Toda una sorpresa del cine coreano, sobre todo en su primera
parte, desde el potente arranque hasta con tres líneas narrativas
entrecruzándose, luciendo al comienzo una cámara subjetiva y harto suspenso,
hallando un hombre desconcertado mucha sangre por todo su apartamento, para pasar
de sueño en sueño, de pesadilla a otra, a un continuo nuevo comienzo contando
con algunos antecedentes de los relatos (pasajes) previos, en una historia que tiene
muchas variaciones y posibles significados, a partir de un fotógrafo o cineasta
que accidentalmente observa en una azotea gritar a una mujer atacada por unos tipos
con pasamontañas que al notarlo tomando fotos del incidente se dirigen a atraparlo.
Atacado con un martillo queda inconsciente, y puede que se revele como una víctima,
esa que queda sin cabeza en el escritorio y estar condenado a ser un fantasma
en una enigmática y compleja resolución, como quien clama por desentrañar su
muerte en el juego con el espectador. Esto se da en relatos continuos, en un
barrio popular de Corea, con escaleras estrechas por doquier, callejones diminutos
y un concreto gris nocturno, como si fuera la construcción de hogares en un
cerro, pero mucho más urbanizados, compactos y abarrotados, recordando de paso
las lúdicas ilustraciones imposibles de M. C. Escher, como concepto general. El personaje de Lee Ju-Won siempre se despierta en el mismo
barrio empinado, como cuando desnudo se ve imposible de recordar qué pasó y manifiesta no haber estado alcoholizado.
Otra explicación es la de la locura, siendo el barrio de altas
escaleras la propia mente y cárcel del protagonista, como se dice en un diálogo
aludiendo el trabajo de documentalista de Ju-Won. Ésta es una impresión que se marca a partir
de desdoblarse en el taxi, sobre todo señalándose que no podrá salir de la zona
(sólo momentáneamente), tal cual lo exhibe la búsqueda de la cámara en la repetición
del personaje en distintos espacios del lugar, o quedar atrapado en una franja
de callejón y mirar exaltado fijamente al frente, no obstante curiosamente es en
esa representación donde disminuye la fuerza del filme, cuando la locura suele
ser tremenda desencadenante de expresión en el arte, pero aquí el misterio, “irresoluble”, de
múltiples posibilidades, funciona por sí solo a la perfección, más allá del
recurso típico en el cine de los sueños, pero que se justifica plenamente, ya que
simbolizan la muerte temporal que en su eternidad es el leitmotiv del filme.
Avanzado el metraje se vuelve la narrativa morosa, se dilatan
mucho más los casos, aparecen caminatas largas, movilidad dubitativa lenta y superficialidad
de relleno, perdiendo atractivo y originalidad, pero no sucumbe ni destruye lo
logrado, consigue sostener aun interés y cierta creatividad, siguiendo el mismo
estilo de relato tras otro, encadenamientos, como proclamar otras posturas de
víctima con la relación familiar y de pareja, ruptura, soledad y abandono, creándose
una añoranza de ambas, como a su vez un sentido de culpa.
Me viene a la mente un gran traspase o una de las bisagras más
memorables del filme de Park Hong-min, cuando el protagonista halla en la calle
a un niño que yace siendo golpeado por su padre, para después convertirse en el
pequeño y revelar conflictos personales, en el que es el contexto de una psicología
(se trabaja con recuerdos y fantasmas), dentro de un glorioso inicio frenético que
no para hasta poco más de medio metraje, toda una hazaña y un filme a celebrar,
en una obra que va brindando fragmentos informativos no solo para el juego
cambiante de los despertares (lo más valioso, creativo, el placer y meollo del
filme), sino aunque secundario como para llenar una figura total de quien es y
qué implican los actos del protagonista, donde en esta versión general cabe la separación
de la novia, el padre abusivo y la madre traumada, y no solo el ataque de unos asaltantes
con un martillo (que puede ser un encubrimiento del subconsciente), a lo Old
Boy (2003), a un voyerista, dirigiéndolo a la plasticidad del desenlace, y a la
distinta figuración contextual, que puede ser el de víctima, héroe o asesino; como
el de una persecución, encubrimiento o accidente, en el que es un hermoso filme
de eslabones oníricos e imposibles y de pérdida de memoria, como de un Christopher
Nolan mezclado con un Hong Sang-soo.