Un homenaje a una de las grandes exponentes del cine
arte, que nos acaba de dejar.
Je, tu, il, elle (1974)
Una película bastante sencilla, que podemos dividir en tres
partes:
Primera parte. Vemos a una chica simple, fresca, natural, parecida a
muchas, un poco vulgar, interpretada por la misma Chantal Akerman que se debate
en un mal momento, sufre una depresión, y aunque no lo manifiesta llorando o
generando una dramatización visualmente dolorosa, vemos como se deja arrastrar
por la nada, encerrada en su cuarto, de lo que le es indiferente el mundo,
mientras se dedica a comer azúcar de una bolsa de papel, escribir una larga
carta que distribuye por el suelo o a cambiar de lugar los pocos muebles del
recinto. Se desnuda, se observa, se afirma y deja pasar el tiempo, como forma
suponemos de cura, o de no quedar otra salida ante la impotencia de un gran sufrimiento,
trata de flotar con el viento, generando otro tipo de emotividad más profunda
que una lacrimógena, melodramática o verbal (entrando como en un trance de una
especie de locura, una entendible, que implica algo específico pero llega a
volar más lejos, hacia mayor abstracción), aunque una voz en off se encarga de
señalar lo que pasa o va a suceder, siendo muchas veces redundante e
innecesaria, pero de todas formas sin ella hubiera sido quizá más complicado
de entender que ocurre, aunque lo que vemos trasmite fuerte emotividad, más
allá de lo evidente.
Segunda parte. La muchacha decide interactuar con la calle (aunque
es solo un trayecto), conoce a un camionero (Niels Arestrup), e igual se dedica
a perder el tiempo (la obra es de un vagabundeo bravo, es la pérdida de toda
brújula, teniendo al amor como bastión), acaeciendo un intercambio pasajero
hasta lo elíptico, con un monólogo de por medio bastante sugerente, sensual, pornográfico,
en el que es un paliativo para las carencias, los conflictos personales,
familiares, la soledad, la desilusión y el abandono (el ordinario camionero
también existe).
Tercera parte. La joven busca resolver el conflicto que sobrelleva, el que le destruye el mundo, surgiendo una lucha, el canto de la efusividad y los
reproches silenciosos, habiendo tremendo clímax lésbico (con la actriz Claire
Wauthion) dentro de distintas etapas que representan los estados de una
relación (dulzura, lascivia, rudeza), en un filme de un cine arte que yo
llamaría humilde, bajo una cuota de transgresión y honestidad emotiva que
circunda por toda la propuesta, y aunque la creatividad es austera en todo
sentido, su transparencia y sensibilidad le trasciende, es lo que más perdura.
Jeanne
Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975)
Denominada unánimemente como su mejor película, una bastante
exigente para cualquier espectador, que dura 3 horas 20 minutos más o menos; es exigente no solo por el tiempo de duración, sino porque hace gala del tiempo
real en la exhibición de acciones monótonas y minúsculas (con algunos pocos
cortes finalizadas las largas escenas), en quehaceres del hogar, donde a la
protagonista, a Jeanne Dielman (una magistral Delphine Seyrig, en la máxima
obra de su carrera), la vemos cocinar hasta en el detalle, amasar carne molida
o cortar papas parsimoniosamente, lavar los platos, tender las camas, arreglar
la ropa, preparar café, limpiar los zapatos de su anodino hijo adolescente con
quien suele conversar cultamente (él es medio intelectual) donde ella luce
sencilla y algo indiferente, escuchar música, salir a comprar comestibles,
realizar arreglos pequeños y transacciones ordinarias, desde caminar por las
habitaciones, tomar un antiguo ascensor, recorrer el pasadizo de su edificio y terminar en las calles, en toda lentitud natural, en que todo resuena a una vida ordenada,
disciplinada, de cierto sacrificio y repetición, el dote de una gran insipidez,
