domingo, 20 de marzo de 2016

Langosta (The Lobster)

En el bosque se esconden los rebeldes, los solteros, cuando la ley de este mundo distópico, creado por el director griego Yorgos Lanthimos, no permite que existan, hay una ley que dice que quien no tiene pareja debe ser llevado a El hotel, donde tienen 45 días para hallar a alguien o se convertirán en un animal que previamente han escogido. David (Colin Farrell) será, de fallar, una langosta, de ahí el título, de la dificultad de relacionarnos sentimentalmente. Es un filme típico de Lanthimos, un director con gran imaginación, que no se queda ahí, suele implicar una lectura social que yace en la distorsión de la realidad, como puede ser un aprendizaje propio y nuevo de comportamiento y visualización del planeta, o la imitación de la vida ante el duelo bajo una transacción, en que nace la pregunta ¿qué nos hace humanos?, en que parece ser todo una ilusión o tan arbitrario como el propio mundo que fabula Lanthimos, lleno de extravagancia y su propia percepción de la realidad.  

The lobster (2015) pone en discusión la obligación o naturaleza de amar a alguien, si antes fue cómo entender el mundo, cómo nos comportamos siendo tan potencialmente maleables hasta la peor sinrazón, luego como percibimos nuestras emociones y las representamos (o poseen de teatralización), ahora se ocupa de lo que significan las relaciones de pareja, en donde los defectos físicos unen más que el deseo corporal o la atracción de conocerse. La sociedad impone, al igual que en el hotel y en el bosque, la libertad no existe, hay una disposición a delimitar. Cosa que un pusilánime David no es que quiera enfrentarse al sistema, sino que las circunstancias de sobrevivencia lo empujan a la reacción, primero a escapar del hotel, luego del bosque, como quien renuncia tanto a la soltería como al matrimonio, hasta hallar un romance idílico que empuja el sacarnos los ojos, pero que también homogeniza al hombre, cosa que pelea el cine de Lanthimos, en un canto constante por lo freak, y en contra de la superficialidad.  

En esta película de ciencia ficción es como no esperar nada, no dar nada por hecho, es la discusión de todo, de eso va Lanthimos, un anarquista del cine, un buscador e impulsador de creación, que en el camino presenta un hilo entretenido y curioso que es un viaje “alegre” por lo raro, donde la crueldad no suele presentar juicio. David es atado de un brazo al pantalón en sus primeros días de estadía en el hotel, le es llevada una mucama (la talentosa Ariane Labed) para que desfogue su libido mientras espera casarse, sale a cazar personas, a los rebeldes o solteros, esos que bailan solos, no pueden copular, pero pueden masturbarse, o puede ser castigado con quemarle una mano en una tostadora. Lanthimos no teme el ridículo, como todo aquel quien cree en lo freak, y lo roza, lo hace suyo, lo maneja. Ese aire bien lo consiguen todos los actores que se prestan al juego, Farrell con su cara de tonto (gracioso pero todos los que yacen en el hotel tras un matrimonio tienen esa figura), Léa Seydoux hace de ruda y firme líder rebelde, Rachel Weisz de bondadosa e inocente.

En el fondo es la historia romántica del hombre bueno y amable tras la mujer ideal para él y viceversa, pero es el mundo el que torpe, inclemente y frío impide que surja la poesía, y claro, nuestras decisiones también influyen, y es que algo siempre anda mal, como en aquella mesa de restaurante donde una princesa se queda sola (ante el alto requerimiento, como antes el mal manejo de la libertad), que se acopla a esas otras reacciones de frustración, histriónicas o histéricas, en esa mujer que salta de la ventana al no ser correspondida por nadie o esa otra que le dispara a un aparente inocente caballo, representación de quien no corresponde a ninguna pareja. Pero también está la otra cara, viendo que el amigo de David (Ben Whishaw), desesperado, vive en la mentira, en las falsas apariencias, hace de todo por sostener un matrimonio, mientras el amor –o algo parecido- de David y la mujer bella, cariñosa y rebelde del bosque brilla cuando yace en el anonimato, escondido, en el cariz de peligro, que lo hace intenso y sensual. Lanthimos, detrás de lo raro, hace un análisis de variedad de formas de relación de pareja, con una mirada poco optimista, aunque ante todo lúdica y desenfadada, habiendo muchos momentos donde más que todo prima sacar una buena risa, ironizar.  

