Es la película más excesiva, famosa, polémica, odiada y
celebrada de Ken Russell, que es una historia religiosa, pero del tipo de quema
de brujas o de lucha contra el demonio, la versión hardcore de películas como La
pasión de Juana de Arco (1928) o de El Proceso de Juana de Arco (1962), donde
un cura es perseguido por la inquisición, pero no por algo sobrenatural, sino
por señalarle una vida libidinosa, por ser muy sexual y casarse a escondidas
con una joven, que en realidad es porque éste cura, Urbain Grandier (Oliver
Reed), defiende la independencia de su ciudad, de Loudon, del poder del Cardenal
Richelieu quien manda a destruir a Grandier.
Grandier es como un rock star en su ciudad, y además un sex
symbol, que en especial hace que las monjas se sientan fuertemente atraídas, lideradas
por la madre Juana (Vanessa Redgrave), quien se mueve con la cabeza doblada,
con una joroba, y es la más obsesionada con Grandier. De esto vendrá la idea de
la posesión satánica en las monjas con lo que Russell proporcionará tremenda secuencia
de locura, de desenfreno, de una orgía brutal, que tiene de esperpéntica, fiel
al estilo del director británico, aunque no se percibe del todo explicada. Es
más como una histeria que sigue a la madre Juana, de la mano de la persecución de
la iglesia liderada por Richelieu y sus peones, el barón De Laubardemont (Dudley
Sutton), el padre Mignon (Murray Melvin) y el cazador de brujas o exorcista padre
Barre (Michael Gothard).
Es un filme extravagante, pero bien narrado, muy interesante
también por su parte histórica, pero como acostumbra Russell se toma muchas
libertades y sobre todo excesos. De cierta manera también se puede considerar
una película de terror, pero no con un enfoque de miedo, es de utilizar sus
elementos para hacer algo distinto. Varias escenas de la película tienen un
toque visual artístico de horror, inclusive en la apariencia de la madre Juana,
pero el filme propone con ello el drama histórico eclesiástico, el estallido psicológico,
la demencia, cierto absurdo. En mayoría los excesos funcionan, porque tiene un
background de hechos reales conseguido, sólido, aun cuando sus formas invocan
el entretenimiento ligero.
Vanessa Redgrave y Oliver Reed están maravillosos, en los roles
icónicos de sus respectivas carreras; Redgrave como una mujer poseída por una
obsesión sexual y también afectiva, negada por el hombre que desea, porque a
ella en realidad ganas y acciones nunca le faltan. Grandier es un hombre coherente
aunque propenso a cumplir con su carnalidad. Yace más cerca de los protestantes
-en varios sentidos- que la iglesia católica persigue con ahínco, dejando
regados sus cadáveres –que explota visual y constantemente el filme- y tortura.
Grandier a pesar de todo es consecuente, hasta confiesa sus culpas, acepta sus
defectos, quiere su devoción a Dios pero también ser un hombre libre en su
hedonismo, y aun trasgrediendo las reglas no merece la inquisición –las monjas
se incitan solas-, ésto queda claro, con Russell haciendo énfasis
en casi todo, es el exceso en su máxima potencia, afuera la sutilidad, y por
más paradójico que suene funciona, porque es muy transparente, muy propio de su cine.
No todo es genial, pero es un filme más que decente, yo
diría que hasta bastante bueno, pero entendiendo que el mal gusto y la
vulgaridad coexisten con el interesante interés histórico que valga decirlo lo
ha hecho Russell más atractivo que el común. Russell tenía especial aprecio por
lo histórico, por lo intelectual, solo que también por plasmar el arte a su
manera, volverlo popular, fácil y muy entretenido, con un infaltable toque de
locura que queda más que presente en los comportamientos de las monjas, donde
brilla la polémica, ya que en los curas más bien yace la maldad o frialdad, el
interés personal, y así Grandier es el héroe del relato, pero con su cuota de
corrupción, como es visto su deseo sexual –lo cual también lo puede dibujar
doblemente heroico visto desde otra perspectiva-, luego hasta calmo al confesarse
enamorado, y se le siente un tipo normal, pero trasgresor por ser un cura católico.
En el fondo parece la película tratarse de la defensa del evangelismo
y de paso de lo británico –pensando en el tema serio de la propuesta- o, quizá más
bien –pensando en el lado más marcado de Russell, el exceso-, de la libertad y liberalidad
sexual, del placer per se, con los católicos como los verdaderos demonios,
poseyendo en las sombras en realidad a unas monjas reprimidas y neuróticas,
mujeres con ganas de tener sexo limitadas en sus anhelos, el resto simple
pretexto. Pero a esto hay que agregarle un festín de cierto efectismo, de irreverencia,
en una orgia mítica, y así es Ken Russell. Hizo lo que le dio la gana, y se
saltó con ello su lugar en los libros más serios, pero se hizo también un
cineasta de culto.