si no fuera porque Jeanne Dielman es una discreta prostituta. Sin embargo incluso
ahí lleva una vida de control y organización, hasta que algo quiebra la rutina y
su mente, un orgasmo, una explosión de éxtasis, con la persona equivocada, en lo que se siente como una especie de violación, como el robo de un alma, un sentir de injusticia
existencial, que bien lo había conversado con su sensible hijo, de entregarse
solo al amor; y hace pie la entrada de una
psiquis que venía anticipada, en todo ese trayecto moroso y fulminante que es
el filme, en esas meditaciones estáticas momentáneas de Dielman, que apelan a
toda nuestra paciencia, creyendo detenido el tiempo de metraje y que hacen
sentir todo el agobio y pesadez que lleva su vida (no es extraño que el clímax
sexual luzca como una asfixia, una sofocación, una estrangulación), pero específicamente
en el llanto del bebé de la vecina que yace a su cuidado brevemente y del que
ella huye incapaz, al retorno de la rutina, a sentarse a tomar café, y es como
meternos en una cabeza a punto de estallar, enloquecer, tratando de estar contenida, de lo que se
crea un poderoso suspenso, transformando la historia en una película de terror,
que bien se justifica en todo el metraje, habiendo una lectura conjunta de intelectualidad,
donde habita la fuerte emotividad soterrada, que en su reverso invoca la pasión
en la vida, exaltándose una oda a la libertad femenina, bajo la opresión sexual
que siente Dielman desde curiosamente la prostitución (no solo es entregarse a
la persona idónea), a partir de la frialdad de su existencia, como por su
anodina situación de ama de casa, donde una carta “infame”, dentro de la
preocupación afectiva, de su hermana, le dice de forma directa que siente pena
por ella, por su soledad y la de su primogénito, cotejándolo con lo que se
supone debería ser llamada una existencia tranquila, siendo significativo el no hallar
cómo responderle, al igual que no sabe resolver/cambiar su vida, llegando a la peor desesperación.
Los encuentros de Ana (Les rendez-vous d'Anna, 1978)
Ésta película de Chantal Akerman se trata de cinco
encuentros que tiene nuestra protagonista, Anna Silver (en una muy buena interpretación
de Aurore Clément, entregada al papel y al ánimo del filme, uno medio
melancólico, solitario, de agotamiento, meditativo) que es una cineasta y un
claro alter-ego de la propia Akerman, que está en gira de promoción de un nuevo
filme, por lo que debe viajar a Alemania, luego a Bélgica y regresar a Francia.
En el camino conocemos como se siente, quien es, y a ese vacío que la atrapa,
como desganada de vivir, de no saber encontrar la felicidad ni la plenitud total,
aun teniendo un trabajo envidiable, en el arte, que a ella le agobia en su
monotonía, en su soledad y hasta en su cierta tontería, de lo que el filme
hace hincapié en las formas y tomas, unas lentas, pesadas, largas, que reflejan
el estado de ánimo de la protagonista, que es toda apertura en realidad, hasta
el desnudo literal, en su sencillez formal, ya que es una mujer de una
transparencia enorme, pero también de una introspección a la par, con lo que
denota no saber lidiar con el mundo, con las relaciones afectivas, ni con la
consolidación convencional o las exigencias emocionales comunes, más allá del
éxito que a ella poco le importa, más lo ve como un mecanismo cansino/agotador,
propio de la depresión. Anna tiene opciones, pero ninguna la satisface, al
comienzo vemos a un profesor alemán que conoce casualmente e intentan una
relación sexual efímera. El hombre termina siendo un buen tipo, inteligente y
sensible por igual, pero a ella le es indiferente, porque no le produce amor,
como se lo revela y mantiene. Después tenemos a una ex pareja suya, hijo de una
