El filme es simple y a la vez no tan simple. Simple porque la
propuesta trata de dos muchachas hermosas locas que se dedican a las
mataperradas, a disfrutar de la vida haciendo locuras e incomodar al resto banalmente
con sus libertades, con su deseo de tontear. Y no tan simple porque muchas de
las cosas que hacen tienen pequeños efectos cinematográficos o parece simple
juego “absurdo” y es difícil de cogerlo en la memoria. Se tiende a disfrutar lo
que hacen, como cine, pero también a olvidarlo.
En un restaurante hay un espectáculo de Charleston, las
chicas se dejan llevar por el baile y empiezan a hacer desmanes, a
desenfrenarse, a ponerse intensas, haciendo que todo sea cómico como en una película
muda de slapstick. En otro momento la rubia le corta el vestido a la de cabello
negro, a la mejor amiga u hermana, y ésta en un efecto básico de edición le
corta con la tijera un brazo, luego se decapitan y sus cabezas bailan, más
tarde todo el escenario se hace picadillo, diminutos cuadritos, en total estado
de juego. Es un filme de momentos así, de disfrute efímero, con unas muchachas
simplemente vacilándose.
A ellas las veremos mostrándose lúdicas con tijeras, comen con éstas como cubiertos, apelando al festín, al fuego, al poder, a lo impredecible
y a la violencia. Las chicas dicen que el mundo está corrupto entonces argumentan
que no tienen por qué ser tampoco intachables, también serán corruptas, no hay
regla que las detenga. Interactúan con el socialismo y el capitalismo. Con el primero (el socialismo) sucede cuando se topan con un jardinero trabajando concentrado en lo suyo y llaman algo
hermoso a lo que hace, luego roban unas mazorcas y se extrañan que el trabajador
no les llame la atención. Con el segundo (el capitalismo) sucede cuando entran a una fábrica. Se meten apiñadas en un pequeño ascensor de carga, y al abrir una puerta terminan
en una cena de lujo donde aún no han llegado los invitados y como ellas son
adictas a la comida como estado pleno de goce y diversión se dedican a tragar,
a destruir todo orden y a lanzarse la comida.
Una se viste con una cortina, se trepa sobre la mesa
de agasajos, camina sobre los alimentos, pisoteándolos rebeldemente, se burla del
modelaje. Es la belleza al servicio de la personalidad, no la belleza vacía,
tal cual preguntan filosóficamente, pero a su vez son libres para hacer de
tontas en mil oportunidades. También se burlan de la edad, de los hombres
mayores exitosos –mientras se le rinde pleitesía a la juventud-, con los que
salen y terminan aprovechándose de ellos, en comilonas que estos pagan, para luego
hacer que el tren se los lleve; los humillan y los desechan, bajo mímica cómica.
El filme no es uno sexual, no hay escenas subidas de tono, a lo mucho vemos a
la rubia salir desnuda tapándose sus partes más íntimas con cuadros de
mariposas disecadas, siempre en estado de broma naif, pero sabiendo del poder
sexual, de su poderosa femineidad.
Se burlan de tener pareja, también lo hacen de cualquier hombre,
con uno que llama y expresa estar enamorado en el teléfono y ellas ignoran por
completo sumidas en sus locuras. Es un canto de feminismo como entretenimiento,
de fuerte e imponente personalidad, de extravagancia amable, como aparecer
jugueteando a menudo en una piscina, echadas al lado, semejante a unas muñecas,
o cuerpos en absoluto relajo. Las margaritas (1966), de la checa Vera Chytilová,
es pura irreverencia alegre, un llamado a no aburrirnos nunca, a ser intensos y
felices siempre, aunque haciendo mataperradas, portándonos como niños
malcriados.