En un inicio uno cree que será la historia del reencuentro
de Marianne (Liv Ullmann) y Johan (Erland Josephson) tras 30 años de separación,
pero la última película de Ingmar Bergman es otra cosa o es más que eso. El
filme tiene dos líneas narrativas, una más tratada, la poco esperable. La más
obvia en el papel, la relación entre Marianne y Johan, ha mutado totalmente, no
se trata ya de amor, aunque algo brilla entre ellos por un momento, cuando Johan
se angustia y terminan desnudos acompañándose en una pequeña cama.
Parte de su sistema reproductor de Marianne ya no está con
ella, como menciona la mujer al vuelo, el sexo ha dejado de ser importante,
justamente lo que dicen los separó, la constante infidelidad y superficialidad de
él. Pero existe afecto entre ellos, al menos se palpa en Marianne, justamente
la que siente curiosidad, anhelo, y va en busca de Johan. El trato romántico de
ésta pareja queda muy de lado, ya viejos quizá no existe, o no se percibe con
facilidad, existe en realidad algo menos sofisticado, mucho más directo, difícil
de definir del todo, puede que sea el recuerdo de su compañerismo o la sensación
de haberse conocido tan bien, de haber pasado 16 años juntos en matrimonio y
hay algo de confabulación afectiva, pero es algo más inmediato, automático,
propio de la (velada) nostalgia.
La historia que más se aborda –sorpresivamente- es la
relación entre Johan, su hijo sesentón Henrik (Börje Ahlstedt) y su nieta Karin
(Julia Dufvenius). Entre los tres hay relaciones muy distintas, a lo que se
suma el fantasma de la esposa de Henrik, de Anna, que es un ser amado y
mencionado en el filme por todos, una especie de mujer abnegada, inteligente,
humilde, de poca palabra, una santa. Henrik y Johan tienen cierto odio, resentimiento
y quieren venganza el uno por el otro, se tratan mal, el viejo lo humilla,
especialmente con el dinero, y el hijo porque lo considera un mal padre. Hay diálogos
crueles y malvados, algo violentos, aunque dentro del comportamiento de gente
educada, de ellos dos, por separado y en un encuentro donde la nieta es el vínculo
de afecto y unión familiar.
Bergman dibuja seres humanos, aunque hace más difícil el
trabajo de que nos generen empatía, pero se les percibe más reales, más
profundos de lo habitual en el cine. Tanto Henrik como Johan caen mal a ratos,
especialmente el hijo, a quien Bergman deja como peor persona. Lo que salva un
poco a Henrik es su desesperación, su sufrimiento, su soledad, su cualidad de
perdedor, aun cuando Bergman trata mucho con el sexo, y lo hace en dos
sentidos, uno muy artístico, y otro polémico, pero encubierto en un paquete
complejo. Se percibe entre Henrik y Karin un halo de incesto, pero esto se
puede entender como algo simbólico, aunque visualmente -en un beso veloz pero
ardiente- nos impacte una escena, nos genere un shock.
Entre padre e hija esto implica una relación absorbente, abnegada, castradora, haciendo que evitar el sufrimiento del padre sea una tara
para la realización plena de la muchacha, donde Bergman pone de complemento -de
escape- la independencia que le puede generar la música –tocar el cello- a Karin
en el extranjero, tras múltiples ofertas, un futuro brillante. Es romper con
los parámetros, con las cadenas, con el nido, o con el quehacer de ama de casa.
Es el padre –que puede representar además el país- arrastrándonos hacia un
nivel inferior, a una vida menos libre, menos lograda. Todo esto involucra la
proclividad al suicidio, la dependencia de la esposa traspasada a la hija, aun
cuando la madre quiere enmendarse en su lecho de muerte y deja una carta al marido, que bien refleja la
brutalidad de lo malsano, la idea del incesto.
Tenemos enfrente un filme impredecible e
interesante, Bergman prefiere la suma de relaciones humanas, colocando lo
viejo como un coherente colofón y remate, abordado levemente, tras ser el punto
de partida o seducción del espectador para correr a hablar de otras tantas relaciones,
generando expectativa, trabajando con el misterio, con otros conflictos, aunque
todos familiares; igualmente de distintas etapas, es Bergman ahora el abuelo, ya
no solo el hijo, es ponerse en otros lugares y mostrar más complejidad, dualidad.
Los intercambios entre unos pocos personajes –tan solo cuatro, más el uso siempre
magistral de un fantasma- muestran la brillantez del director sueco para con el
manejo de la austeridad, hacer de pocos elementos algo importante y atractivo. Por
algo Bergman no solo fue un maestro del cine, también del teatro, y esto lo
vemos claramente aquí. Maestro en auscultar la vida, a la humanidad en
sus parámetros más próximos, más reales.