Sergio Leone fue el nombre más grande que dio el spaghetti
western, con El Bueno, El Malo y El Feo (1966) como el filme más popular y
trascendental del western italiano. Érase una vez en el Oeste (1968) es uno de
los mejores spaghetti western del cine. Junto a Django (1966) e Il grande
silenzio (1968) son las películas más celebradas del subgénero.
El filme empieza con una escena mítica, tres bandoleros esperan
a alguien –a un hombre sentenciado a muerte- en la estación del tren. A uno (Jack
Elam) le molesta una mosca y trata de no perder su mirada de matón imperturbable
y a otro (Woody Strode) una gotera que cae hacia su sombrero. Ambos se desasen
de sus problemas como quien anuncia que lo harán con el hombre por venir. El
que viene es apodado como Harmonica (Charles Bronson), por el instrumento que
toca, y se produce un gran duelo.
El filme esta espléndidamente orquestado, todo es muy
diáfano y claro, y no menos emocionante ni interesante. El asesinato de una
familia irlandesa producto de negocios a un lado y a otro es el motor del filme
para plasmar traiciones y luchas. Harmonica tiene una vendetta personal, de
algo muy sencillo, pero no menos cruel, explicado maravillosamente en una pequeña
y potente escena. Un bandido se hace aliado del solitario y misterioso
Harmonica, Cheyenne (Jason Robards), que se siente conmovido por una fémina y
dice no ser tan malo como dicen de él, por Jill McBain, la hermosa y sensual Claudia
Cardinale, una ex prostituta y ahora viuda.
Cada pedazo del filme está laboriosa y bellamente explicado,
sumado a una música en parte sublime, provista por el legendario Ennio
Morricone, pero que a ratos también se le siente tiene demasiada injerencia.
Cantidad de escenas están provistas de gran dramatismo, una estética clásica
del spaghetti western, la de tratar de darle poesía y expectativa a cada
asunto, y no sólo a los duelos, sino a la interacción que busca otorgar
personalidad a cada uno de los personajes, inclusive a la viuda Jill, aunque típico
ser indefenso ante lo bruto, pero con el cuero de chancho de la mujer promiscua,
sólo que de gran belleza y carisma.
En el lado del mal está el ente intelectual interpretado por
Gabriele Ferzetti como el empresario Morton, un hombre con problemas para
caminar y que representa al dinero. A éste lo acompaña -aunque lobo solitario,
a fin de cuentas- el pistolero Frank (Henry Fonda), asesino por naturaleza, típico
ser del western más salvaje, que trata de aprender a ser un empresario, al ser
un tipo también ambicioso. Frank tendrá su escena gloriosa con una emboscada.
Sergio Leone siempre busca crear una cierta mítica, y puede
saltarse algo de razón, en cosas más intrascendentes, está a la orden de la
frase audaz también, sea fomentando la imagen de la prostituta admirada o del
pistolero frío digno de respeto. A Cheyenne le facilita cierto toque cómico, una
cierta libertad, como disparar a través de su zapato, y a Harmonica la llana bravura
del hombre de poca palabra y gesto tosco, firme y preciso. Mucho trato con Jill
parece inexplicable, pero es la muestra del ser esencial, pudo ser Harmonica un
campesino de joven.
Todos están plenamente dibujados, pero el que más sorprende –impresiona-
es Henry Fonda, el resto parece estar en todo su elemento, lo que se espera de
su participación en el cine y no por ello menos grandiosos. Fonda es de
apariencia elegante, pero de trato rústico, asumiendo un esqueleto de hombre de
acción, elemental, mientras trasmite una maldad en toda magnitud. Bronson es la
sencillez en estado bruto y puro, el de la mirada peligrosa e inmutable. Leone
propone imágenes clásicas en toda fuerza.
Cada parte se percibe bastante razonada pero fresca, en un guion en manos
de Bernardo Bertolucci, de Dario Argento, de Sergio Donati y del mismo Leone.
También el paisaje es imponente, se siente trabajado, se presta al brillo, la
música también lo señala claramente, como con la llegada de Jill al mundo
salvaje –ella viene de la ciudad-, hasta entrar en una taberna del peor aspecto
y parecer una mujer que está fuera de lugar, y pronto sabremos que como todos
aducen es la idónea –lo suficientemente fría,
y la parte dura de procesar- para asistir a cada acto grotesco y primitivo del
entorno, como la escena con Frank que aunque delicada -como ella- la viste de
puta, y oír los malos consejos de Cheyenne, un aficionado al café dígase en
favor, que terminará en una escena social –con obreros construyendo el futuro-.