El cine del nipón Hirokazu Koreeda es tierno, familiar, humanista, hasta diría que verdaderamente sabio, de forma natural, en el trayecto de Yasujirô
Ozu, intentando ser sumamente cotidiano, universal (a la vera de su propia
cultura), aunque en oportunidades toque lo fantástico como en -a mi ver su
mejor película- Air doll (2009) que se llena de lo existencial; o como en After life (1998),
que goza de un punto de partida harto cautivante, el encuentro de una especie
de cielo o transición a la vida eterna, dentro de un edificio como de orden público,
una apacible institución, donde se hace un recuento de cada vida a través del
arte del audiovisual –sí, por medio del metacine- en la búsqueda de perennizar
y definirnos en un único recuerdo determinante de nuestro recorrido en el mundo. Todas las elecciones de Koreeda son de ésta manera, temáticas maduras que tocan a todo
ser humano, las que le permiten reflexionar de forma transparente, pero
bastante detallada, sobre importantes contextos vivenciales.
Koreeda pone énfasis especial en la niñez. Véase Nadie
sabe (2004) o Milagro (Kiseki, 2011). No solo es velar por ellos, hacerse
responsable, ser decente, ejemplar y cultivador, también buscar por su alegría
desde lo llano. Así mismo Koreeda profundiza en la relación padre e hijo,
como en Still Walking (2008). Ambos lugares son revisitados en la presente película, analizados con sumo detenimiento, mediante el caso de un cambio de bebés en dos
familias de distinta condición social como de diferente educación emocional e
intelectual, luego de 6 años de crianza en sus respectivas reglas, con lo que
se desnuda como leitmotiv cómo formar a un niño, aparte de la disyuntiva de ¿qué
es más importante, la sangre o la crianza?, de lo que cae preciso recordar un pequeño
diálogo de Jersey Boys (2014) donde la hija de Frankie Valli que poco lo ve por
sus deberes con la música le pregunta si ella le cae bien, si le gusta, fuera
de la obligación sanguínea.
El filme nos enseña a dar prioridad al lado humano, a la solidez emocional, más que presionar a los niños para que desarrollen talentos, virtudes y logros personales, como lo hace la familia adinerada representada por el exigente, exitoso y disciplinado padre que es Ryota Nonomiya, un convincente Masaharu Fukuyama, que lleva casi todo el peso del filme, en contraste de su sensible, pero por una parte endeble cónyuge, interpretada por Machiko Ono. El filme sirve como lección y cambio del orden autoritario y didáctico riguroso/profesional a uno más permisivo, condescendiente y juguetón. El otro progenitor, Yudai Saiki (Riri Furanki), es diferente. Furanki recibió el premio de mejor actor de reparto de la Academia Japonesa por ésta actuación. Yoko Maki hace de su esposa y es como más pensante.
La familia Saiki se divierte con su prole, comparte
tiempo de esparcimiento, él es relajado con ellos –arregla él mismo sus juguetes- y
quiere que sus hijos simplemente lo pasen bien, crezcan felices, lo cual asoma
como algo muy inteligente y atípico por un lado, preocuparse menos por el
futuro (económico, intelectual) y más por el interior del niño, con lo que
Ryota se replanteará si ha sido un buen padre hasta la fecha o no lo ha sido
nunca mientras minimizaba sin querer a su pequeño, teniendo en cuenta para
conocerlo una frase de propia boca que lo describe, expresa que ahora entiende
porque no le rendía, porque no se le parecía en cuanto a virtudes, al saber que
no es su verdadero niño. No obstante pronto recapacitará, a la vez que le extrañará,
verá un vacío. Se da dentro de un quehacer muy minimalista, en el descubrimiento de la cámara fotográfica,
en qué ha gastado su tiempo el infante, algo bien trabajado pero con la
libertad del corto tiempo del metraje para asumirlo en todo realismo, aun con sus
dos horas de duración.