gran amiga, mayor que ella, llamada Ida (Magali Noël), con la que conversa en
Colonia (Alemania), más bien escucha, de la vida (lo que representa un amor
tradicional, los cambios en una relación antigua y como subsistir ante ellos,
en un claro canto de predisposición positivo/negativo, que en Anna la hacen
justificar dos renuncias de casamiento y sus huidas). No obstante ella sigue
empecinada, prefiere la nada. Lo que presenciamos es un viaje a la desazón existencial,
como es ese recuerdo doloroso de la latente segunda guerra mundial que sobrevuela
de paso en algún diálogo, o en la economía de los países y el sentido de logro
y goce íntimo y personal, como invoca el amable y abierto sujeto desconocido
que se le acerca a fumar en el tren, quien como ella viaja mucho, pero no halla
lo que busca, que incluso parece no estar del todo consciente que es, pero
tiene a Francia como última opción, el llamado lugar de la libertad, esa que
pretende el filme cuando el dolor silencioso y elíptico nos tiene sumergidos en
lo hermético, aunque tenemos los sentidos despiertos y obsequiamos alguna
oportunidad, como se deduce de aquellos encuentros, que desnudan al espectador
la idiosincrasia de Anna. Hay más, también está el amor lésbico en la
narración detallada que le hace a su madre en Bruselas (Bélgica), en el rol de
sabiduría de Lea Massari, con la que le habla de no saber corresponder, de no
hallar esa imagen que ve en ella. Es un diálogo franco sobre la identidad
sexual, que termina diluyéndose en una llamada más en el contestador, de quien
está en otro mundo, encerrado. Y ni con un amor que supone ideal o el que más
le mueve, aunque plasmado en los ratos idílicos (la esencia de ella,
liberal), con su pareja formal, logra ver una salida. No obstante la ironía es que se
interrumpe el instante, ya no por ella, que debe irse temprano, sino por algo
impensado. Anna trasmite emotividad “secreta”, detrás de una firmeza que
rehúye el llanto, como al cantarle a Daniel (Jean-Pierre Cassel) la historia de
esos encuentros perfectos. Y es la utopía que lastra, el miedo, el pesimismo,
una vocación de tragedia, una enfermedad.
Toute une nuit (1982)
Éste es un filme avant-garde de factura sencilla en que hay muchos
instantes “inconexos” entre sí, pequeños fragmentos o viñetas, de encuentros
y rupturas amorosas y sensuales, como a
su vez momentos de soledad e introspección, en que el conjunto se convierte en
un estado de ánimo, sumamente emotivo pero no empalagoso, de prominente
espíritu sensible, de una profundidad sensorial trasmitida al espectador, pero
sin llegar a la explicites burda, pero sí una exhibición abierta, segura de sí
y honesta, exudando autenticidad, un pequeño pensamiento autobiográfico de las
relaciones de pareja, el amor conflictivo y nuestra soledad existencial, como
aquel del desenlace en la lucha sin violencia entre dos pasiones.
Es una propuesta plenamente romántica donde echar a correr, irse abruptamente o quedarse quieto meditativo
por una larga toma y transferir belleza artística, plasmando el momento de
nuestra humanidad esencial con gran intensidad vivencial, el estado de nuestros
afectos, a través de un baile frenético, una canción, un arrebato, tras una
fijación, unos silencios, unas palabras casuales, prestar atención a la atracción
o al reparo, en medio de la grabación de una larga noche reflejando nuestro
mundo interior, que termina en el amanecer y un nuevo día que implica el
mensaje de dejarse llevar, por el cuerpo y sus anhelos, aunque no nos toque ser
tan racionales. Dejar volar nuestras pasiones, atemporales, efímeras,
desprovistas de juicio moral, libres, explosivas, infantiles, muchas veces
erradas, desesperados, simplemente humanos, bastante imperfectos, pero a su vez
tan poéticos y vivos.
