesta nos ubica en un contexto muy actual, el de internet y la tecnología, que puede hablarnos de una ilusión (o de un estudio de nuestras carencias, frustraciones y vaciedad), si bien el tema de fondo es la comprensión de como dejar ir a un amor que ya no nos corresponde, de darnos otra oportunidad con otros, de seguir adelante (la imagen final de los amigos abrazados deja en claro ello).

Ésta trama nos destila una pregunta, ¿hasta qué punto estamos desvinculados de lo verdadero?, en el decir de lo valioso. Nos falta poner de nuestra parte, trazarnos metas, rehacernos si es necesario, mejorar -como una constante- nuestro alrededor y en ello más que una crítica hablaríamos de un complemento con las computadoras, que son un punto para mover el mundo, como deja ver el filme en su uso, aparte del arte que emana. Y eso juega con una lectura distinta a la que podemos creer en primera instancia, porque en nuestra cotidianidad tendemos a hacerlo todo mal, o caer en muchos errores, no nos prodigamos muchas veces afectos, comprensión mutua o pequeños entretenimientos que exhiban esa aura bendecida del enamoramiento (poder meter en la vida más sueños, comportamientos agradables, inocencia, deslumbramientos), o solo lo hacemos cuando todo está perdido, y ésta por un lado también luce como una llamada de atención de como algo fantástico, Samantha, la que quiere ahondar en el mundo, nos enseña que el planeta y la humanidad es hermosa en muchas facetas, en cuanto a la desnudez (la corporal y la interior), nuestra intimidad y descubrimientos, y que deberíamos aprender a aprovecharle, y a disfrutar con mayor predisposición y ahínco, atenderle con pasión.

La personalidad habitual de Theodore es la de alguien apagado, medio muerta, teniendo en cuenta que está sufriendo y añora a una mujer en especial, tanto que cuando tiene enfrente a una beldad escultural y erótica en el cuerpo de la actriz Olivia Wilde la rechaza, cosa que sirve de ejemplo para ver que no está tampoco desesperado por hallar a alguien, como se puede creer. Sin embargo se ve que con la motivación correcta (el pasado también enseña) sale a flote un sujeto saludable, mostrándose como un ser humano gracioso, espontaneo, inteligente, sensible e interesante, como es él en realidad, o eso aguarda por ser explotado y compartido. Esto se vislumbra en algunos gestos amables, de confabulación y de mucha confianza, incluso tontería, con Amy (una polifacética Amy Adams) que es como su reflejo, la que quiere que se le respete (de ahí su deseo de hacer un documental donde brille la autoría por sobre lo práctico) y se le trate con más delicadeza. Nuevamente el ideal aflora en detrimento de la costumbre y el tiempo que merman convenciones, a veces necesarias para generar paradójicamente un mejor ambiente, ya que todo no es comodidad. Estamos ante un filme que alienta todo tipo de ilusión, aun perdiéndola de vez en cuando (o finalmente dé paso a una reinvención), y es que propone un trabajo, nada que venga fácil porque el entorno es menos gratuito de lo que se cree, es duro y hay que remontarlo.

La propuesta es la aventura de un idilio dentro de un contexto particular, un romance con un programa muy avanzado, muy fino en su anhelo de emulación (el que no se ve así de literal por las personas que lo utilizan, y eso hace el panorama más complejo), en medio de una lucha porque llegue a buen fin, buscando soluciones a cada limitación (véase distintas muestras de lo sexual o de la interrelación social), pero que permite observarnos como somos, en lo que malogramos y en lo que nos hace falta.

Samantha como producto quiere reemplazar a una mujer soñada que tome forma en nuestra idiosincrasia, recordando que es algo que se ve mucho en la ciencia ficción, vista además como una meta científica (la invención de la vida semejante a la humana por métodos artificiales). Visto sencillamente indica que quiere que le quieran como a una persona (de lo que el motivo puede variar), viniendo a interpretarse como un ente superior o al cual ampararse para que nos salven; en el que se requiere superar el escollo de la ausencia física (que no es poco, más bien tan trascendente, que desde luego en la concepción afectiva también lo es), como con la intervención de un cuerpo de intermediario aunado a una cámara y al audífono, otro momento de creatividad (aunque algo tonto).

Ésta película tiene muchos aciertos creativos, como el de la representación del futuro, el que es reconocible en su sencillez formal, muy parecido al presente aunque inmerso en mayor modernidad, con la exaltación que proveen los abundantes edificios, mucha urbanidad, publicidad callejera elaborada tipo las calles neoyorquinas –como en Blade Runner (1982) aunque más apacible, menos iluminado- y su normal ajetreo y su aura de indiferencia, y es que es una revisión atemporal de nuestra esencia, siendo el amor algo tan predominante para cualquier realización personal.

El giro que toma la trama con Samantha parece más perspicaz y coherente, menos efectista u ocurrente de lo que tendemos a pensar, y aunque en general se respira melancolía, o a veces un tono optimista algo opacado por ese conjunto más sosegado, una humedad que se pega a la piel, aquello se debe -como claramente se deja ver- a que se clama en el relato por la auto-superación, exhalando un aire poético y dulce en la atmósfera, pero que a fin de cuentas impone una chispa de realismo que es la verdad que esconde toda la propuesta (una añoranza que debe convertirse en experiencia, en olvido, y propiciar una reforma). Encaramos un pretexto que da la fantasía para completar y subsanar un camino, dentro de lo etéreo, el querer contener (para revisar) lo que hemos perdido, el que se da por medio de mucho más que nuestra común percepción, que es lo que permite la maravilla del séptimo arte, en un periplo introspectivo salido de la imaginación de Spike Jonze en un sci-fi que nos ayuda a conocernos y pasar la página.