Película del director australiano Alex Proyas que con The
Crow (1994) y Yo, robot (2004) son sus mejores películas; The Crow y Dark City
(1998) son películas de culto. Dark City parece un cómic llevado a la pantalla
grande. Su ciudad en tinieblas, sus extraterrestres de hielo, movilizado dentro
del código del cine negro y la novela gráfica es todo lo genial que uno puede esperar de un sci-fi. La
historia es rocambolesca, parte de algo demencial, pero entretiene bastante en
el relajo de sus formas. Maravilla lo fantástico, su visualidad, como con la
bañera en un lugar lúgubre y sucio y el señalamiento de asesino en serie del
protagonista y mesías, John Murdoch (Rufus Sewell), que se niega estoico a
creerlo y termina enfrentando la manipulación de su ciudad, que recuerda a una
mezcla entre The Truman Show (1998) y, la
muy popular en la misma temática, aunque viene después, Matrix (1999). Los
contextos cambian constantemente –como con el espectáculo de la arquitectura y
el espacio, la sala de experimentación-, la gente duerme como títeres al sonido
del reloj, de las doce, se implantan memorias, nuevas existencias al gusto,
como ratas de laboratorio, asunto por el que discurre todo el filme, en tratar
de coger el alma humana, entender a la humanidad y emularla, con una humanidad que
aquí tiene una imagen positiva y valiosa a diferencia de como suelen retratarla
por lo general, autodestructiva, poco meditativa, violenta. En el filme la
humanidad es noble y sólo busca liberarse, ser autónoma, a través del elegido.
Por el final el filme se vuelve una lucha frontal de fuegos artificiales, cae
de lleno en la ciencia ficción más pirotécnica, pero con su detective de
policía (William Hurt) y su cantante sexy (Jennifer Connelly) es el noir en
todo su esplendor también, con pesquisas de misterio –hasta existenciales-
aunque propias de un estado de locura. Kiefer Sutherland está sobresaliente en
los dos polos de acción -el bien y el mal-, y lo hace de manera de que nunca
pierde su verosimilitud.