Cuenta con 17 nominaciones en los premios Goya, y hay que
decir que la última película de Alberto Rodríguez está muy bien hecha, da
siempre en el blanco, superando a la sobrevalorada, redundante, condescendiente
consigo misma y básica pero aun así decente Grupo 7 (2012). Ha sido de mucho
agrado hallarme con ésta película, que encabeza muy bien los posibles
merecimientos de la Academia española. Se trata de dos policías, Juan (Javier
Gutiérrez) y Pedro (Raúl Arévalo) que van a un pueblito en las marismas del
Guadalquivir a resolver un caso de un asesino serial, tras la muerte de bellas jovencitas
que terminan descuartizadas siendo antes violadas y torturadas.
Lo primero es auscultar a esa curiosa dupla de detectives
protagonistas, lo que es todo un mérito verlos en papeles tan serios, rudos, ásperos,
dentro del (por una parte) género de acción, aunque ésta se supedita más a una labor de resolución mental en su persecución del misterio, de seguir pesquisas,
toparse con sospechosos, donde cualquiera lo es; y a distintas revelaciones a
puertas del diálogo intenso, aunque al final el caso sea más sencillo de lo que
aparenta y maneja, y es cosa del ingenio puesto en el suspenso, en los distintos
enigmas y en un buen contexto que va alimentando la curiosidad, engrosando
detalles, de los que tiene muchos; mientras va desorientándonos un poco como juego. Viendo que destaca la introspección en su investigación, recordando que es fácil asociarlos a
ambos con un quehacer cómico, sumamente contrario a lo que nos compete hoy, por
lo general polos opuestos tan marcados, y hay que decir que logran superar cualquier
prejuicio al respecto, y les creemos, al punto de que Javier Gutiérrez vence su
corto tamaño y se muestra bastante agresivo e impredecible a ratos, siempre al
borde de la golpiza extrajudicial a sus interrogados, ocultando además un pasado
oscuro en el gobierno de Franco, viendo que nos ubicamos en 1980, poco después
de la dictadura.
En la presente película lo que abunda es el detallismo, y no sólo en los crímenes, lo cual siempre es algo agradable cuando tiene estilo,
como con los pájaros agoreros de la muerte en la enfermedad de uno de los
protagonistas al poco de quedar hipnotizado por un halo de superstición (como
con la tosca mujer vidente que corta el pescado), o las mismas, una nutrida
bandada, despegando del paraje rural del particular espacio geográfico, uno que
incrementa la virtud de la obra, que aporta y mucho, viendo que el filme tiene
una bella y harto útil fotografía, observando que los lugares utilizados están plagados
de estética, más logradas en su naturalidad y agilidad que aquellas panorámicas
-obvias en sus intenciones- de la cámara aérea; en un filme que muchas veces resulta eficazmente
minimalista. Esto se siente en muchas ocasiones, el proyectarse
sustancial y abundantemente con aparentemente poco, pero como una elección más
que una imposición o castigo, a diferencia de otra competidora del Goya, El Niño (2014), que siempre da a entender que le suele faltar algo, como que hay poco
presupuesto y yace continuamente bajo la sensación de lo trunco por sobre lo
literal. Decisiones formales que tienen éxito a un lado y en otro no. Donde La
isla mínima siempre demuestra contundencia.
La lluvia, el versátil potente campo, la misma oscuridad, las casas macizas aisladas, rodeadas por la árida naturaleza, lo desértico, lo fluvial, lo boscoso, hay una riqueza visual en el paisaje que se trabaja y se asume como parte del movimiento de los personajes, deja de ser costumbristamente gratuito, se brinda más allá de lo elemental, está bastante bien explotado, no solo es atractivo a la vista o por cierta extravagancia de nomenclatura, no se trata de un simple adorno, sino que realmente interactúa con la historia provocando un plus de emoción, de verdadera subyugación en los sentidos y la percepción reflexiva.
La lluvia, el versátil potente campo, la misma oscuridad, las casas macizas aisladas, rodeadas por la árida naturaleza, lo desértico, lo fluvial, lo boscoso, hay una riqueza visual en el paisaje que se trabaja y se asume como parte del movimiento de los personajes, deja de ser costumbristamente gratuito, se brinda más allá de lo elemental, está bastante bien explotado, no solo es atractivo a la vista o por cierta extravagancia de nomenclatura, no se trata de un simple adorno, sino que realmente interactúa con la historia provocando un plus de emoción, de verdadera subyugación en los sentidos y la percepción reflexiva.
La isla mínima recuerda inmediatamente a Memories of murder
(2003), tiene muchos puntos en común o huele por instantes a ciertas transformaciones,
pero lo hecho es algo con personalidad una vez entrados en el metraje, con
esencia ibérica, pero bajo una labor refinada, de excepción, con un toque
acabado, que no solo materializa una estética propia, sino que –nunca esta
demás decirlo- entretiene, es interesante, sabe generarse giros, atención,
mover hilos históricos, atribuirse background biográfico, más allá de la obligación
de complejidad. Sorprende y cautiva a partes iguales, y se reviste de un intrincamiento sólido aunque
por debajo implique algo “superfluo” a fin de cuentas. Se resuelve con ritmo, y
no peca del exceso de lugares comunes, mal de muchos, a menudo ineludible. Por todo
es una propuesta muy recomendable, y aunque muchos digan que es la versión de
España de alguna obra extranjera, ésta vez hay que decir que le sale perfecta
la jugada, y se “apropia” –es un tema, y a todos les pertenece como intento de
arte- de las historias del policial de asesinos seriales.