El Papa Benedicto XVI, Joseph Ratzinger, está por llegar a
Madrid, estamos en el 2011. Aunque se halla en pleno el movimiento 15-M el
gobierno intenta hacer lo más apacible la visita del Papa, pero anda suelto en
la ciudad un asesino en serie, alguien que mata ancianas solitarias, pero no
pueden hacerlo público, con lo que el asesino se cree impune y acrecienta sus
crímenes. El thriller de Rodrigo Sorogoyen se forja a la vera de dos compañeros policías. Uno es Velarde
(Antonio de la Torre), tartamudo que vive sólo y se siente atraído por una
mujer (María Ballesteros) que limpia su edificio; el otro es Alfaro (Roberto
Álamo), un hombre violento, de poca paciencia, pero un policía muy competente y
entregado a su labor. Ambos investigan al asesino en serie, mientras que los
demás están más que despistados.
Alfaro es un problema para la policía, hasta ha dejado casi
tuerto y cojo a un policía (esto tiene de comedia involuntaria, también hay que
decir). Alfaro es un tipo de trato bruto por un lado, pero alguien analítico en
su investigación. Los protagonistas tienen profundidad gracias a su vida
social, el filme permite ver como son fuera del trabajo y es un gran aporte.
Velarde es torpe con las relaciones afectivas y lo vemos en una escena que
puede verse como violencia doméstica, pero todo es producto de unos movimientos
apresurados. Ésta escena es chocante, pero interesante, bien manejada.
Ya la dupla en guion de Isabel Peña y Rodrigo Sorogoyen
dirigiendo Sorogoyen mostraba intrepidez y personalidad en su película
anterior, Stockholm (2013), una película convencional pero con su cuota de
simpatía durante una hora, en la seducción del chico listo y seguro de sí (Javier
Pereira) detrás terco de la chica difícil (la bella Aura Garrido), pero que se
convierte en su última media hora en una película curiosa y original
(justificando además la existencia de esa parte convencional), dura, dolorosa,
incómoda e impactante –la última escena puede ser algo predecible, pero está
escenificada con suma belleza, si cabe ante tanta melancolía-, al cotejar la
actitud del muchacho autosuficiente.
Durante hora y media asistimos primero a la investigación de Alfaro y Velarde, para pasar al karma de Alfaro por su comportamiento violento, y el vacío de Velarde. Vemos a ancianas muertas, provocando una explicites mortuoria, pero esto es parte del cine de crímenes, no hay que ser demasiado sensible tampoco. También esto sirve de soporte para la dualidad del asesino en serie que es otra construcción valiosa, como personaje, y apreciar su demencia, brutalidad e incongruencia de personalidad, la misma que se puede ver en las debilidades y torpezas de los policías, pero, lógicamente, en menor grado.
Parte importante de la película es la pérdida de la fe, cómo
muchos empiezan a descreer, aunque a su vez vemos al Papa atrayendo multitudes en España que ha mostrado cambio hacia la religión. El
título por eso se hace apropiado, que Dios nos perdone (nuestras perversiones,
carencias y soberbias).
La última parte muestra quien es el asesino, con una
magnífica actuación, digna de un gran premio previo. Los policías aun
lo buscan, las fichas ya están sobre la mesa, la exposición primera de un
misterio pasa a exhibirse en toda magnitud. Por último la trama conjuga la
tartamudez y el asesinato, o hacer daño a otros (el centro del filme y todos lo
hacen de alguna forma), es algo que va en ascenso nos dice y hay que parar,
evitar, pensar o aminorar. La tartamudez –lo emocional- se asocia con la
violencia, el feminicidio –la mayoría de muertes en el filme son de mujeres-,
en distintas vertientes, de forma sutil.