Parabellum

¿Qué hacer si se acerca el fin del mundo?, eso de cierta forma se responde la ópera prima del austriaco radicado en Argentina, Lukas Valenta Rinner, aunque no sea de la manera más humanitaria, cuando un oficinista de lo más común influenciado al parecer por La carretera de Cormac McCarthy, donde el ser humano se degenera y se vuelve amenaza mortal para el prójimo en un mundo post-apocalíptico, decide ir a prepararse para esta especie de guerra, entrenando en una reserva en el Delta del Tigre, en cómo sobrevivir, camuflarse, usar armas o luchar cuerpo a cuerpo. En esta escuela de cómo ser un guerrillero, que luce igual a un campamento de vacaciones, el hombre junto a otros de lo más ordinarios se alista, para terminada su capacitación viajar a los alrededores –con la mirada de que el mundo es una selva, y solo importa dominar y subsistir a toda costa- y usar la fuerza al mismo estilo de una tierra sin reglas, desprovista de moral alguna. Todo parte de pequeños indicios, la radio anuncia saqueos, hay una atmósfera de tensión reflejada en la debilidad del protagonista que de buenas a primeras toma la decisión de ir a esta reserva, que tiene de ligera ironía en el asunto, pero yace más en la “seriedad” del caso, que señala que la gente tiende a corromperse, convirtiéndose en seres violentos o auto-destructivos, sobre todo cuando las ansiedades apremian. Es curioso ver que el protagonista es como un autómata, que ha visto peligrar su monotonía y quiere defenderla, cómo quien lucha por lo más primitivo. Cuando todo pareciera apuntar a que el absurdo o la locura movilizan a los guerrilleros, empiezan a llover meteoritos en la ciudad. Y es que algunas imágenes poseen harta sugerente potencia visual, como en el arranque del filme donde yace la sensación de que algo oscuro se avecina, que recuerda a Post tenebras lux (2012), hasta esa otra fantástica de la ciudad a la distancia viviendo el apocalipsis mismo Fight Club (1999). 

miércoles, 9 de marzo de 2016

El viento sabe que vuelvo a casa

Ganadora de la competencia de documentales en el festival de cine de Cartagena de Indias 2016, dirigida por el chileno José Luis Torres Leiva. Tiene de guía, entrevistador en fuera de campo, conversador casual in situ, aventurero tranquilo y protagonista al documentalista chileno Ignacio Agüero, basado en un viaje al archipiélago de Chiloé, al sur de Chile. En un filme que tiene una agenda diversa, por un lado es la ilustración de lo folclórico y localista, como con la performance de dos talentosas niñas acordeonistas o la de un “arrojado” niño baterista, la muestra de celebraciones funerarias que duran 9 días tipo circunspecta fiesta patronal con comida y alcohol, o ver locales mezclados con animales, vacas pasteando, o a algún chancho castigado y torturado. Dentro de un documental que está al acecho de la novedad, pero con autenticidad, ofreciendo harta paciencia y buena onda, donde el poblador tiene la oportunidad de brillar, pero la humildad de su vida y vivencias les gana, habiendo una anciana que inquiere por un hijo que no se comunica con ella hace 30 años, en un intento de showman narrando sobre sus 8 vástagos, como quien da sus últimas palabras sobre las tablas, para que al terminar de hablar deje escapar una risa fresca agradeciendo que sorprendentemente la hayan escuchado, y es que no se termina de creer en el ambiente que la sencilla cotidianidad de esta gente pueda ser cautivante para alguien, en el que es un himno a la humildad absoluta, a cierto vacío, y  a su vez a una gran humanidad. También es la búsqueda de la leyenda, Agüero carga consigo una historia que preguntar, la de unos Romeo y Julieta que ante la negativa de su relación desaparecieron, esto se complementa con la idea de que en la isla de Meulín hay dos sectores divididos por un puente, uno llamado San Francisco y el otro El tránsito, uno de ellos una zona donde viven indígenas, mapuches, y en la otra mestizos, que en una época se tenían rivalidad y no se mezclaban, por lo que los apellidos eran formas de separación.

