La VII semana del cine brasileño que va del 9 al 18 de octubre
en el CCPUCP me permitió ver la ganadora del festival internacional de cine de animación
de Annecy 2014. Y hay que decir que la película de Alê Abreu es una obra de
corte “infantil” muy hermosa, basada en la fuerza de las imágenes y la música (destacando
el compositor y percusionista Naná Vasconcelos, hasta la inclusión de un rapero
conocido con el nombre artístico de Emicida), donde los diálogos son
irrelevantes, ni siquiera inteligibles verbalmente más si por contexto, en el
retrato de la mirada de un niño en busca de su padre, un campesino que decide
irse del hogar tras la necesidad de un mejor remunerado trabajo, como le pasa a
todos en su comunidad, camino que seguirá un apenado muchachito acongojado por
el recuerdo del querido progenitor, pero en ello se abrirá paso la memoria y el
crecimiento del pequeño una vez entendido el metraje, como reza el título,
dentro del mundo, lo que significa atravesarlo, conociendo la explotación laboral
en la lejana ciudad, con su continua apabullante publicidad, la vida ajetreada
y las necesidades materiales, visitando las favelas, las calles y sus luces, las
playas, el estadio (el deporte), las imponentes fábricas que
terminan votando al hombre producto de la deshumanización y el avance mecánico,
o los embarcaderos con gigantescos contenedores de metal que van llevando la
carga hacia un futurismo de maquinismo y apuro dejando de lado lo más importante,
la vida y esa felicidad que implica el carnaval –como con esa música extradiegética
que intenta predominar como mensaje- de gozar simplemente de la existencia,
como con esas águilas, una negra y otra como el arco iris peleando mitológicamente en
el cielo por un porvenir y optimismo muchas veces negado por la impiedad de cierta
naturaleza humana, mientras el hombre común trata de lograr la realización y la
satisfacción de la (supuesta) libertad, de cara a la constante invasiva
melancolía de la dureza de la economía y el sobrevivir con duros terratenientes,
árboles talados inmisericordes, patrones que hacen la vida proclive a lo miserable
y un habitad que empuja a la diáspora, a coger ese mismo tren de generación en
generación, ya lejos de esos sueños de infancia, ya no en un cálido y festivo viaje
mental, sino como en esas enormes y cansadas simbólicas escaleras surrealistas,
propias de la pesadilla.
Las ilustraciones a ratos parecen engañosamente como que
fueran hechas por la mano de algún niño, dando la sensación de acercamiento a
la mirada de nuestro protagonista, a su visión del mundo en lo que fuera en un papel
y a esa vera en el dibujo que nos presenta la gran pantalla, siendo en realidad
muy elaboradas desde lo aparentemente sencillo; diríamos que bajo lo libremente
artístico en medio del trazo austero, aunque con respectivos detalles puntuales,
trazos y color -como no puede faltar- con suma personalidad y laboriosidad, muchas
veces minimalista, o de composición/yuxtaposición sugerente, con personajes esbozados,
sin demasiado definir, delgados, patilargos, ojos brillosos o algún espolvoreo
de color, mucho blanco y negro, o rayas tristes por facciones. Junto a paisajes
que mayormente se hacen de solo el cromatismo multicolor, dándose forma con únicamente
ello, en una especie de collage pictórico, como con acuarelas o con crayón, por
una parte tipo los rectángulos de las obras de Mark Rothko o esas ilustraciones
a medio -o apenas- dibujar, de trazo invocador de uno completo en unas pocas
líneas y círculos, solo lo indispensable para visualizar la imagen representada.
En si lleva el sentimiento de hacer pensar en ese tipo de arte, la pintura, en
armar un espacio de efervescencia visual, sin seguir la ilustración
convencional, o de realismo, sino más de soltura, de ilusión, de fantasía, de
miedo, de misterio, de goce, de sorpresa, de curiosidad, de inseguridad, de
confianza, de sombra de tristeza, es decir, un sinfín de emociones, que es
parte indisoluble de ésta propuesta, que es como el retrato íntimo de un ser humano
en como descubre la verdad del entorno que nos absorbe, que pretende dominarle,
tirarle abajo, por una parte, pero habiendo una posibilidad en el amor, en la
música, en el baile, en la reunión, en la esperanza y en el compañerismo, que
se ve amenazado por el militarismo o la
globalización por mencionar dos de los grandes dilemas y escollos vivenciales
de tantos que abundan, comunitarios, universales, que nos hacen pensar en la
dictadura y en la ley del más fuerte (en el mal sentido). Desde la individualidad
de un inocente y aprehensivo observador infante (por algo tiene unos grandes e iluminados
ojos con chapas de color), que mira en pos de lo colectivo.
Una propuesta que debajo de su sencillez infantil visual y
narrativa, mira con solvencia los grandes problemas del mundo moderno, de la
gente de a pie, tanto del campo como de lo urbano, industrialismo explotador,
desempleo, pobreza o consumismo despiadado, a la par que a la distancia y a la
pérdida bajo la necesidad de sobrevivir, y el dolor que acarrea esa trascendental
ida en nuestras existencias (no solo de una presencia definitoria humana en
cada desarrollo, la de un padre o una madre, sino la del entusiasmo, algo que pasa
por la indiferencia, pero que es sumamente esencial), ese ir hacia la dureza
del mundo. Que recoge la memoria y el crecimiento, que no quiere perder la
festividad interior –como manifiesta aquella omnipotente música de carnaval e instrumental,
los ponchos coloridos que quedan del trabajo o la misma aventura a pesar de los
tiempos, ciertas experiencias y álgidas búsquedas- y la alegría que significa
compartir de la ilusión, como con esa vivaz semilla que pide y repite su
cultivo (un empuje hacia seguir creyendo en irradiar pasión), o esos copos de
luz que atrapa el pequeño, o afianza en una vieja fotografía familiar. En el recuerdo
vivo de lo bueno que debiera quedar intacto a pesar de todo. En una lección de
perpetuidad en la fe, en el optimismo. Para derrotar una putrefacción “elíptica”,
un desgano, una desesperanza. Un envejecimiento prematuro, que con una obra
como ésta se reanima el espíritu. Porque la vida,
al fin y al cabo, tiene que ser una fiesta. Y que mejor desde los ojos de los niños.