La segunda película de Damien Chazelle, Whiplash, es un
estado perenne de guerra en una escuela de jazz, donde no hay compañeros, sino
que se compite sin remisión por un cupo con ellos; siendo tan igual a un
deporte de alta competición con el que la música llega a compararse, donde
incluso sangramos y sudamos por vehemencia, dentro de una intensidad que llega
a la brutalidad, anclados a una obsesión, ser los mejores del planeta,
pertenecer a los más grandes, convertirnos en artistas verdaderos, fuera de simplemente
colocarnos en algún lugar; como el inspirador Charlie “Bird” Parker a quien le
lanzaron un platillo de batería cuando tocaba mal y se rieron de él, y eso lo
ayudó a esforzarse hasta quien llegó a ser, como nos lo cuenta como referente
de vida y ejercicio de maestro quien sigue al pie de la letra esa ley, la de
sangre, sudor y lágrimas, el maestro Terence Fletcher (J.K. Simmons) del
conservatorio ficticio llamado Shaffer en New York, que mantiene un estado
febril de fuerte tensión en su enseñanza, donde presiona con firmeza, hasta llegar
a ser desalmado, humillar, y usar la violencia, no solo verbal sino
literalmente, con sus supuestamente excepcionales alumnos, o alguno a punto de
ser uno, en busca del próximo Charlie Parker, mientras ejerce una filosofía de
vida de exigir hasta sobrepasar los límites, producto de querer explotar/crear
algún talento especial.
Whiplash va de todo eso con suma fuerza, un desasosegante ritmo,
un atrapante encanto cool y un subyugante entretenimiento (las baterías
definitivamente son cautivantes para la mayoría de gente de espíritu joven, aunque
nos digan, tengamos que tragarnos, que los malos artistas terminan en el rock,
pero viendo que los potentes toques de tambor son como explosiones y fuegos
artificiales en las canciones de jazz, como en “Whiplash” y “Caravan” que son
las que se tocan), que solo queda celebrarla en el mismo contagioso entusiasmo
rabioso que exhibe, haciéndonos parte de
ese juego extremo de la trama, donde vemos a Fletcher saltarse cierta ética profesional
en la ostentación de una ideología particular de éxito máximo, en medio de un
filme que para ello hace gala de logradas propias reglas internas formales,
usando el artificio, la atracción descarada y la fantasía sin atenuantes (no
intentes buscar realismo y verismo al 100% en ella, es cine en toda palabra,
donde hay su propio código, ya que estamos ante una ficción, un hedonismo de cinéfilo puro y sin frenos), en un atrevimiento que se redime no solo al cautivar y apasionar al público, sino en la historia en sí cuando invoca la lógica
terrenal de castigar la locura y el extremismo, uno que lleva a la extenuación
tan alarmante que provoca tragedias.
Hay un desarrollo fluido e increíble aunque sea de narrativa directa, como
en la escena de un impacto en la calle, un clímax al estilo de la percusión,
habiendo varios en el filme, que es totalmente impredecible y crea uno de los momentos
más poderosos que uno puede ver en el cine, y desde lo reconocible, haciendo
uso de una pequeña extravagancia que yace descolocada de la realidad, pero no
llegando hasta lo freak ni a salir de lo de a pie, a fin de cuentas. Que suma
mucho como con esos exabruptos crueles del maestro que empiezan comunes y
terminan exudando creatividad.
El filme nos ofrece tremendo tour de force que termina en
una lucha surrealista, digna de su propio sistema, temática y mensaje (por su
parte en discusión), uno que venera la seducción del espectador tras la osadía,
el hacer algo extremo que revitalice al propio arte, jugársela toda por llevar
la elucubración de ciertos clichés como también de verdades hasta quizá la
deshonra, o el Olimpo de ese desenlace a prueba de balas, digno de película, donde
ya nada importa, más que la liberación de cualquier atadura, como de la energía
artística (donde el mensaje desaparece ante el entretenimiento), ya que
Fletcher se ampara en aquella premisa del Cisne negro (2010), de empujar,
apretar, pero en él llevándote a reventar o a crear (dice en una línea, los tipos como Bird nunca
renuncian; aunque después expresa jamás haber conocido a uno, como revelando a un
simple torturador, un J.K. Simmons que ríe, llora y atemoriza en un rotundo y
perfecto monstruo, que aun así guarda complejidad y expresividad), y no por sacarnos
un lado perverso que nos haga ser partícipes de lo excelso, sino que esa oscuridad
yace en el maestro, detrás de la idea de transformar la arcilla en una obra de arte.
Estamos ante la historia de Andrew Neiman (Miles Teller, que
está muy bien), un joven tranquilo y educado que sueña con ser un músico
gigante, sacrificando incluso el amor, y en su mirada la posible restricción futura
de una pareja hacia su anhelo obsesivo, en una línea narrativa que sirve como
espejo de explicación de lo que acontece en Shaffer, la crueldad, el abuso, lo
contradictorio, inesperado, arbitrario, caprichoso, de seguir a Fletcher, quien
es como un dios, ya no un maestro, más bien un guía todopoderoso a quien entregarse en
un delirio de grandeza. Esa chica del cine es la válvula de escape, en varios
sentidos, pero una cotidianidad que rechazamos, un contraste anodino de aquella
“fiesta” desmedida que es tocar Whiplash mientras el instructor exige impredecible que
vayan a su ritmo escurridizo, hasta entrar en la oscuridad/desenfreno que imparte, como en
esa salida del estudio tras la elección de un baterista de otros de pretexto,
con un Neiman transformado en aquella iluminación en verde, pero solo realizado
en el sonido de su propia retribución. Cuando algo pequeño se convierte en gigante,
desde adentro, fuera del final que le toque vivir.