Nuit et jour (1991)
Ésta es una película que parece explicarnos Toute une nuit (1982); es sobre un ménage à trois. Una mujer, Julie (Guilaine Londez) se enamora de dos
hombres, deseándolos por igual, de su pareja, Jack (Thomas Langmann), y de un
amante, Joseph (François Négret). A uno lo ve de noche mientras el otro trabaja
como taxista y viceversa (la traducción del título es Noche y día). Es un filme
de notoria mirada femenina, libre en todo sentido, irreverente en buen punto,
pero también en parte egoísta, porque ambos hombres la aman con verdadera
honestidad y pasión, le son fieles, son correctos, entretenidos, interesantes, profundos
y afectivos, y, desde luego, la quieren para sí solos, como se lo dice Joseph,
que sufre compartirla, aunque llegó después, y ella le explica que de dejar a
uno sería a él, por ese motivo, sin mayores justificaciones, porque Julie es
una mujer curiosa, que se deja llevar por su cuerpo, o sus anhelos primarios, lo
inmediato, es un ser en toda libertad, infantil, poco meditativa, y en ese
aspecto Chantal Akerman muestra una diafanidad potente, donde Julie hace lo que
le da la gana, actuando inconscientemente. Se deja llevar por el placer más
rabioso, y no remite a ninguna moral ni lealtad de pareja, es un antihéroe en
toda regla, como en aquel desenlace fresco y algo incoherente (con lo
convencional), pero es que ella tiene su propia concepción del amor, que no es
otra que la pasión desbordada en su lugar, el éxtasis momentáneo, rehuyendo al
romance clásico, a las responsabilidades y a los lugares muertos. Posee otra forma de expresión afectiva, más carnal, hedonista, atrevida. Junto a Joseph prima el cambio de hotel para esconderse, la aventura, la huida antes
del amanecer; y en el día con Jack juguetear en la cama, habiendo una amenaza
pasiva, como la de los vecinos tocando la puerta a cada rato. Se exhibe una
atmósfera donde no hay descanso ni agotamiento, ni existen malos tratos como
excusa del engaño, lo que hace más osada la propuesta. Chantal manifiesta un
sentir contemporáneo, y aunque nada en lo cool, es el quehacer de las
fantasías, deja de lado la entrega,
que no sea lo corporal, a la vera del estribillo del goce o nada, que hacen una
mirada algo difícil de aceptar por la madurez, pero que brilla en su
autenticidad, en su llamado lúdico intenso, como el significado de esa
remodelación del apartamento, en que uno creería que se trata del simbolismo de
romper una pared, o sea, de construir de nuevo el amor, como dice un diálogo
tras lo racional (del que escapa trasgresoramente; el guion está hecho entre Akerman y
el también director de cine Pascal Bonitzer), pero que en realidad implica romper
un tabú, las ataduras ortodoxas, y hacer un espacio más amplio de decisión,
aunque nos sea chocante, en un filme expuesto desde una gran sonrisa, en esa
felicidad que irradia la protagonista, con hombres relegados a su mirada (unos
que por estar en silencio no quiere decir que sean profundos, con lo que el
filme se hace más picante, igualitario y audaz), que permite una nueva poética,
sin necesariamente compartirla.
La cautiva (2000)
Hasta hoy me sorprende notar que los filmes más interesantes
a la hora del recuento no son a menudo los más entretenidos, los más fluidos y
atrapantes en primera instancia, en su visionado, ya que al quedar algo complejo
en la introspección de una propuesta a uno le provoca una sonrisa al terminar
de ver la película, sientes que el tiempo ha sido bien invertido
finalmente. No es una regla inamovible,
pero sucede como cierto estándar. Y de eso va ésta adaptación de la quinta obra
de En busca del tiempo perdido, libro magnánimo/maestro de la literatura,
perteneciente a Marcel Proust.
La Cautiva es un estudio sobre los celos y la
imaginación que esto contrae en el pensamiento de un hombre hacia su idealizada,
sensual y pasiva pareja (siempre elegante en tacos altos y vestido), esa que es
anhelada como impoluta, desprovista de verdadera identidad que no sea la idea
de la perfección que en la presente trama se reduce al vacío de la
personalidad, en donde en la mente de un joven refinado y acaudalado de nombre Simon (Stanislas
Merhar) ella pasa por el libertinaje, hasta la prostitución y la bisexualidad,
como se ve en la búsqueda de referentes en la calle a ese maniquí que es su
mujer, Ariane (Sylvie Testud), que en realidad no importa que sea o no infiel,
que quizá se le descubra fraudulenta (pasa hasta por irrelevante), sino los
monstruos que crea en la relación la desconfianza enferma de Simon, todo
producto de unas pequeñas palabras de afecto que Ariane le dedica a alguien sin
que se conozca su destinatario en un viaje de vacaciones a Normandia que hizo
hace un año, de lo que arranca la película con la proyección de una película casera
de ese verano en que Ariane sale jugando en la playa con sus amigas.
