Son pequeñas historias de amor fugaz interconectadas por una
persona de las parejas, realizadas en cadena, pasando de una aventura a otra
aventura, con Raconteur (Anton Walbrook) como el presentador y ser ubicuo entre
las parejas, en un carrusel del placer y la felicidad, aunque también hay
decepción y traición. Pero sobre todo brilla la felicidad.
Hay grandes actores franceses de parejas, con una Simone
Signoret haciendo de una prostituta, aunque no una común, capaz de saltarse
cobrar por tener un encuentro de su predilección, pasando por terminar durmiendo
con un aristócrata de buen aspecto físico (Gérard Philipe), donde queda todo en
un estado idílico de romanticismo y ternura –con una Signoret como flotando en
las sábanas ante la mirada voyeur de la cámara acariciándole el rostro, su
belleza- , porque el director Max Ophüls no juzga, ni al adultero ni al
libertino, sino que celebra el amor libre, el placer sexual como hallazgo total de
felicidad.
Serge Reggiani interpreta a un soldado que sólo quiere
divertirse, quiere gastar su día libre bailando, mientras cambia de pareja, no
pretende estabilidad. Simone Simon hace de una bella y sumisa empleada del
hogar rendida a los pies del hijo de su patrón (Daniel Gélin), como fantasía húmeda,
y el hijo del patrón pasa a cumplir una segunda fantasía, metiéndose con una
mujer casada (Danielle Darrieux) que duda y teme ser descubierta. Pero el
marido de ésta (Fernand Gravey) también la engaña, con una joven humilde
atraída por el dinero. No obstante ésta dama realmente desea a un poeta (Jean-Louis
Barrault), y se hace pequeña frente a éste.
En la alcoba, en camas separadas, pero próximas, con sus lámparas
respectivas a tiro de cordón, los esposos hablan sobre la infidelidad, sobre la calma de su relación que el hombre inocente venera y a la mujer le aburre
secretamente. Ella, pícara, le pregunta si de joven ha estado con una mujer casada,
él autosuficiente sorprende confesando que sí, sólo que remata que a esas mujeres no se les ama en esos affaires, ella queda
meditabunda, en un prender y apagar las lámparas en medio de la curiosidad de
ambos, saliendo del silencio y la monotonía matrimonial. Esto implica una escena paradójicamente
simpática e irónica, levemente humorística. Plasma la perversidad en el amor, que aquí
también tiene cabida.
La ronda (1950) es un filme que con el presentador explica que
estamos ante una obra creativa o cinematográfica, un divertimento, mostrándonos
como nos comportamos, o como la gente revolotea alrededor del placer. Y lo hace
con chascarrillo, con libertad, con un toque de despreocupación, algo de
trasgresión, aun cuando es una propuesta de aire clásico, con muchas formas,
delicadeza y amabilidad para narrar.
El presentador ayuda a la consumación de las aventuras, cómplice
en el adulterio, como un alter ego de Ophüls y a quien adapta, a Arthur
Schnitzler, que celebra el placer, que puede ser platónico, o impío, o algo
forzado, o sensual, o engrandecedor. Hay desbalances e iluminaciones, se ama al
vuelo, se desea con fuerza, y te corresponden -como el hijo del patrón cerrando
las ventanas para propiciar un encuentro romántico o a través del velo como preámbulo
sensual-, o no te aman pero te aceptan la aventura, también te la niegan.
La prostituta busca el sentimiento, un soldado no le corresponde
como quiere, está muy apurado por divertirse, que curiosamente no pretende el
camino fácil, quiere la dilación. Pero si un conde, que sufre un repentino deslumbramiento
frente a la elocuencia romántica inesperada. El poeta es deseado como una
celebridad por la humildad de una mujer (Odette Joyeux) y rechazado como algo
de poco valor aun pasando por una necesidad, por una engreída actriz de teatro (Isa
Miranda); aflora todo el paquete, en la vocación de la fuente del
entretenimiento abierto y celebrado, prominente, lleno de calor e ingenio
transparente.