Hay quienes gustan de llamar fuertemente la atención, de
generar polémica, haciendo la salvedad de que es normal que a todos nos agrade
que nos presten interés; en mucho aquello es cosa de grandes egos, en pos de
consolidarse, o tras el fomento/sostén de una imagen, y personalidad marcada o
que aspira a serlo, descontando las causas nobles, aunque sea más que somos (tan)
humanos y nos atrae demasiado lo banal, pero no entremos en esas discusiones;
lo que sí, el sentido de estas palabras, es que el director francés Yann
Gonzalez lo ha querido y lo ha buscado con toda su capacidad posible, a razón
de propiciar el mensaje que más lo involucra, la verdadera razón de ser de su
trabajo, ya que estila autenticidad, vista la coherencia e imperfección del
conjunto de su ópera prima, y ¿cuál es ese?, uno que a través de lo erótico, de
su contundente sugerencia, dentro de una recreación artística, exceptuando
una ocasión explicita de las que generan un impacto sobremanera (que se vea un genital
masculino sobado a la vez por un homosexual travestido como por una mujer promiscua), los tabúes, las fantasías, da rienda
suelta a la libertad absoluta en el sexo, sin distinción de lascivia, lujuria, sensualidad,
de placer, que sería el leitmotiv del filme, el encontrar la realización
personal, incluso afectiva, mediante la intensidad de las relaciones coitales,
físicas.
El manejo de su historia y metraje visual resulta mucho más
poético de lo acostumbrado en la cuestión liberal que aborda (no está demás decir que abundan los besos, los que son sintomáticos), bajo las condiciones de quebrar todo
límite sexual, sobre algo que no suele serlo en realidad, no desde la
perspectiva literal y muchas veces implícitamente extrema que manipula la
trama, sin por ello ser incongruente porque se trata de un pensamiento
colectivo llevado a una impronta, de menor consenso -aunque quizá más
popularidad cool- al de la dicotomía amor y sexo, en que el segundo sustituye
al primero, solo que absorbiéndolo como un anexo menor, secundario (múltiples, sin restricciones y salvajes aventuras carnales contienen afectos), lo que yace en cierta alza contemporánea,
mucho desde Europa, como muy bien lo representa Francia en su séptimo arte.
El filme, debo decir, cae por momentos en cierto ridículo,
en lo ñoño, como en esa despedida de grupo y compañeros de orgía, que bien hace
la memoria en ver ahí a The Breakfast Club (1985) aunque en otro ámbito, aparte de
los estereotipos alrededor de un universo especifico se trata de un lugar donde
se han conocido las (“banales”) penas, en unos cuentos eróticos bastante simples; la
búsqueda espiritual de una madre convertida en una carencia de identidad, luego
vista fantasmal en un lapso que involucra brevemente al terror, aun así un
género conseguido (en un tono inductivo que lleva por su lado una
trascendencia discutible, en el mal sentido, pero que implica sorpresa y un
giro propio de entablar una continuación de cuento tanto como de argumento conjunto,
uniendo lo que parecían únicamente fragmentos; alguno irreverente como la
masturbación a poco de un desmayo, y es que todo se mueve a través de una
pareja, de Ali -Kate Moran- y Mathias -Niels Schneider- que hacen una velada para una orgía, en una lucha
contra la muerte, siendo el sexo la vida); hacer memoria en una sala de cine en
que se narra un idilio incestuoso; un joven de 16 años escapando del hogar producto
de una esencia libertaria aplacada por las convenciones, haciendo frente a sus
ideales; una historia de época, de guerras anónimas y romances tergiversados
por ardores eternos y un poco perversos (con un cementerio que trae bastante a
colación el bajo presupuesto del filme, pero que se sale con la suya ante la
ubicación mínima, futurista y entre new age y oscura, como lo es la trama, que
bien acompaña la música electrónica del grupo M83, banda liderada por el
hermano del director, de la que éste antes fue parte. Los lugares lo forman apenas una
playa, un bosque, las tinieblas, un cine, una especie de cabaña y/o la elegante habitación
del encuentro, vistos mayormente a mano
de una brevedad episódica, teniendo de forma principal una tendencia escenográfica
con un aire arty y minimalista, sumándole la originalidad de un sintetizador
musical de emociones, que brindan bailes arrebatados, otros tiernos) y poco más, con
lo que se han sentido identificados y reconfortados mutuamente, que lucen como la
pandilla que sale de un cumpleaños o reunión familiar tradicional, entre
recuerdos, besos en mejillas, dedicatorias, abrazos paternales y
agradecimientos cariñosos de futuros reencuentros. O por el veloz, e imprevisto
a un punto, enamoramiento con el misterioso motorista, que nos habla de
superficialidad más que de la realidad amorosa que manipula, o en todo caso
rompe con toda ortodoxia, se rige al pensamiento ultra-moderno, o vanguardista,
ese que el mismo autor dice pocos entenderán, o sea, mantener siempre flamante
la llama del deseo, aunque para ello se deba como en ese rito medio
demoniaco del travesti ancestral (y no es broma), permitir cuanta pareja,
atracción central y fantasía, adolescente, puta, estrella o semental se
cruce en nuestro anhelo de apasionamiento hedonista, tanto como existencial,
que nos recuerda que la naturaleza de esa decisión y libertad/libertinaje nos
indica por lo general una derrota final con la escurridiza felicidad, esa que
se niega a yacer en nuestra conciencia, como en esas lágrimas de clímax no vueltas a ocurrir. Si no fuera por un último giro de tuerca de “alegre” optimismo.
La propuesta de Yann Gonzalez se aplica enteramente al sexo,
esa es su prioridad y hegemonía, como equivalente a sentirnos completos y
satisfechos con la vida. Metidos en su perspectiva todo toma sentido y
coherencia, notándose que el filme -a fin de cuentas son buenas sus decisiones-
logra subvertir, evadir o escapar a lo kitsch, lo absurdo y a lo fallido, como
escurrirse a caer fulminado por sus flirteos momentáneos con lo ridículo. Esto
último dicho como ambición de arte, que tiene y mucho, tanto que se diría
incluso formalmente, aparte de los lugares comunes de una clasificación, aunque
haya ocasiones en buena parte inanes y hasta -aun con lo concebido- "ordinarias",
que dieran a entender lo contrario (véase esa masturbación femenina por un criado,
protagonista, entrometido si bien la óptica constante es la de la continua liberalidad sexual como felicidad, y humilde pero atrevido Mefistófeles homosexual
travestido, y luego un estallido “seminal” equivalente a la exuberancia de sangre
que evacua Tarantino en sus obras; o esa caminata a gatas bajo una faz
envejecida tras hombres/objetos desnudos de aspecto sadomasoquista que evocan
en simbolismo a la Nymphomaniac de Lars von Trier, que no ayudan mucho como uno quisiera, sino ponen en duda un poco nuestras pretensiones, entusiasmos e
ingenio; dejando en claro que se deja resquicio para el juego, la notoriedad y
la ocurrencia, como que esté en el reparto, uno en donde cada personaje es
importante, el hijo de Alain Delon, o que el actor y seductor típico en
historias gays Niels Schneider permanezca tuerto y con un parche en el ojo la mayor parte del tiempo), ya
que como entretenimiento erótico, sin su “simple” y concreto argumento
sustancial, por el que opta a poco de surcar cierta indefinición, tras un primer
cuento (un acto de honestidad, que habla de un discurso consciente), tiene ganado el
goce de cierto público minoritario, como el de la igualmente polémica, provocadora y audaz revista
Cahiers du cinéma, que la nombró en su top 10 de lo mejor del 2013.