La última película de Paul Thomas Anderson es una historia
de amor, de cómo enamorar continuamente y retener al hombre amado. Para el caso
éste hombre es un renombrado modisto inglés de finos y exclusivos vestidos,
llamado Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis). Woodcock es un hombre voluble,
que cambia de estados de ánimo como dentro de una rutina extrema, como si
tuviera una enfermedad, pasa del estado más fuerte, omnipotente y seguro de sí
a la debilidad, el cansancio y la depresión. De la misma forma se enamora, se
entusiasma por una mujer, de cualquier condición social, y luego se agota de
ella, ya no la quiere cerca y vuelve a su ostracismo e indiferencia. La mujer
es entonces despachada de su casa. No obstante Alma (Vicky Krieps) no será como
las demás.
Alma es una simple camarera, pero también una mujer
especial, muy inteligente, aunque ella finalmente diga que lo que hace para
retener al hombre amado no sea nada misterioso ni demasiado complejo. Alma se
dará cuenta del comportamiento de Woodcock, que aparte de vivir y respirar cada
minuto la costura tiene la figura materna muy marcada en la cabeza, y tendrá
estos cambios de ánimo producto de sentirse desprotegido, amenazado por el
mundo, aunque sea más producto de su conciencia.
Woodcock tiene toda una filosofía de vida detrás, dice que las
expectativas y suposiciones de los otros lo hacen tener que mostrarse siempre
fuerte, duro, para defenderse de estos. Es así que éste hombre pretende crearse
una caparazón, una eterna soledad y autosuficiencia, pero que en realidad no quiere
una ni tiene la otra, salvo en sus confecciones de ropa.
Puede creerse que el filme trata de ropa, de moda, de
vestidos hermosos y de la fascinación por la alta costura, pero esto más bien es
el contexto, el filme habla de amor, de la estrategia de Alma para que no la
desechen como a todas. Inicialmente pareciera que no hubiera tal estrategia,
sino fuera un arrebato suyo, un estado de locura, un final fatal y pasional. Pero
Paul Thomas Anderson, guionista único además de la película, es demasiado
inteligente para hacer un filme convencional, un filme sin originalidad e
interés particular, sin tampoco por ello alejarse del espectador. Thomas
Anderson por tanto dibuja un poco freak a su protagonista, quien guarda
mechones de cabello de su madre ocultos en el forro de su ropa, su pasión da
espacio a los secretos, que mantiene cerca suyo y busca como temple, y es que
la costura y la ropa son su razón de ser, el oficio que aprendió de la madre
idolatrada.
Lesley Manville está genial, es una mujer fuerte, más no una
caricatura, tiene complejidad, escapa del estereotipo, es una mujer solitaria,
pero no una amargada –como en un inicio uno puede creer- aunque tiene carácter.
Da la impresión de que fuera a ser la madrastra malvada del cuento, pero el
filme salta para bien ésta presunción.
Sobresale el momento cuando le quitan el vestido a la mujer
frívola, conflictiva y alcohólica, parece un mensaje naif, pero desnuda también
de cuerpo entero la pasión por la costura, la complicidad con Alma –que yace
desde el principio, igualmente a cuando oye de sus secretos en la ropa- y es
mejor lo que trasmite que apelar al realismo.
El filme es por un lado el mundo de la costura de un Londres
clásico, en los 50s, y sobre todo la vida cotidiana y la lucha de la relación de
Alma, que como toda relación tiene altas y bajas, peleas, pero aquí remite a lo
extremo. Hay momentos donde uno pudiera creer que todo puede degenerar en algo
como Luna de hiel (1992), pero igualmente Paul Thomas Anderson es demasiado
fino para esto. El filme prefiere ser sutil, detallista, amable. Pronto surge
un método y una lógica salida de la mente de Alma que en un inicio parecía un despropósito,
un acto violento de desesperación. Este método no origina excitación o
exaltación, sino paradójicamente ternura y docilidad, genera un estado de
debilidad que se cura con los cuidados de una esposa que es como una madre
reconfortando a su pequeño.
El método implica el acto de comer, que en Phantom Thread está
muy presente y trabajado, como cuando Woodcock sospecha finalmente de ella, y la
mira con atrevimiento mientras come lo que ella diligentemente le ha preparado,
entregándose a un supuesto suicidio o, mejor dicho, a la dominación femenina.
Él llega a decir –calmado- tengo hambre en más de una oportunidad, ésta hambre
es simbólica y se asocia al amor (lo dice incluso en su primer encuentro y
remite de forma suave, dulce e indirecta a la belleza, atractivo y seducción que
ve complacido en ella), es como un pedido de llenar nuestro interior de amor,
como si fuera uno un auto y el corazón un tanque de gasolina, también es la
solución contra el mundo al que se teme y se desconfía, y la solución contra
nuestra disfuncionalidad. Puede resultar algo banal como es Woodcock, pero el
filme es un llamado a mantener la llama encendida.