viernes, 10 de febrero de 2017

Jackie

El 22 de noviembre de 1963 es asesinado  el presidente americano John F. Kennedy, y el filme se enfoca mayormente  a partir de ese momento, en la reacción de su esposa, Jacqueline Kennedy (Natalie Portman), en cómo afronta la situación Jackie. Pablo Larraín pega el salto a Hollywood, pero aunque es un filme destinado a mucho público, Larraín sorprende haciendo un filme harto personal, con un estilo de cine arte exigente que se deja apreciar en considerable medida.  La propuesta del director chileno ralentiza el tiempo y vemos como Jackie-Portman pasea por los cuartos de la casa blanca, con una lentitud que hace pensar en su sufrimiento y constante meditación. Jackie aparece como una mujer culta y más sofisticada de lo que uno cree. No solo la esposa florero, refinada, bella, familiar, la esposa ideal para complementar al presidente exitoso, idolatrado, comprometido y capaz.

La esposa de JFK aparece -en su elemento- el 14 de febrero de 1962 enseñándole a la cadena de tv CBS la renovación exquisita de su casa, la casa presidencial, en un especial llamado “Tour of the White House”. Es otro espacio que se conjuga con el asesinato de JFK y los momentos a continuación de ese lamentable hecho histórico donde llegamos incluso a ver como Jacqueline se limpia la sangre del rostro que le ha salpicado la muerte de su marido (en un lapso incómodo e intrépido). El filme de Larraín trabaja con unos cuantos momentos históricos importantes a los que vuelve, fragmenta, repite, fusiona y luego desarrolla.

Jackie, la mujer del momento, como ella misma expresa que le atribuyen, afronta todo con memorable disposición, bajo una honda tristeza que nunca desaparece, quedando como un tono general, construyendo con su maestra y dedicada intervención la leyenda de su marido, eso que llamaba, a su círculo y a su gobierno, Camelot, una idea que se cimentaría y perduraría. Otro momento clave y que es la línea narrativa central de interrelación del filme es una entrevista que daría una semana después de la muerte de JFK, al querido periodista, amigo de su familia, Theodore H. White, para la revista Life, que lo publicó el 6 de diciembre de 1963, en una entrevista que llevó el título de “President Kennedy: An Epilogue”. Ésta labor periodística marcaría cómo quedaría en la memoria ella y su marido. Jackie, además, propuso un cortejo fúnebre célebre y muy emotivo, el 25 de noviembre de 1963, caminando al aire libre al lado de un féretro tirado por caballos detrás de un velo negro que dejaba ver su dolida expresión, poniéndose en peligro –por un posible nuevo tiroteo- para mostrar llaneza, entrega y valentía a la población americana y a la leyenda de JFK. Estos cuatro momentos históricos son los pilares del filme.

En la película queda de lado la parte libertina, débil y ambigua del presidente, mostrando la visión de Jackie, la “fantasía” que fomentó -de felicidad e idealismo- de Camelot.  A su vez es un filme que es mucho un tono, un estado de ánimo, el de un dolor tremendo, que incita a lo trunco, a la derrota y a la frustración, quizá incluso al suicidio. Sin embargo, nuevamente Larraín pone temple, confrontación y reflexión en ver como Jackie va rearmando los pedazos que la conforman. En esto entra a tallar los diálogos que tiene con un cura católico irlandés interpretado por John Hurt. Este cura presenta mucha libertad filosófica –mientras trata de encantar a cierto público- y es un punto medio endeble del filme, salido de la imaginación y de la búsqueda de estilo. No todo es perfecto, y en sí el filme tiene de difícil; muchas veces se permite ser contemplativo, y es irregular. Hurt, desde luego, actúa muy bien, pese a todo ayuda a consolidar el estado existencial de Jackie, de melancolía y caída, el del camino a la reposición. Ellos se preguntan por las mismas preguntas que nos hacemos todos cuando el mundo resulta tan incomprensible y violento.

En la propuesta se presentan ratos donde se ve la intromisión en la figura histórica, en la mente de los personajes, en manos del guionista -y productor de tv- Noah Oppenheim y del director Pablo Larraín, donde hay algunos diálogos vergonzosos e imposibles donde Jackie o Bobby Kennedy (Peter Sarsgaard) se juzgan a sí mismos de manera poco natural, y denotan inverosimilitud y una notoria intromisión, se peca de ligereza. Son libertades que se justifican en varios otros momentos, porque tratan de completar las imágenes, lo que pasó  y sintió Jackie, pero un deseo de trascendencia fácil circunda de igual modo en algunos casos. Jackie está muy al tanto de cierta superficialidad que se le achaca y del lugar en la historia al que quiere pertenecer, y tiene de cierto más que seguramente, pero también de exageración, en un cálculo expuesto poco complejo. El filme ensalza el mito, no discute, es complaciente.

Las dudas de Jackie nadan en el dolor, pero como esa actitud que vemos –muy cinematográfica- frente al dibujo antipático que hacen de Theodore H. White muestra como quien está en una misión con el legado familiar. El contraste se presenta interesante, a un lado debilidad emocional en la intimidad frente al dolor intenso de la pérdida, que pregunta (duda, experimenta vacío) hasta por su fe; en otro temple frente a la obligación pública como primera dama en relación al amor a su marido. Todos sabemos que Jackie es una celebridad, pero pocos saben de la dimensión de inteligencia que presenta el filme. Por una parte es creíble e interesante, en otra se siente sobredimensionada. El filme es algo redundante. La actuación de Portman es sobresaliente. Larraín es un director ambicioso, un talento, y eso se deja ver a pesar de lo negativo. Se nota que está buscando, experimentando, y eso hace de Jackie una propuesta valiosa aun más.