En el trayecto Agüero trata de hallar algún relato fantástico e interesante conversando con los pobladores de Chiloé, pero en la mayoría de veces las respuestas son tímidas, austeras, esquivas o poco sólidas, respetándose una clara espontaneidad que no siembra todo su fruto, hay una carencia de cuentacuentos y de espectacularidad (como ese niño jugando en el desenlace, no obstante el filme registra todo y proyecta otro tipo de interés, ya no en la riqueza de un relato original, sino en la afabilidad y la sencillez existencial, familias amplias, celebraciones caseras, vidas satisfechas ausentes de grandilocuencia, sentido de comunidad, juego, hasta un casting sin pretensiones), que te mantiene entretenido, relajado y atento, donde se ha logrado plasmar no solo mucha naturalidad, de ahí los “defectos” en el alcance de las historias, sino simpatía, como con unos bailes de unas colegialas y otros cantos curiosos. Porque este documental en otra faceta es el pretexto del casting de una película, de lo que a lo Eduardo Coutinho se van dando entrevistas que intentan plasmar esa magia que conseguía el brasileño en sus obras.  

La mejor historia proviene de una indígena acriollada casada con un mestizo y venida a vivir a su territorio, los habitantes bromean hablando de fronteras en su isla. Agüero se detiene en una caminata y fluye una conversación atravesada por una alambrada, la mujer ya de cierta edad con gran carisma y soltura brinda hasta el último detalle. Este pareciera que fuera el leitmotiv del filme, la repetición del Romeo y Julieta de Chiloé, en que hasta en ello hay un pequeño sentir de sabotaje, y sin embargo el documental es muchas otras cosas, como que Agüero simplemente echa a andar, manejar o tomar un taxi, dialogando con quien se le cruza mientras hace de turista curioso, y la cámara y la experiencia conjunta lo respalda en todo momento, y a la propuesta, en el que es el espíritu del triunfo a toda prueba. 

lunes, 7 de marzo de 2016

Poet on a Business Trip

Grabada en setiembre del 2002 y editada en junio del 2013 hasta julio del 2014, fueron más de 10 años de distancia para llevar la película a una sala de exhibición, y eso predica una época que ha fugado, y que se ha quedado congelada en el filme, en este retrato de China, que fueron 40 días de viaje para concretar esta road movie por la región de Xinjiang en que un joven poeta llamado Shu pasea por la zona en busca de prostitutas de lo más simples, mientras vamos leyendo en pantalla bajo su voz en off 16 poemas suyos que surgieron durante el periplo. El director chino Ju Anqi, invisible, sólo con su cámara, sigue a Shu que toma el ómnibus, tira dedo en la autopista o se las ingenia para recorrer Xinjiang con poco dinero en el bolsillo, comportándose como un mochilero sin mayores razones para justificar su viaje que de fluir e ir por ahí a la aventura, aunque yace siempre en su mente preguntar por las tantas prostitutas de la región (los negocios), con las que se va acostando, mientras muestra la humildad de cierta China, en un estado bastante cool, tanto como harto universal, con unos poemas poco solemnes, pero admirativos de la vida, dedicados a una inspiración determinada de su recorrido, pero sobre todo a esas joyas que brillan: el sexo de las prostitutas. Lo vemos hasta acostarse con algunas (al comienzo y al final), conversar con ellas alrededor de la disyuntiva de escoger entre el matrimonio o el dinero, haciendo un recorrido poco trascendente en realidad, donde son situaciones sin mayores pretensiones las que se presentan, pero que hacen de Shu un tipo tan igual a muchos, en una transparencia bárbara, en que lo vemos en toda faceta posible, siendo fresco, tranquilo, dentro de un filme sencillo, pero muy bien filmado, con la naturalidad del caso, en un blanco y negro que evoca los tantos años que la propuesta durmió esperando su momento de revelación. Es el filme que muchos hubieran querido grabar, concibiendo algo entretenido, curioso, y muy común a la vez, que hace ver a China como un lugar más de viaje, donde nos parecemos tanto, en una época de paz, con la sazón de las mujeres de la vida y la aventura de ir tras ellas como quien degusta sabores, apelando a cierto romanticismo, pero no cayendo en ningún estado de inocencia, existe conciencia, a la vez que un afecto y entusiasmo por el mundo que nos contiene, por nuestras raíces, desde la simpleza de internarnos en la provincia, donde largos caminos de tierra, conversaciones casuales al paso y tonteo bravo, pero agradable, se matizan con letras que van embelleciendo lo rural y a nuestra humanidad más de a pie. 