El
filme parte además del desconcierto, él la persigue en “secreto”, la manda a
vigilar aludiendo acompañamiento de una amiga en común, mientras ella es como
un robot, muestra extrema sumisión. Hasta el sexo es particular, sucede cuando
ella pretende dormir, dispuesto al erotismo y control de él, como en un
fetiche, como que por una parte todos estos celos ocultaran cierta lujuria y
hedonismo, en los supuestos. Simon la imagina en la traición, buscando constantes
indicios, que muy lejanamente los puede haber, como con ciertas amistades
femeninas. No obstante ella es firme, niega todo y en calma, con paciencia y
afecto a prueba de balas, pero a pesar de ello ronda como un fantasma,
surgiendo distintas formas de mortificación para Simon,
hasta la curiosidad de lo directamente surreal como que Ariane salga a cantar a
un balcón y le corresponda una mujer equis en otro balcón, y como dos pájaros
seduciéndose canten una tras otra respuestas mutuas. La Cautiva es claramente la
historia de cómo perder el amor, a través de los celos, sobreviviendo la noción
de libertad, en lugar de la enfermiza autodestrucción de ese pacto.
La folie Almayer (2011)
Ésta propuesta adapta la novela debut de Joseph Conrad, publicada en
1985, y que retrata al colonialismo, la ambición desmedida, el choque de la identidad
y la enajenación de la selva, dispuesta en sombras y algo de misterio, como que
alberga un poder mayor al de cualquier hombre, generando un estado mental de obsesión
y perdición, a través de cierto caos narrativo e intrincamiento, tratando los
afectos, la independencia, lo cultural, el juzgamiento, que refleja lo
colectivo, con notas al vuelo, brevedad explicativa, elipsis, como dentro de
una nubla, y un arte que se forma de pequeñas y sencillas construcciones como
en especial la de aquella playa blanquecina de ruptura, sentados en la orilla al
son de la ilusión, y más tarde el barco de vapor en el horizonte. La película está reubicada de fines del siglo XIX a 1950s.
Nos ubicamos en Malasia, donde un europeo de
origen desconocido, holandés en el libro, Almayer (Stanislas Merhar, bajo
cierto cariz aburguesado, un hombre débil o debilitado físicamente, que yace
bastante bien en la expresión de sensibilidad, decadencia y locura que es tan vital
en la trama), sueña con enriquecerse producto de la búsqueda de una mina de oro
en el plan de un capitán y mentor llamado Lingard (Marc Barbé), para poder
llevar a su hija a vivir como una caucásica rica a Europa, a Mina (la novel Aurora Marion, que fuma contemporánea detrás
de algún aire feminista), mestiza de piel oscura, y la luz de sus ojos. Ésta fémina se debate entre dos
mundos. Por un lado tenemos el nativo malasio, representando en un pretendiente disidente del
colonialismo y medio oportunista, de nombre Dain, como en la madre autóctona de
la zona asiática, que yace en parte abstraída del mundo, Zahira, y quiere que
ella siga sus raíces; y por el otro está el padre blanco enloquecido por hacer
de su hija una dama europea, cuando la sociedad colonial la rechaza por verla
nativa malasia.
Empieza la película con un flash-forward hacia el final de la
historia, donde Dain en un bar de baja categoría canta Sway en la versión de
Dean Martin, acompañado de varias mujeres, una de ellas es Mina, simbolizando
su cariz de mujeriego y de cierta decepción al amor de Mina, que
presencia estoica como un fiel sirviente del capitán Lingard y del colonialismo
mata a Dain de una puñalada, en un empaque muy propio de cine arte e
irreverente a un punto, en una apertura que pretende ser ingeniosa y lo logra a
medias solamente. Ella termina cantando el Ave verum corpus, de Mozart,
latín que invoca a Europa, en medio de una expresión de libertad, ante la
eterna frustración.