Película del director argentino Diego Lerman que estuvo en la
Quinzaine des Réalisateurs 2014, que inmediatamente hace notar que
representa un alto nivel artístico, estructural y secuencial, tanto como en sus
trabajadas formas, demostrando que Lerman conoce muy bien el oficio, quizá
demasiado que empaña el cariz (necesario por lo general) de la espontaneidad
y naturalidad y el realismo que conlleva toda película. Existe una notoria
hipérbole o harta centralización narrativa y un argumento bastante escueto,
directo al punto, del que no saldrá para nada, sobreexplotada efectiva y diáfanamente. Recurre a tomas próximas que invocan presión y ansiedad, una estética
visual que propicia el agitamiento, el acecho de la tumultuosa e impredecible “urbe”
y la inquietud, o pequeños efectos desperdigados oportunamente que complementan
el leitmotiv del terror hacia la locura del ser querido convertido en enemigo. Y
es que todo confabula para generar un ambiente de pánico, tras un fluido escape
frente a la sensación y manejo “invisible” (inducido desde afuera) de una persecución,
siendo en ese sentido un filme que articula y depende virtuosamente del apasionamiento
y la intensidad de sus dos protagonistas, una madre embarazada y su hijo de 7
años.
Laura (Julieta Díaz), la madre, llora a cada rato intempestivamente,
lo cual mucho se denota como un efectismo, lo que ha estado bien y mal, pero tiene una fuerte razón de ser. Dependiendo del punto de apoyo es favorable en generar
el clima, el anhelado y glorioso acondicionamiento, además de que tiene sentido
en la trama como trauma y conflicto de expectativas, pero también mal porque no se pliega
completamente al relato, no pasa desapercibido como recurso, predisposición y
manipulación, se le nota demasiado las costuras, pero puede que haya sido algo inevitable,
a un punto. Matías (Sebastián Molinaro), el hijo, pone las cosas más difíciles, al
ser voluble, un niño tan chico, poco consciente de la realidad, ante sus caprichos y rabietas
infantiles, con lo que tiene dimensión, complejidad como rol más no tanto como persona, al no
buscar la empatía fácil, ya que resulta por momentos antipático. No obstante, es un acierto, aunque no nos guste del todo, teniendo su personalidad temprana, la que se mezcla
con juegos de imaginación, candor, en parte frescura, e inocencia, paliando el
conjunto de su personaje, y dando de respirar a la sofocación que representa una prioridad en el
filme. Mamá y cría quieren/merecen otra vida, una apacible,
lejos de la violencia familiar, y echan a correr alejándose del que ha dejado
de ser un hogar, por culpa del que fuera, ya no más, su proveedor, protector y
ser amado, ahora todo lo contrario, un hombre abyecto, inicuo, mentiroso,
alguien en quien no se puede confiar.
El monstruo, Fabián, el progenitor, abusador y marido, golpea salvajemente a su mujer por problemas de celos, a la vera de la sinrazón,
en una especie de enfermedad. Se ve en un inicio, aunque dicho momento carece
de verdadera fuerza, pero la encontramos en tan ferviente y grandilocuente carrera en pos de refugio, y no se
complementa del todo con él, no al mismo nivel, y es
un defecto, porque con ello compatibilizaríamos mucho más con la
historia, y sentiríamos crudo y en la piel ese terror tan bien manejado. El monstruo es mucho gaseoso, abstracto, de presencia predominante aun así, ante tanto movimiento y como imponente
motivo, uno que yace ubicuo en el metraje, incluso cuando entra a tallar la calma. En determinante ocasión atravesada por ciertos diálogos y el contexto y concepto del campo misterioso y algo oscuro (aparte de la fotografía y el cromatismo
que trasmite) el filme nada en el pesimismo, el espíritu de yacer en lo pasajero, o es que se trata de la elipsis de una reconstrucción mental en proceso, que sería otra historia.
La trama nos remite al desarraigo y al exilio necesario; primero el hueco, la extirpación de un tumor, en pos del espacio del
mar y el paisaje sosegado; antes la lluvia o el dolor y el abandono y vacío perennizado
de un carrusel, símbolo de la relación conyugal. El manejo de la “presencia” de Fabián ciertamente tiene de audaz, recordando y celebrando mucho la
escena del ascensor y el encierro voluntario de Matías, rato de indudable
lograda y jugosa desesperación, gran clímax, aunque con cierto toque manido y cierta figura de método. Sin embargo, su hegemonía ha requerido de un
alcance mayor de background intimidador, y eso
resta la trascendencia que invoca la atmósfera –de una claustrofobia que grita por
liberación- tan bien retratada en su mayoría, en lo que consigue hacer sentir. Pero el ahínco
y fijación del filme está loable, en lo que asumen e implican Matías
y Laura, la cara de una avisada tragedia en ciernes, bajo la sombra de
la muerte, que se padece en lo sugerente.
Ésta propuesta cautiva,
tanto como molesta, y esto lo digo como un logro de su arte, producto de su potente
y latente tensión, es definitivamente valiosa; ambiciosa, aunque trabajando desde la trama mínima, detrás de una subyugadora y absorbente pero sumamente sustancial y visceral
consecuencia. De contagioso apasionamiento, a pesar de padecer de falta de mimesis
(algunos sollozos son escandalosos, y es peyorativo), y aunque es sugerente y delicada en varios lugares claves en otros no, a veces brilla la intencionalidad. Todo lo
que hace que aun criticándola reconozca el enorme talento de Diego Lerman y de su propuesta cinematográfica.