Ganadora del prestigioso Un Certain Regard en el festival de cine de Cannes 2013,
y nominada a mejor película extranjera en los premios Oscars 2014. El director Rithy
Panh ha tomado su infancia, cuando tenía 11 años de edad, y recordado a través del presente filme todo el dolor
que escenifico su país desde su propia experiencia ante la ideología totalitaria de la famosa guerrilla
camboyana conocida como los Jemeres rojos que gobernó con implacable mano dura durante casi cuatro años, de abril de 1975 a enero de 1979, dejando
infinidad de muertos a su paso –se habla de un genocidio- y creando en su
tiempo la conversión del pueblo en un ente parasitario producto del hambre y la
total dependencia de sus destinos, en una filosofía de colectividad donde solo había
derecho a una cuchara.
A esa vera el mundo escuchaba de una utopía comunista aparentemente
lograda y celebrada infundiendo una falsa ilusión al extranjero, por medio de libros
dogmáticos del régimen, frases célebres en la construcción de la mítica del
líder Pol Pot y una campaña de publicidad estatal gracias a la revolución del
cine, y como vemos en pantalla -y sabemos por la historia universal- la realidad era otra, la gente vivía agotada
por las continuas labores agrarias dadas incluso hasta en la noche iluminada con
luces de neón, desprotegida ante la enfermedad o los partos ya que se extirpo
toda medicina extranjera asociada al capitalismo y se hacía uso de hierbas, atrapada
en la peor pobreza y la total desmaterialización (había dinero, uno con
ideogramas muy bellos de la revolución, se nos dice, pero no era normal usarlo; y que llegaba hasta la prohibición de la pesca), y sobre todo temiendo por su
vidas frente a los continuos arrebatos todopoderosos de los militares que ejercían
el control férreo al punto de trasportar a la masa –que incluye a los niños- a
campos especiales de trabajo donde regía la muerte, teniendo la consigna de que
si los hombres no eran reeducados en su ideología –palabra que pesa tanto y
lamenta la voz en off, la que nos narra de principio a fin con potente y
tranquila vocalización profesional en un discreto tono de melancolía, en que a pesar
de la seriedad de la pormenorizada cruel descripción subyace la poesía- eran considerados enemigos, y eso significaba ser
un cadáver más en una fosa que el mismo Panh recuerda haber cavado tantas veces.
Bajo ese contexto el filme se hace del uso innegablemente creativo de
figuras de arcilla artesanales con las que trata de rellenar la fotografía perdida, es
decir las imágenes que sembró el totalitarismo y su implacable brutal abuso de poder,
que durante su tiempo no dejaron que existiera y por lo tanto no quedó registro
fotográfico alguno de importante legado documental (hay archivos vastamente
incompletos, demasiado pobres, muy alejados de la verdad o de la prueba, que sin
embargo sirven de recurso para la concreción de la propuesta, de la que hay que
decir que nunca le hace falta la forma de exhibición vista su sagacidad
estructural, en sentido de que propicia el entendimiento visual sin problemas),
contándonos la historia por medio de estos muñequitos estáticos de suma acabada
expresividad, especialización recreativa y escenarios detallistas,
mientras la cámara crea la movilidad de las maquetas, en donde las figuritas llegan
a volar simbolizando la trascendencia espiritual o se les imprime personalidad
con la música típica del país que se hace muy melódica y sigue la esencia de
ser narrativamente ágil, como fácil de digerir en su temática. Habiendo una
introducción a estos hechos terribles como quien presencia una clase amable,
audaz y entretenida, sin una carga de pesadez didáctica, o tradicional. Lo cual
no merma el hecho de escuchar palabras muy duras, el quehacer de un pasado
atroz de muerte, pobreza, explotación y sufrimiento (Panh perdió a sus padres y
hermanos en el trayecto de ésta dominación política), habiendo que sensibilizar
el oído, lo cual se logra sin
complicación conteniendo tan rápido nuestra atención.
Lo que se nos cuenta va de la mano de lo empático que es lo
visual, tiene una narración que hace gala de lo que nos parecen extraños nombres
más no los sucesos que calan en el cuerpo, por su forma tan diáfana, un valor
en sí. Es notable lo que se ha escogido contar, no solo por los hechos, sino
vista la elección de las palabras, habiendo bastante precisión, repaso de
distintas aristas determinantes y todo con una increíble predominante llegada formal,
para comprender esta niñez que no puede callar el autor, que la lleva tan
fuerte, y es como su deber de comunicación, como expresa, ya que tiene un
interior que es la verdadera imagen perdida que el filme quiere siempre buscar,
y denunciar, el sentido del cine de Panh, como tan bien lo hizo en S-21:La
máquina de matar de los jemeres rojos (2003) en que entrevista a los verdugos y a los sobrevivientes de una factoría de
tortura muy conocida en Camboya.
Estamos ante un documental muy artístico, un concepto que en
mi parecer es una buena alternativa de comprensión, en una manera más
inteligente que la costumbre primaria, sin el facilismo del sensacionalismo o
el golpe de lo salvaje o lo chocante. La consciencia despierta irremediablemente,
porque el dolor late por todas partes, las palabras resuenan y las figuritas
tienen un eco de impresión en un simbolismo que logra facilitar sentir el vacío
que tanto marca al cineasta y a su obra, el cual no debe ser domesticado,
viviendo en el alma, como si fuera imposible contenerle en toda su medida, lo
que siempre implica poner de nuestra parte.