Durante el siglo XVII ante el miedo a la expansión del
catolicismo en Japón, y lo que podía significar, el control colonial europeo,
Japón prohíbe la práctica del catolicismo y se dedica a perseguir, castigar
hasta matar o hacerlos renunciar, a los que profesan ésta fe, sean de su
población o extranjeros. Dos padres jesuitas portugueses Rodrigues (Andrew
Garfield) y Garupe (Adam Driver) escuchan que su maestro, Ferreira (Liam Neeson),
ha apostatado, tiene ahora nombre japonés y propia familia incluida, ellos no
lo creen, saben que Ferreira estaba en un viaje de evangelización, y deciden ir
a averiguar. Garupe y Rodrigues ven la fuerte situación que reina en Japón,
pero practican el cristianismo en la zona, tratan de seguir su misión a
escondidas a contracorriente de que el inquisidor Inoue (Issei Ogata) pone mano
dura en el territorio.
Inoue luce algo ridículo, algo exagerado,
pero también se manifiesta inteligente, su debilidad producto de la edad la
suple con el enorme poder de su cargo, sabe bien el deber que tiene, se le
siente que es para él algo personal, como el japonés que piensa que está
defendiendo la gloria de su nación. La religión es solo el pico del iceberg, lo
que esconde un orden y control político. El filme en manos de los padres
jesuitas es un quehacer más inocente, al menos en lo que creen y profesan Garupe
y Rodrigues, sienten que están propagando una necesaria verdad que atañe a todo
hombre, buscando salvar las almas de los campesinos nipones.
No es casualidad la imagen del primer encuentro con
Kichijiro (Yôsuke Kubozuka) que parece un perro callejero sucio, es el reflejo
de la pobreza reinante y la dejadez del poder. En esa situación la palabra de
Jesús cala profundamente, pero en lugar de solucionar el problema, la
diferencia social, producto de la ideología y la estructura política, monárquica
y feudal, les conviene mejor sólo usar la violencia, torturar, y hacer que renuncien
e insulten al Dios cristiano, hacer que la superficie desaparezca. Por cierto, Kichijiro da cierta risa, con lo
endeble que luce, pero se entiende que es así por la fuerza con la que choca su
fe, el temor a morir. Pero es a un punto increíble ver que a pesar de todo Dios
–y los padres- le perdonan, le dan infinitas oportunidades, y él finalmente digamos
que retribuye. Es la duda absoluta, medio un Judas cómico.
En el filme hay dos líneas de desenlace, que es lo que
finalmente más importa. Una es la aceptación del poder japonés, la negación del
cristianismo en suelo nipón, que va por Ferreira, quien argumenta de forma
interesante (pero aunque lo niegue se debe su apostasía a la tortura fina y estratégica),
aduciendo que Japón es un pantano donde no se podrán sembrar nunca ciertas
plantas. En esa línea hallamos otra adaptación de la novela histórica de Shûsaku
Endô, Chinmoku (1971), de Masahiro Shinoda, que es derrotista con el catolicismo,
y triunfalista del Japón tradicional. La otra línea, la de Martin Scorsese, es la de que Ferreira es como un especie de Satanás, un tentador,
imitando a la biblia, lo que es constante en el filme y más que seguro en el
libro. Y la tortura, el salvar a los campesinos a cambio de la apostasía, los que
le valen muy poco a los monárquicos, es un chantaje brutal, un subterfugio de implacable
debilidad contra la fe, pero ¿qué hace un padre ante esto? El filme de
Scorsese ve el sacrificio, la entrega y sobre todo el perdón de Dios. ¡Dios
habla!, aunque parezca más una alucinación de la tensión.
Otra discusión atractiva de la película es la que dice
que los campesinos no saben bien lo que hacen, sobre entender la trascendencia,
y que incluso no comprenden bien a quien le rezan ni por quien lo hacen (se
dice que le rezan al sol), pero su devoción, martirio y muerte –aun en sus
limitaciones- es acción suficiente para no pretender desestimarlos, porque la
vida es lo más preciado que tiene uno (tenemos a Kichijiro para corroborarlo), como
que todo hombre vale sin importar su humildad, cosa que no se comparte en el
tiempo de la ambientación por los mandos japoneses ni por el renacido Sawano
Chuan (Ferreira), y entregarla por una creencia religiosa es tal cual la
aceptación de aquella visión de Cristo, uno se debe a ellos, a su respeto y
honra. En ese sentido la intervención de Shin'ya Tsukamoto como un campesino
creyente es de una emotividad maravillosa, lo mismo que con el traductor aliado
del poder japonés (Tadanobu Asano), son
contrastes magníficamente definidos, aun tan marcados.