jueves, 2 de agosto de 2018

Matar a Jesús


Matar a Jesús (2017), de Laura Mora Ortega, es una película que tiene una magnífica recreación, bastante cautivante. Todo el recorrido por los lugares marginales de Medellín es perfecto. Hasta el más mínimo momento tiene gran fuerza escénica, visual. La historia en sí es bastante sencilla, pero solvente. Una chica ve morir a su correcto y admirado padre en manos de un sicario en moto y una vez que se topa con él en una discoteca se plantea matarlo. Pero antes se le vuelve próxima, indaga, toma confianza, mientras piensa en comprar un arma, sólo que al conocerlo se mezclan sus emociones.

Ésta premisa, querer acercarse, andar con él, es algo más elaborado de lo que uno haría, quizá busca el momento preciso para matarlo, tenerlo cerca, a punto, pero la interacción le rebota. Aunque la protagonista, Paula (Natasha Jaramillo), viene de una clase social más alta se mezcla sin dificultad con el submundo criminal del muchacho, de Jesús (Giovanny Rodríguez). El joven le enseña el uso de armas –que yace muy presente- y la pasea en moto. Paula nada en un lago con Jesús; miran la ciudad desde la altura, el paisaje urbano imponente.

Éste vínculo afectivo no es congruente, pero es el conocimiento del otro, del tipo distinto, que aflora. Se da cuenta ella que Jesús es un mero ejecutor, como él mismo menciona, y la violencia que hay en Medellín es la verdadera culpable, el chico es un peón, uno más del montón, propio de la pobreza y la falta de instrucción. El quehacer de la muerte del padre de Paula más que seguramente tiene que ver con algo político, nunca se aclara.

En un momento se oye decir que nunca llegará al fondo del asunto, que nunca atrapara al gestor intelectual, se echa la culpa a la maquinaria. El filme pretende con la simbología del nombre del sicario hacer la gracia de evitar la violencia, buscar la misericordia, es algo complicado pero es no seguir con la cadena, es también comprender la situación. La solución es un trabajo grande, que queda sin mencionarse.

El filme prefiere ser intenso, un lugar de emociones, al tiempo de mostrar fielmente los lugares, el barrio, la fiesta, la vida del delincuente, es vivir el submundo. Lo mejor de la propuesta es ésta contextualización, éste neorrealismo local. Después es muy simple, hasta falto de profundidad y un poco incongruente. Pero, desde luego, no es la solución más violencia –como lo dice aquel vomito simbólico, aunque ridículo para los que la acompañan-, Jesús es pieza pequeña de algo mucho más profundo, aunque tampoco merece impunidad.

La interactuación entre Paula y Jesús es potente, la cosa es no pedirle mayores justificaciones con la violencia de Medellín, no pretende dar soluciones, sino señalar simplemente que se trata de la cadena más baja. Es pensar en un mundo deplorable, de marginalidad, inconsciencia, brutalidad, una juventud arrastrada hacia la normalidad de la criminalidad.