Este documental experimental, de la compositora, músico y artista
visual de performance Laurie Anderson, podría haber sido un documental triste,
ya que trata de la muerte de nuestros seres más queridos, el que es un ensayo
también sobre el amor, pero prefiere ser algo visualmente particular mientras en
todo el metraje acompaña la voz en off de Laurie Anderson hablando de su mundo
mental, de budismo, política, seguridad nacional, libertad e intimidad (tras la
sombra del atentado del 11 de setiembre que compara con una metáfora de unos halcones
y su perro confundido por estas aves con un conejo), de su pasado y de su vida personal,
como cuando nos desnuda la relación difícil con su madre (que le significó un
reto de auto-examinación ante su muerte), combinado con algunas exposiciones
verbales algo extrañas donde participan sueños y otras realidades superpuestas
a lo cotidiano.
La americana Laurie Anderson a sus 68 años –edad con que hizo este trabajo- denota
ser medio freak, nos hace entender que desde siempre ha visto la vida de manera
distinta, incluyamos que el mundo la ha hecho así también (por su desconfianza y
aprendizaje infantil frente a los adultos con un accidente que la paralizó de
las piernas por un tiempo y le decían sería para siempre; o por necesitar de
una defensa psicológica frente al dolor), de esto su acercamiento natural -que vemos- a la
filosofía (Wittgenstein, Kirkegaard), la literatura (David Foster Wallace), la pintura (Perro semihundido, de Francisco de Goya), lo místico –a su manera- y un poco a lo poético,
si bien Laurie observa la vida con practicidad (salidas, paz),
gracias a su cultura y espiritualidad.
Lo suyo en el fondo es una lucha contra el sufrimiento (nos
dice: es sentirse triste sin estar triste), igual que frente al progresivo
desvanecimiento que señala ocurre con la vejez. A ella le delata su rareza, la que
puede ser algo criticable (sopesando que lucir distinto no es la superficialidad
de verse cool ante el resto, sino consecuencia con uno y de la vida), aunque
finalmente es su vida y de lo que ama lo que compromete dentro de la propia
filosofía, su perra pinta, esculpe y toca piano como si fuera una persona, esto
suena extravagante, o hasta ridículo, pero es justificable, porque el amor de
una persona a un animalito llega a ser tan grande que buscas entregarle una
existencia completa, lo más feliz (como cuando su mascota queda ciega), muy parecida
a la tuya. Laurie como artista y mujer abierta a lo diferente está en toda coherencia,
aunque nos suene cruel esperar que su perra Rat Terrier Lolabelle estando terminal
llegue hasta la última exhalación, pero lo hace por sus conceptos budistas.
El filme no es (solo) sobre el amor a su perra Lolabelle, es
un documental mucho más arduo, esconde la muerte de su marido, el famoso
cantante Lou Reed, muerto 2 años antes y del que no se habla nunca directamente,
pero cuando terminan los créditos vemos una foto de él jugando con Lolabelle, y
así es el filme, están ambos fusionados. Cuando habla de Lolabelle también
Laurie nos habla de Lou Reed, del amor por ambos y de vencer el dolor de sus
muertes, creyendo además en la reencarnación. En las imágenes vemos filmes
caseros, de súper 8, texturas, filtros, ilustraciones, recreaciones, collages,
videos de cámara de vigilancia y, en especial, como si estuviéramos detrás de
un vidrio empañado al que le está cayendo la lluvia, esta composición del
vidrio es notoriamente melancólica, que se complementa con la voz modulada y
predominante de Laurie que se mantiene firme y fuerte. El documental es propio
del arte que siempre ha definido a Laurie Anderson, cada parte de él es muestra
de honestidad e identidad. Si nos parece medio raro, tiene de paranoide y es a
ratos oscuro, es porque es su esencia, la profundidad que la rige.