John Trent (Sam Neill), un hombre que investiga fraudes es
contratado para hallar a un escritor de novelas de terror y a su última obra
perdida, a Sutter Cane (Jürgen Prochnow). Éste escritor de novelas tiene la
particularidad de que sus obras vuelven literalmente demente a la gente y hay
una ola de violencia por su culpa. Trent no cree en ello pero lentamente cae en
esa vorágine mental –el filme muestra en el inicio a Trent en un manicomio- .
Su llegada al pueblo de las novelas es el momento en que la ficción sobrepasa
la realidad, como una llegada a un mundo de Oz –genial la constante repetición
de volver donde una turba-. Verá monstruos y todo tipo de formas de espanto. Lo
de la viejita de la novela con el marido atado a su talón con grilletes y
desnudo es todo un acontecimiento. El filme vuelve plástico, recurrente, lo
sobrenatural, que recuerda en parte a H.P. Lovecraft, con esos monstruos de
rostro tipo pulpo. El filme tiene cantidad de escenas memorables de terror; por
mencionar algunas, ésta esa en la carretera oscura cuando pasa el anciano
demoniaco en bicicleta o cuando de una iglesia aparecen perros dóberman para
atacar a pobladores armados y enardecidos. El filme de John Carpenter plasma
que todo es producto del metalenguaje, como si el mundo fuera una enorme sala
de escritura creativa y algo tan superficial pero adictivo como el
entretenimiento –libros, películas- movilizaran al planeta hacia el
apocalipsis. Es un filme divertido más que terrorífico, partiendo solamente de
que es extravagante y algo irónico en su inicio con un Trent en el manicomio
poniendo cruces por todas partes. Se percibe querer entretener, aun manipulando
algo como la locura. Es el miedo a lo irracional, convertido en sobrenatural y
realidad, a la vera del hedonismo masoquista. El final en el cine es de
antología.