Upstream Color (2013) es la segunda película de Shane Carruth tras 9 años de
la anterior, es mucho más accesible que Primer (2004), aunque tampoco es fácil, ni del todo
entendible, dejando bastante espacio para la conjetura, la imaginación, el
razonamiento individual y la conclusión argumental. Vista ésta implica nuevamente
a la ciencia ficción que directamente resulta muy entretenida, seductora y
misteriosa, en el uso de una historia fantástica que conlleva la constancia de
la metáfora para la elucubración de una trama que versa centralmente sobre la
libertad y el amor, como en las relaciones humanas y los distintos vínculos de
poder.
En un inicio un gusano particular introducido en nuestro
cuerpo hace alusión a la enfermedad, en manos de un criminal o alguien despreciable,
lo que puede atribuirse en una lectura como la de una mala relación afectiva (visto
desde la mundanidad), esa que maltrata, domina, minimiza, humilla y castra a la
pareja, hace a uno esclavo de las pasiones destructivas al estar en (malas) manos
ajenas, como no pasa con los niños que beben del elixir mágico y poderoso de la
larva sin tragarla (por propia decisión y control: la voluntad y razón del
poder propio; la infancia es lo puro, lo esencial, lo utópico). En medio,
como escape, aparece lo que supone lo místico, Dios o una de sus
representaciones menores, en un compositor o sonidista criador de chanchos (¡qué curioso y extraño resulta!), que aparece y nos permite recuperarnos, pero
nos mantiene a su vez atrapados en sus designios y cuadraturas, nos quita
voluntad o genera una inducción de comportamiento, y al no obedecerle tira las
partituras por los aires, nos castiga, o simplemente nos deja caer en la desgracia,
la que es la condición humana, valga decirlo.
El libro de no ficción
de Henry David Thoreau, el famoso
Walden, sirve de nexo de explicación para hallar la liberación de esa estructura
humana de decepción y frustración que muchas veces es la ciudad y sus reglas,
para encontrar nuestra verdadera esencia, el significado del libre albedrío,
que nos convierte en un especie de Nietzsche, y nos hace matar al Todopoderoso,
y poder hacernos cargo de nuestras vidas, ya cimentadas en el amor puro y
correspondido de ese otro ser semejante en pasado, aprendizajes y búsquedas, el que nos comprenda, y nos abrace en la protección y complemento, hasta mezclarse
y ser como una “unidad”, sin quitarle al otro su propia consciencia (véase
cuando Kriss y Jeff pelean por el robo/confusión del pasado). Apreciamos como acometer el mundo,
visto en el propio cuidado de la animalidad gemela o la consistencia primaria,
dibujada simbólicamente en los cerdos, de los que llegamos a saber que pueden mutar en bellas flores (en la historia no
desaparece la semilla o nacimiento, logra transformarse), involucrando al resto, al prójimo, abriéndose mutuamente hacia el colectivismo
y el optimismo, en ese grupo último que trabaja en la granja.
En el proceso el filme se llena de la belleza sublime de la
naturaleza, esa que recuerda a Terrence Malick, y bien proyecta el recurrente
texto de Walden, tras la lucha con un mundo mental y terrorífico típico de la ansiedad
de lo urbano y lo contemporáneo, que puede como muchos intuyen y ven rememorar
el cine de David Cronenberg y David Lynch, solo que bajo la dominante puesta en
escena de un filme literalmente luminoso (e iluminador), blanquecino, que
tiene del artificio fluorescente, como en una de las tantas labores que regenta
un multifacético Shane Carruth, como la de montador, guionista, productor, director,
compositor, hasta actor protagónico en sus películas, aunque copia menor pero
eficiente, a comparación de la figura dúctil, flexible, sensible y emotiva que
ejemplarmente maneja Amy Seimetz como el ser humano común y capital que llega
al cambio e ideal que quiere trasmitirnos el filme. Carruth pasa por la creación
de un storyboard que sigue al milímetro según ha confesado. No obstante el arte de Carruth parece invocar libertad de interpretación.