Oscuro animal

Debut en el largometraje de ficción del colombiano Felipe Guerrero que llevó su película a la competencia principal del festival de Rotterdam 2016. Oscuro animal puede referirse a un ser maltratado, como a un poder intimidante detrás de nosotros. Son tres mujeres tratando de salir de la selva e ir rumbo a la ciudad de Bogotá, sufrientes de la prostitución, la vejación y la posibilidad de ser asesinadas a razón de la guerra interna y su relación con la guerrilla. Oscuro animal es la potencia feminista y de supervivencia en Colombia, hacerse fuertes y escapar de la brutalidad, no convertirse en objetos sexuales ni secundarios de la guerra. Por ello vemos sus semblantes tomando tanta expresividad, llorando, sorprendiéndose, asustándose, para luego decidir luchar, y dejar atrás la naturalización de la violencia. Una mujer rescata a una niña, otra aún lo es, juega con muñecas, pero pronto deben acarrear madurez y responsabilidad, sin enloquecer o morir en el trayecto. Es una película visceral, de fuerte carga emotiva, que no posee diálogos, pero deja reflejar esa dolorosa interiorización de sus personajes. Felipe Guerrero pretende un canto de voluntad, de cambio, en medio de la militarización de la zona, de esa tierra de nadie que representa la selva atestada de paramilitares, donde la mujer es tratada como un animal. En un filme que se sostiene de los tres recorridos de escape, donde está gran parte del metraje y la trascendencia de la propuesta, la contextualización de las huidas, y estas en sí brillan por otorgar personalidad y fuerza, como en el mejor set hollywoodense, ganando por su poderosa verosimilitud. En un territorio vivo, intenso, pobre. Mientras esas mujeres humildes solo presentan un único deseo, vivir sin humillación ni temor a ser una estadística más de algún desaparecido. El filme aplica un trabajo profundo con un fuerte neorrealismo, uno pronunciado en especial al gesto dolido, gran seña de identidad del filme, que a veces yace de flaco favor, pero en general logra consumar un notable propósito de conmiseración. 

viernes, 4 de marzo de 2016

Epitafio

En 1519, el capitán español Diego de Ordaz (Xabier Coronado) y dos subalternos son enviados por el conquistador Hernán Cortes a subir hasta la cumbre del volcán de Popocatépetl en busca de azufre para la pólvora de su armamento y divisar el paso hacia la conquista de México. Esa es la premisa de la que se valen para esta película los directores mexicanos Rubén Imaz y Yulene Olaizola (que debutó por la puerta grande con el documental Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo, 2008), en que vemos la decisión férrea casi demencial de una hazaña, como puede verse a la conquista de América, en que el frío y la distancia parecen crear un caso perdido, sin embargo Ordaz arenga a su equipo y les promete la gloria al final del camino, de que la historia los iba a inmortalizar y la corona recompensar a sus familias y descendencia, además de decirles que Dios y su fe los amparaba y que retroceder sería perder lugar y respeto, verse débiles, frente a los nativos que los tenían por dioses.

En el trayecto vemos como el subalterno conocido como Gonzalo de Monovar (Martín Román) muestra esa ambivalencia que surge de todo el reto histórico y recuerda la brutalidad y los abusos propios de la conquista, y lo designa por el mal, que luego es refutado por Ordaz y el dolor. Es en toda esa subida y caminata lenta, frente a la inclemencia de la potente naturaleza que estudiamos un poco el mito, otorgándole un cariz humano, pero considerándolo extraordinario. Es una lectura sencilla, que trata una lucha simbólica, de cara a las condiciones extremas y precarias del volcán, esencia del anhelo más intenso de éxito e inmortalidad, de lo que se van dando varios diálogos que dibujan el retrato de lo que significaba y fue la conquista, aquí más honor (carta de memorias), pero también interés material (escudos familiares por venir). En ese lugar anida una lectura buena onda, algo inocente, que puede tildarse de muy respetuosa, no obstante asoma alguna pequeña crítica. Es mucho expuesto desde la visión española, que la mexicana.