El filme tiene varias variantes de exposición, aunque es
sencillo de ver, y es que no busca el camino fácil ni las soluciones
simplistas, pondera puntos de vista distintos, confronta, expone con soltura, claridad y libertad (un logro viendo cierta dificultad de abordaje), aunque al final delibera,
deja entender una posición, la que habría que complementar, aunque quizá se da por
hecho viendo que Ryusei, el hijo criado por la familia Saiki, de clase media, luce
inteligente, despierto y educado. No denota mucha diferencia –por ahora digamos, y esto es relativo- con el
introvertido y observador Keita, el otro niño criado por los Nonomiya, de clase
acomodada.
Son dos campos centrales, bajo lo que nos define ser padres, qué y cómo, que van unidos, lo que le convierte en un filme honesto, valiente, producto de un pensamiento bien desarrollado en el metraje, enseñándole al aspecto ajeno dominante (predomina la voz del pueblo, sin denotar oportunismo), consensuando sin aspavientos, levemente, ya que a fin de cuentas no deja de ser fino en sus resoluciones (más por su tono clásico), de lo que antes plantea un escenario complejo colocando todas las posibilidades en el tablero, creando un recorrido metódico, por ende lento, que coloca toda su atención en desmenuzar el tema, afrontarlo con seguridad, ocupándose de ello en pleno detallismo, en toda fase (los escenarios/ejemplos son abundantes, pueden remarcar pero no abruman), aun a costa del ritmo, del cual éste autor japonés suele adolecer en una medida (y es lo que podría costarle), tanto por lo que se adscribe a una laboriosa inocencia que es base de su quehacer cinematográfico (segunda posibilidad de rechazo), que en la presente se diluye, se maneja mucho mejor que en ocasiones anteriores.
Son dos campos centrales, bajo lo que nos define ser padres, qué y cómo, que van unidos, lo que le convierte en un filme honesto, valiente, producto de un pensamiento bien desarrollado en el metraje, enseñándole al aspecto ajeno dominante (predomina la voz del pueblo, sin denotar oportunismo), consensuando sin aspavientos, levemente, ya que a fin de cuentas no deja de ser fino en sus resoluciones (más por su tono clásico), de lo que antes plantea un escenario complejo colocando todas las posibilidades en el tablero, creando un recorrido metódico, por ende lento, que coloca toda su atención en desmenuzar el tema, afrontarlo con seguridad, ocupándose de ello en pleno detallismo, en toda fase (los escenarios/ejemplos son abundantes, pueden remarcar pero no abruman), aun a costa del ritmo, del cual éste autor japonés suele adolecer en una medida (y es lo que podría costarle), tanto por lo que se adscribe a una laboriosa inocencia que es base de su quehacer cinematográfico (segunda posibilidad de rechazo), que en la presente se diluye, se maneja mucho mejor que en ocasiones anteriores.
Otro dato logrado es que es sutil y atinado en no dejarse
llevar por lo lacrimógeno, que es parte de los temas de su cine, ineludible
hasta aparecer como intrínseco, ni tampoco explotar el lugar común, aunque toca
espacios muy afines a la gente de a pie, pero nunca vulgares, siempre con su
toque de refinamiento, siendo interesante. Igualmente no se hace de estereotipos aun
sabiendo lo que ataca, teniendo un objetivo cultural y universal entre manos
que criticar, el anhelo subyugante de éxito, de excepcionalidad. Cambia los parámetros,
pudiendo lograr la misma meta, aunque la prioridad sea otra. Lo toca con buena mano, elípticamente a un punto, aunque lo desmienta en
parte considerable, como en la pobreza supuestamente emparejada con la ignorancia,
o en la relevancia de la carencia material. La familia Saiki es austera, como
su negocio rústico por fuera, pero vive saludablemente. Mientras, el tocar el piano
hace como de eslabón perdido entre clases, lo que remite a la cultura y
educación. Es un filme no solo hermoso, como siempre ha pretendido el autor en toda su filmografía –con distinta
intensidad de resultados-, sino de aquellos que
permiten ver luz al final del recorrido.