Cuando todos celebraban Moonrise Kingdom (2012) yo me sentía
algo lejano de esa algarabía/felicidad multitudinaria, me faltaba ese impredecible
especial entusiasmo que acompaña la expectativa y justificación de cada
visionado de cine, si bien sentía que era una propuesta de muchas virtudes, y
que Wes Anderson es un director no solo “simplemente” peculiar, personal,
original, también bastante talentoso. Y ahí en su filmografía tenemos de prueba
de donde escoger, obras audaces, extravagantes, generosas, entretenidas, Academia
Rushmore (1998) el Wes Anderson por antonomasia, Los Tenenbaums. Una familia de
genios (2001) o Fantástico Sr. Fox (2009), que son las mejores de su repertorio, a la que se suma para los recios pero compensados
Life Aquatic (2004). Y es cuando veo El gran hotel Budapest que uno se topa con
la joya de la corona, donde el estilo del director toca su mejor composición,
porque Anderson hace lo suyo, pone todas sus características habituales, pero
el resultado es sumamente perfecto, excepcional a un punto, ¿y a qué se debe,
si recurre a su marca registrada?, yo diría que gradúa todos sus elementos de
personalidad artística, la comedia, la estética y la prioritaria inocencia (desaparece
la ñoñez crítica y lo -a ratos inevitablemente- cursi de su anterior
película, repitiendo un desternillante periplo o huida, pero donde lo romántico
y poético, para bien y mal antes, ya no predomina por sobre la aventura e
intensidad narrativa, cambian de lugar, de hegemonía, en su complementariedad,
siendo el valor central determinante del logro presente, que lo emparenta con
un sentir más masculino, sin perder el gancho “universal” de la ternura, la espontaneidad
e irreverencia de ser un outsider, del que perdura, brilla, a pesar de que todo
yace en contra de él y de su mundo, como con Tim Burton), junto a un buen toque
de insospechada violencia –aunque suene sádico no lo son esos dedos cercenados,
producto del tono dominante de relajo, goce primario y optimismo del filme,
hasta en lo macabro- y espectacularidad en el seguimiento del motorista, guardaespaldas
y criminal J.G. Jopling (en la piel del
genio Willem Dafoe, al que le dan otro papel de esos memorables, como el de Klaus
Daimler; propio del cómic, la exageración o la marcada inventiva, que reina en
la propuesta, de la mano de la riqueza de los colores pastel del cromatismo
estético) que va tras el conserje o administrador del gran hotel Budapest, M. Gustave (un Ralph Fiennes que es
verdaderamente un camaleón, siempre comprometido, pero de los que hacen mucho en
medio de la calma y la naturalidad; de aquellos a los que no se les revienta tantos
cohetes alrededor, por dicha imagen), y una pintura valiosa tras la ambición
desmedida del hijo malvado de una dama rica muerta (interpretados por Adrien
Brody y Tilda Swinton respectivamente. En ese otro punto de grandeza, un
reparto de lo más cautivante, con roles ilustres en su originalidad y exigencia
de acciones. Habiendo actores poco conocidos por el gran público, o hasta olvidados, pero dotados,
como Mathieu Amalric, Léa Seydoux, F. Murray Abraham, Jeff Goldblum, pero que
son un verdadero plus que enriquece el filme).
El ambiente de fantasía que fomenta Wes Anderson es muy
importante, y no por ello es vacío, porque se rige a una esencia, es como un
viaje a su consciencia, tanto como a su entera cosmovisión, aunque estamos por
el nombre en Hungría en épocas de entre guerras mundiales tras la ficticia
República de Zubrowka (de lo que más queda la metáfora del mundo que se pierde,
el que representa M. Gustave, y de otra forma el autor; producto de la
alienación de la contemporaneidad descreída, menos soñadora, menos libre, a diferencia de los niños. Teniendo presente que M. Gustave es un gigolo aficionado a las mujeres
mayores –dígase a una fémina que sale del canon común- y un refinado perfeccionista
clásico, su labor la hace con pasión, se define en ese lugar, siendo además un ser noble hasta la insania, y un defensor de lo que cree con fervoroso idealismo),
de lo que los datos históricos, o la realidad, se subordinan a su cualidad de
narrador de cuentos y su completa libertad creativa, siendo irrelevantes
los hechos fuera de ser generadores de aventuras ficticias. El filme es como
vivir en el juego de mesa Clue, a pesar de que no hay mucho misterio y lo que
ello significa. El pretexto –el testamento de un cuadro costoso entregado a un hombre que supuestamente deshonra
a la familia, lo que desata la ira de los vástagos, y produce su señalamiento- que
prodiga el director como conflicto para mandar a M. Gustave a la cárcel es muy
ligero, como lo es en sí cada giro (un testamento alternativo, una respuesta
fácil), ya que lo que realmente destaca es desplegar todas esas raras fichas
que son los personajes y hacerlos pasar por particulares ocurrencias (la comedia, aunque no al uso, por una autoría), dentro de
un espacio de encanto, bajo un estilo y estética que todo lo articula al milímetro,
en una injerencia transformadora absoluta, propiciando un trabajo que luce muy
laborioso, harto matemático (se sabe de la precisión técnica del director), con
un cariz visual que subyuga, nos deja casi sin palabras en ésta oportunidad, potenciándose
como un juego complejo aun con una narrativa esencial, básica (eso sí, la estructura es
de primera, como la de los hoteleros trabajando unidos en una especie de código de lealtad o
prisioneros escapando en un plan maestro de grupo, con Bill Murray y Harvey
Keitel en cada lado respectivo aunque
breve; dos viejos monstruos empáticos, simpáticos, para el público cinéfilo; y
es así el filme, un trabajo coral, de equipo, como en la ambiciosa y
emblemática Los Tenenbaums), por medio de una enredada maraña de flashbacks, a partir de un monumento a un escritor (Jude
law hace de él, joven) que perenniza en sus letras al gran hotel Budapest y
su excéntrico pasado y ubicación, de cómo llega a ser su dueño un inmigrante y botones
llamado Zero Moustafa (un novel Tony Revolori, como un Jason Schwartzman menor,
habitual de Wes Anderson y que simplemente pasa ésta vez; un protagonista muy sencillo, ya que
el Max Ficher de ahora es M. Gustave, es la historia de su legado; aunque Zero es cómplice
tanto como aprendiz, y tiene su romance con una pastelera en la actriz Saoirse
Ronan que luce en parte insulsa en su perfomance) quien graciosamente se pinta el
bigote para darse (simpáticamente) caché, el sentir del filme. Como muestra recordemos
cada persecución, en la nieve por pensar en una, donde hay verosimilitud cuando
observamos algo a todas luces increíble,
una experiencia propia de lo digital, y sin embargo aquello es perfecto, contundente
y sobre todo emocionante, tanto como afín a la marca de la casa, las
sorpresas, el tono, las formas y la historia, y es que es una inmersión tan
subyugante, gracias a la abstracción ejemplar en la mente de Wes Anderson
que se basa en los escritos de Stefan Zweig. En una película que pertenece a lo más grande del 2014.