El documentalista belga Eric Pauwels le dedica ésta elegía y
pleitesía a su madre, muerta a los 89 años, de la que nos indica le dio las
grandes pautas de su vida. Tiene por título “La segunda noche” por la
individualidad que dice el director le da toda madre a su hijo al segundo día,
cuando queda solo el recién nacido por primera vez, dejándolos con una soledad
y cierta tristeza que se cargará por siempre. Con ello su madre le enseñó el
sentido e importancia de la libertad y la personalidad, a partir también de que
ella por el machismo de su época no tuvo tantas posibilidades de elegir,
reconociendo un matrimonio equivocado el cual no pudo eludir a la hora de la
verdad, producto de la presión social, familiar, tener todo preparado, y por la
dependencia femenina de un hombre, del que se deja ver le fue lejano y rígido,
fue un militar al que el filme poco o casi nada nombra, como si hubiera sido una
sombra y un peso para ambos. Por otro lado el director y autor de éste en su
mayoría largo monólogo, que es ésta propuesta, con su omnipresente explicativa voz
en off (pero necesaria al tipo de imágenes utilizadas, algunas fusionadas entre sí y con efectos técnicos), comparte que su vocación
como cineasta nace del silencio frente a no poder hallar respuesta al dolor del
llanto enigmático de su madre.
El filme es ésta entera relación, muchas veces demasiado
emotiva, pero entendiblemente diáfana, que se va atemperando para bien, rendido
a la figura materna, anclada fuertemente a un nexo infantil idealizado, como cuando
se dejan ver esos quehaceres cotidianos maternos compartidos, tal cual
observamos en la representación de madre e hijo lavando simplemente los platos
en un desenfoque, y que él llama un punto álgido de felicidad, así sin más, tan
solo acompañándola, como que existe semejante sentimiento en la promesa de
hacerle una película.
Las imágenes en éste documental vienen a ser secundarias, incluso
algunas lucen banales, o medio arbitrarias, por sí mismas, pero yacen revestidas de afectos, más
allá del archivo fotográfico o del video familiar (se elude de cierto modo las
figuras de los protagonistas o hay pocas imágenes de ellos en el filme, como
quien remite más bien a nuestra humanidad general), a pesar de que lógicamente las
imágenes señalan el producto como cine, en un aspecto básico. Se trata de la
palabra traspasada al séptimo arte, en buena parte implica imágenes
precarias, gaseosas, pero que toman forma en la explicación, o dígase
artísticas en su composición, en la creación que nace de una representación
entre voz en off íntima y personal e imagen cualquiera.
El uso de la imagen creada para el filme se discute, se
parte de la dificultad de hallar imágenes como la de una araña en su red, pero no
solo por precisas, sino se deduce porque deban concebir nuestro mundo interior,
y, para el caso, familiar, de lo que el director llama a las imágenes creadas de
mentiras verdaderas, al darles su propia condición. Vemos como utiliza títeres
para narrarnos su personal idiosincrasia, contándonos anécdotas como la de las
tijeras, que remiten a defender nuestros pensamientos, otra manera práctica que
le trasmitió su madre de definir la libertad, la honestidad e individualidad de
la que tanto se siente identificado en su profesión y existencia el realizador.
Tal cual se aprecia igualmente en el desenfoque y la visualización de una
lujosa y simple silla, o en los adornos de budismo, cuando la madre gustaba de
sus sonrisas, aludiendo una mente positiva al final de todo, de quien entendemos
un rol ejemplar. Participamos de una narración culta, pero amable, expuesta con sencillez, vivo
retrato de la despedida que arguye(n) y se escoge en el filme, la de un grupo
de músicos jóvenes tocando, caminando y alejándose.