viernes, 5 de octubre de 2018

Los demonios (The devils)


Es la película más excesiva, famosa, polémica, odiada y celebrada de Ken Russell, que es una historia religiosa, pero del tipo de quema de brujas o de lucha contra el demonio, la versión hardcore de películas como La pasión de Juana de Arco (1928) o de El Proceso de Juana de Arco (1962), donde un cura es perseguido por la inquisición, pero no por algo sobrenatural, sino por señalarle una vida libidinosa, por ser muy sexual y casarse a escondidas con una joven, que en realidad es porque éste cura, Urbain Grandier (Oliver Reed), defiende la independencia de su ciudad, de Loudon, del poder del Cardenal Richelieu quien manda a destruir a Grandier.

Grandier es como un rock star en su ciudad, y además un sex symbol, que en especial hace que las monjas se sientan fuertemente atraídas, lideradas por la madre Juana (Vanessa Redgrave), quien se mueve con la cabeza doblada, con una joroba, y es la más obsesionada con Grandier. De esto vendrá la idea de la posesión satánica en las monjas con lo que Russell proporcionará tremenda secuencia de locura, de desenfreno, de una orgía brutal, que tiene de esperpéntica, fiel al estilo del director británico, aunque no se percibe del todo explicada. Es más como una histeria que sigue a la madre Juana, de la mano de la persecución de la iglesia liderada por Richelieu y sus peones, el barón De Laubardemont (Dudley Sutton), el padre Mignon (Murray Melvin) y el cazador de brujas o exorcista padre Barre (Michael Gothard).

Es un filme extravagante, pero bien narrado, muy interesante también por su parte histórica, pero como acostumbra Russell se toma muchas libertades y sobre todo excesos. De cierta manera también se puede considerar una película de terror, pero no con un enfoque de miedo, es de utilizar sus elementos para hacer algo distinto. Varias escenas de la película tienen un toque visual artístico de horror, inclusive en la apariencia de la madre Juana, pero el filme propone con ello el drama histórico eclesiástico, el estallido psicológico, la demencia, cierto absurdo. En mayoría los excesos funcionan, porque tiene un background de hechos reales conseguido, sólido, aun cuando sus formas invocan el entretenimiento ligero.

Vanessa Redgrave y Oliver Reed están maravillosos, en los roles icónicos de sus respectivas carreras; Redgrave como una mujer poseída por una obsesión sexual y también afectiva, negada por el hombre que desea, porque a ella en realidad ganas y acciones nunca le faltan. Grandier es un hombre coherente aunque propenso a cumplir con su carnalidad. Yace más cerca de los protestantes -en varios sentidos- que la iglesia católica persigue con ahínco, dejando regados sus cadáveres –que explota visual y constantemente el filme- y tortura. Grandier a pesar de todo es consecuente, hasta confiesa sus culpas, acepta sus defectos, quiere su devoción a Dios pero también ser un hombre libre en su hedonismo, y aun trasgrediendo las reglas no merece la inquisición –las monjas se incitan solas-, ésto queda claro, con Russell haciendo énfasis en casi todo, es el exceso en su máxima potencia, afuera la sutilidad, y por más paradójico que suene funciona, porque es muy transparente, muy propio de su cine.

No todo es genial, pero es un filme más que decente, yo diría que hasta bastante bueno, pero entendiendo que el mal gusto y la vulgaridad coexisten con el interesante interés histórico que valga decirlo lo ha hecho Russell más atractivo que el común. Russell tenía especial aprecio por lo histórico, por lo intelectual, solo que también por plasmar el arte a su manera, volverlo popular, fácil y muy entretenido, con un infaltable toque de locura que queda más que presente en los comportamientos de las monjas, donde brilla la polémica, ya que en los curas más bien yace la maldad o frialdad, el interés personal, y así Grandier es el héroe del relato, pero con su cuota de corrupción, como es visto su deseo sexual –lo cual también lo puede dibujar doblemente heroico visto desde otra perspectiva-, luego hasta calmo al confesarse enamorado, y se le siente un tipo normal, pero trasgresor por ser un cura católico.

En el fondo parece la película tratarse de la defensa del evangelismo y de paso de lo británico –pensando en el tema serio de la propuesta- o, quizá más bien –pensando en el lado más marcado de Russell, el exceso-, de la libertad y liberalidad sexual, del placer per se, con los católicos como los verdaderos demonios, poseyendo en las sombras en realidad a unas monjas reprimidas y neuróticas, mujeres con ganas de tener sexo limitadas en sus anhelos, el resto simple pretexto. Pero a esto hay que agregarle un festín de cierto efectismo, de irreverencia, en una orgia mítica, y así es Ken Russell. Hizo lo que le dio la gana, y se saltó con ello su lugar en los libros más serios, pero se hizo también un cineasta de culto.