Propuesta que puede tener el gancho de aparecer en escena la
historia bastante por encima de Daft Punk, famoso e icónico grupo de música
electrónica que predominó en la trascendental movida de su país en los
90, que definió una identidad nacional musical, y continua potente en la
actualidad como el grupo más emblemático y popular en el mundo en su tipo sonoro,
pero que en realidad habla del grupo poco conocido llamado Cheers, bajo el alter
ego del co-guionista de la película, Sven Hansen-Løve, hermano de la directora y
la otra guionista de la presente propuesta, Mia Hansen-Løve, que inspira la
vida de nuestro protagonista Paul Vallée (Félix de Givry), un DJ entregado al estilo del garaje neoyorquino, y que es el camino mismo
Llewyn Davis frente a ese gobierno y éxito de Daft Punk, en lugar de Bob Dylan,
donde Vallée hace todo lo posible por llegar a la cúspide, hasta endeudándose y
quebrar, terminando desconcertado con aquel poema del ritmo, donde supuestamente
todo tiene un orden, una armonía y un sentido, y a él le quedan dudas al
respecto, en un gesto que lo dice todo.
La gracia del filme yace en la carrera tan
larga de Vallée, donde hace gala de un cariz de mujeriego tranquilo, típico seductor y
amante francés, desde su adolescencia hasta llegar casi a los 40, viéndose toda
la movida de Cheers, negociadores, compañeros y amigos, incluidos los Daft Punk,
a quienes la película tiene la ironía de hacerlos pasar siempre por no
reconocidos en los raves, discotecas y listas de invitados donde participan todos
como un gran clan, viéndoseles como un conjunto de amistades ultra sencillo. En
sí el espíritu de los músicos de Eden es el de la eterna juventud, una apasionada
por descubrir nuevos y mejores sonidos y hacer bailar entusiasmados a sus fieles
admiradores, y aunque hay drogas, chicas guapas, fáciles y arribistas, el peace
and love clásico, con solo alguna pelea casual, vibra sobre todo la fijación
hacia la profesión más que cualquier otra distracción, de lo que Vallée afín a la
cocaína y al trago sin proclamar ninguna adicción como parte de la trama o
dramatización a ese respecto –actividad sin más, jalan, tragan pastillas y
siguen sus vidas como si nada- no deja de supurar la pasión por consumar una
carrera exitosa (sacrificando todo, hasta un orden promisorio en la literatura,
o una solidez familiar), mientras hace de las suyas con la féminas (un rasgo
distintivo y línea narrativa llena de mil novedades, que curiosamente no poseen
los Daft Punk, que son híper relajados y humildes) y ese sexo casual que Mia
Hansen-Løve muestra tan natural, teniendo hasta tres puntales en su vida
romántica, la americana y supuesto amor de su vida en la sosegadamente infiel Julia
(Greta Gerwig), la chica iraní rebelde e impredecible Yasmin (Golshifteh
Farahani) y la gala de espíritu libre Louise (Pauline Etienne) que por algo aparece disfrazada de mujer maravilla.
El filme tiene una edición y montaje particular, uno que es
vertiginoso y endiabladamente fluido, gracias a que la mayoría de momentos son recortados
con presteza, tras cierta brevedad escénica, haciendo uso de una elipsis
notable, pero creando inicialmente confusión, un aire de dispersión, costando
seguirle el paso, en que si pestañeas te lo pierdes, pero que una vez
acostumbrados somos participes de muchos episodios, cantidad de lapsos
vivenciales, acotando que yacen bien construidos, que incluso frente a escenas complejas
el cambio aparece raudo. Otro punto en la continuación de la narrativa son los audaces
ángulos iniciales, y un cariz de sorpresa inmediato, de golpe tras otro en la trama, sin
bien hay un gran espíritu de cotidianidad y sencillez argumental, lo cual hacen
de Eden una película de fácil empatía con sus protagonistas, sus romances volubles y fiestas
que atrapan potentemente el sentir de la juventud, su idiosincrasia, fuera de que uno sea o no amante de la música electrónica, de lo que hay una gran línea que
dice, una más de tanta pareja, a nuestro protagonista, que en el rubro solo
escucha a Daft Punk, y prefiere el rock.
Mia Hansen-Løve es notable poniéndose en la piel de la adolescencia,
los 20 y los 30, lo fresco, el crecimiento hacia la adultez, mostrando suma espontaneidad
y libertad pero su infaltable madurez en el trayecto, como en su anterior película,
Un amour de jeunesse (2011), donde el primer amor de Camille (Lola Créton) duele
tanto superarlo, a un Sullivan (Sebastian Urzendowsky) muy atractivo pero harto
independiente, el típico dolor de cabeza, que viaja y la abandona, mientras
ella tiene que crecer, con lo que Mia Hansen-Løve maneja mucho romance, poética
llana sin rubor, que finalmente palia o balancea con su toque de naturalidad,
realismo e interés dramático sin exagerar, en el centro y mayoría del filme,
hasta tomar aire y renovar el elemento pasional, de lo que ella está al tanto
de no empalagar, como desliza un diálogo tras ver una película, vaya,
romántica. Y es que en nuestros tiempos hacer buen cine de éste género no es
cosa fácil, pero ella lo maneja muy bien, y se debe a su habilidad de ponerse
en el lugar de los “chiquillos” (una buena historia digamos que aguanta un
físico sin cambio notable), que como se expresa en otra parte, no se preocupan
de nada serio, buscan el placer. El cine de Mia Hansen-Løve es como manifiesta su
séptimo arte, no apunta a lo intelectual, lo importante es aquella época de
efervescencia, errores, apasionamiento y descubrimientos de la primera
consciencia, de la que nos define como quienes somos individualmente.