Matar a Jesús (2017), de Laura Mora Ortega, es una película
que tiene una magnífica recreación, bastante cautivante. Todo el recorrido por los
lugares marginales de Medellín es perfecto. Hasta el más mínimo momento tiene
gran fuerza escénica, visual. La historia en sí es bastante sencilla, pero
solvente. Una chica ve morir a su correcto y admirado padre en manos de un
sicario en moto y una vez que se topa con él en una discoteca se plantea
matarlo. Pero antes se le vuelve próxima, indaga, toma confianza, mientras piensa en comprar
un arma, sólo que al conocerlo se mezclan sus emociones.
Ésta premisa, querer acercarse, andar con él, es algo más
elaborado de lo que uno haría, quizá busca el momento preciso para matarlo,
tenerlo cerca, a punto, pero la interacción le rebota. Aunque la protagonista,
Paula (Natasha Jaramillo), viene de una clase social más alta se mezcla sin
dificultad con el submundo criminal del muchacho, de Jesús (Giovanny Rodríguez).
El joven le enseña el uso de armas –que yace muy presente- y la pasea en moto. Paula
nada en un lago con Jesús; miran la ciudad desde la altura, el paisaje urbano
imponente.
Éste vínculo afectivo no es congruente, pero es el
conocimiento del otro, del tipo distinto, que aflora. Se da cuenta ella que
Jesús es un mero ejecutor, como él mismo menciona, y la violencia que hay en
Medellín es la verdadera culpable, el chico es un peón, uno más del montón,
propio de la pobreza y la falta de instrucción. El quehacer de la muerte del
padre de Paula más que seguramente tiene que ver con algo político, nunca se
aclara.
En un momento se oye decir que nunca llegará al fondo del
asunto, que nunca atrapara al gestor intelectual, se echa la culpa a la
maquinaria. El filme pretende con la simbología del nombre del sicario hacer la
gracia de evitar la violencia, buscar la misericordia, es algo complicado pero
es no seguir con la cadena, es también comprender la situación. La solución es un
trabajo grande, que queda sin mencionarse.
El filme prefiere ser intenso, un lugar de emociones, al
tiempo de mostrar fielmente los lugares, el barrio, la fiesta, la vida del
delincuente, es vivir el submundo. Lo mejor de la propuesta es ésta
contextualización, éste neorrealismo local. Después es muy simple, hasta falto
de profundidad y un poco incongruente. Pero, desde luego, no es la solución más
violencia –como lo dice aquel vomito simbólico, aunque ridículo para los que la
acompañan-, Jesús es pieza pequeña de algo mucho más profundo, aunque tampoco
merece impunidad.
La interactuación entre Paula y Jesús es potente, la cosa es
no pedirle mayores justificaciones con la violencia de Medellín, no pretende dar
soluciones, sino señalar simplemente que se trata de la cadena más baja. Es pensar
en un mundo deplorable, de marginalidad, inconsciencia, brutalidad, una
juventud arrastrada hacia la normalidad de la criminalidad.