Epitafio es un filme de recursos mínimos, tras despedirse de los pobladores de Huejotzingo, son tres hombres, tres conquistadores, contra la subida del volcán, el imponente México, eso sería todo a grandes rasgos, con la naturaleza al estilo de Fogo (2012, co-escrita por Imaz, y dirigida por Olaizola) brillando por su gran protagonismo, su poderío y como el hombre trata de resistirle, no rendirse ni abandonarle, y seguir adelante, habiendo fuerte emotividad hacía el territorio. No es que sea un filme complejo, ni grande, le falta mayor alcance argumental, pero está bien tratado, en cómo ir perpetrando esa escalada, en como desfallecen (especialmente el soldado llamado Pedrito, interpretado por Carlos Triviño) y siguen intentando, con alucinaciones de por medio, o en aquel motor de motivación (y fuerte interpretación) que es Ordaz, en plasmar una marca y legado propio, un ennoblecimiento, y la gloria para su nación, la corona y la iglesia española.

El apóstata

Tercera película, tras Acné (2008) y La vida útil (2010), del uruguayo Federico Veiroj que mereció una mención especial del jurado y el fipresci en el festival de San Sebastián 2015, que con ligereza hace una pequeña comedia de la vida de un treintañero llamado Gonzalo Tamayo (Álvaro Ogalla) que es algo vago (el eterno estudiante), relajado como todo muchacho, de cariz inmaduro, pero también una buena persona, muy imaginativo, donde se aplica cierto surrealismo, en tratar de imponerle culpa en la decisión capital que implica el título, con el chisme que llega a su madre cuando todos yacen desnudos en un jardín edénico; o en los momentos -en tono de broma- que se presenta metido en el laberinto, la satanización, el castigo y la subyugación de la iglesia católica.

Gonzalo Tamayo tiene ganas de trascender, por eso quiere apostatar de la fe católica, pero antes debe enfrentarse a la burocracia eclesiástica que tiene sus métodos de persuasión y legalidad para que no sea tan fácil renunciar, habiendo escenas en que la nobleza de un párroco y la sapiencia de un obispo cotejan la voluntad de Gonzalo, que es algo blando, pero también absurdo e impredecible y hasta alguna vez cruel. El filme de Federico Veiroj es curioso, a pesar de su sencillez formal y de tener momentos de sequedad, aunque al final surja la salida en un desenlace de comedia híper laxa bajo el advenimiento de una simple anécdota preparatoria.

Gonzalo vive dando clases a un pequeño y tierno vecino amante del diccionario, hijo de Maite (Bárbara Lennie, que no tiene ningún gran papel en el filme, poniendo Veiroj toda la extravagancia y libertad escénica en su protagonista); acostándose con su prima Pilar (Marta Larralde), por costumbre y sin preámbulos; simplemente dejándose llevar por la vida, similar a la música disonante que escucha(mos), o con su sonrisa cómplice, habiendo un cierto sentido de incongruencia esbozado en el conjunto, aunque el director falle finalmente por lo ortodoxo, como en el perpetrar de un sueño.

El protagonista es un tipo cualquiera, un hombre sin muchas metas, por lo que la apostasía le viene como la gran lucha de su existencia, defendiendo un derecho, un lugar en el mundo y la que cree una causa noble, coherente y redentora en su monotonía y vacío, ese tal cual se ve en la apertura del filme donde Gonzalo yace comiendo pipas mientras descansa en el pasto, sin hacer nada que no sea mirar a su gran rival (la iglesia católica), que tiene muy poco de intimidante, en donde implica una huida que me retrotrae a Habemus Papam (2011), albergando ironía y alguna pequeña queja (con respeto y recato), que hacen de ésta propuesta una irreverencia discreta, pero entretenida.