No soy muy afín a los musicales, me he sentido desilusionado
y abrumado con varios musicales célebres y queridos, pero, desde luego, no me
niego la oportunidad de ser sorprendido. Ha habido también musicales que me
lograron entusiasmar. Son los menos, pero existen. Además de que ver bailar a Gene
Kelly, Cyd Charisse, Leslie Caron, Ginger Rogers o Fred Astaire es una
verdadera delicia. La magnitud de la técnica, fluidez y belleza de las
coreografías que manejan enamora hasta al más duro espectador y crítico. Cuando
vi Cantando bajo la lluvia (1952) me quedé pensando que una película como ésta
no podría superarse fácilmente, y en efecto representa un hito en la historia
del séptimo arte. La La Land, de Damien Chazelle, es una película
más humilde que las mejores de antaño. Sin embargo, tiene una apertura por toda
la puerta grande con una coreografía que refleja la multiculturalidad en un
deslumbrante y apabullante baile entre autos producto de un atolladero de
tráfico en Los Ángeles, bajo la canción “Another Day of Sun”.
Terminada la magnética e “independiente” introducción
pasamos a contemplar la relación entre un pianista amante del jazz más clásico
llamado Sebastian (Ryan Gosling) y una aspirante a actriz y barista de nombre Mia (Emma Stone). Sebastian no halla trabajo acorde con sus expectativas. La contemporaneidad exige una música más comercial, ligera y entretenida, como
representa el rol de John Legend. Mia es una barista de una cafetería
que puede ser Starbucks, cafetería que se encuentra dentro de
un estudio de cine. Tómese en cuenta que recién pasada cerca de una hora de
película se darán el primer beso, y esto apunta a proclamar la –en parte- inexplicable
dificultad de su amor.
La pareja protagonista pasará por una resistencia a complementarse, ¿del destino? En medio yace un poderoso deseo de auto-realización, el típico -y
a veces realista- egoísmo que invoca el anhelo-fijación de éxito, y de aquello
sale la que para mí es la mejor escena del filme. Mia se reencuentra con
Sebastian cuando ya a ella le había interesado y éste la había ofendido con su
indiferencia. Él toca covers en una banda de temática ochentera. Ella aprovecha
para pedir una canción (I ran, de A Flock of Seagulls) y desquitarse, haciéndolo
ver ridículo (lo que suma la ropa que viste); lo describe como un perdedor, y
esto se debe principalmente, fuera de lo gestos bobos que ella hace, a la letra
de “I ran”, que encaja al milímetro, y describe la situación pasada –su segundo
encuentro; el primero en la autopista- como estúpida y a favor de ella. Éste
momento es hilarante, Emma Stone recurre a su lado más clown y funciona a la perfección. Éste estado virtuoso mayor –extremo- no se repetirá y se entiende, no es una
comedia, el filme busca cierta trascendencia; a Emma Stone se le exige más
un lado serio e incluso dramático (no exenta su simpatía; más alturada), que está bien porque la demuestra versátil como actriz, pero que exhibe también un
repetido semblante compungido, que resuena en parte a falla.
El filme es una mezcla de lo clásico y lo actual, hace un
homenaje con múltiples pequeñas referencias a icónicos musicales del séptimo
arte, incluso a los musicales europeos, los coloridos y sensibles de Jacques
Demy, pasando por los hollywoodenses. Mientras, se pierde en hacernos creer en
una época maravillosa (maneja diferentes tipo de exhibición musical; únicamente
baile, cantos breves, sin mucha pompa y a ratos muy tranquilos). Mia y Sebastian se hallan soñando en ésta época, con la música jazz y el cine. Observamos como
sufren la contemporaneidad, que se ve en los detalles; alguno innecesario pero
audaz, como lo de las tapas y la samba. Padecen la desilusión propia de la brutalidad
de los nuevos tiempos. El filme es uno bastante romántico, que llega hasta lo melancólico,
y es algo arbitrario, o ligero (producto de la glorificación de Hollywood), para
lo que vemos cómo cambia una situación clave sin mucho problema. Está en el escoger un
sueño “importante”, no obstante sin criticarlo abiertamente, sino apelando a lo
más primario (a un tono, y puede que sea más eficaz para la mayoría que la intelectualización),
destacando a la vez la ilusión –fácil- del reconocimiento (que en aquello del
café de regalo suena banal y tonto).
Brillan los vínculos musicales. En ello Chazelle hace
un hermoso y largo enamoramiento, muy clásico. Se hacen los difíciles -pero siendo
ambos indirectamente seductores- en el estacionamiento, se ilusionan y
fantasean en el planetario, dejando de lado el anhelo profesional,
reflejado en el pare de Rebelde sin causa (1955). Muy discretamente hay una
línea divisoria (puede que una crítica velada), donde la canción símbolo de “City
of stars” tiene harto encanto, bien trabajado, pero que como refleja el ideal (en
aquella formación del último ensueño) implica mayor trabajo, riesgo, desprendimiento
y menos individualismo. Duplicar el sueño.