El destacarse puede servirse de la narrativa convencional,
de la sencillez (del fácil entendimiento), y del goce primario (cinéfilo, más
no el de los grandes presupuestos, los efectos especiales y los nombres de
estrellas hollywoodenses, sino del que se sumerge en el cine de autor y en la
exigencia temática, que es donde yace finalmente a pesar de su “amabilidad”
narrativa y argumentativa). Sin embargo, tampoco es que Denis Côté subyace fiel a esa premisa, por lo que recurre en la mayor parte del metraje a la
intrascendencia de la vida diaria en un contexto rural y de aislamiento donde
poco pasa, si bien cuánto cuentan los detalles. Como el cuidado de un anciano
postrado en una silla de ruedas, sin movimiento, ni comunicación, y además con
diabetes; las visitas de la carnal, sin ataduras sexuales, Flo, al bar tras hombres
y esparcimiento sensual; o el quehacer cotidiano solitario, seco, tradicional –que
aunque haya sensibilidad y debilidad no es la imagen de una madre como se suelta
en una conversación que se cierne a un estereotipo inexistente que parte de la
vocación y el compromiso e intimidad-, y antisocial de Vic. Todos rasgos de la álgida
imperfección humana, o el caos innato en muchos, a esa fuerte proclividad. Que
en la presente trama invoca por la paz en medio de la apacible dominación de la
naturaleza, regida en dos protagonistas muy bien perfiladas y alimentadas, con
participación por igual, complementarias en el suave juego de luchas, a través
de la “partida” (Flo) y la “llegada” (Vic), ambas opciones pensantes.
Bien entrados en el metraje llega un grave vuelco en el desenlace,
en los últimos quince minutos, en que el filme saltará del drama romántico casual
en condiciones atípicas (ex convictas viviendo en una cabaña en medio del
bosque), bajo formas tanto mínimas como fluidas, en una pareja de lesbianas de personalidades antagónicas, que
están entradas en años –Victoria Champagne (Vic), de 61 años, la actriz Pierrette
Robitaille, más centrada en un tipo de actuación, siendo destacable; y su
amante, Florence Richemont (Flo), mucho más joven, más o menos en los 40, en la
piel de Romane Bohringer, que está impecable- y tienen recientes pesados antecedentes
carcelarios –que incluye la libertad condicional de Vic, vigilada por un joven agente
y personaje de amplia seguridad, potente figura y paternalismo, llamado Guillaume,
performance de Marc-André Grondin, un magnífico secundario- a un thriller de venganza,
suma violencia y desagrado empático “sorpresivo” (coherente).
Es importante apuntar que el mal, del que es un misterio los
antecedentes criminales de las principales, y la falta imperdonable de Flo a
una compañera espeluznante y novelesca (ella misma se atribuye la noción de
ficcional), se baraja en boca de los protagonistas con harta ligereza, y hasta
ironía, en que puede verse en buena forma como entretenimiento, aun siendo la
pareja tan directamente reflexiva en varias ocasiones, y es que tampoco deben
ser estúpidas en medio de su consabida espontaneidad, aunque denota la huella notoria
del autor, el que sobrevive a la naturalidad. Los actos ostentan cierta complejidad,
una rotura de esquemas, en varios sentidos implica la noción de una mundanidad
peligrosa, la esencia del filme, o un salvajismo que representa un gran pesimismo,
en la (in)justicia del camino recorrido, que puede interpretarse como
una lectura contra el outsider en general, o el ser rebelde “sin rumbo”, el hombre caído
en la duda existencial, que lleva un reconocible tono poético, a pesar de la
crueldad, que no hace del filme uno cínico hacia sus criaturas, sino que les
atribuye errores, consecuencias, venidas del pasado “lejano”, no ido, en lo que
parece “increíble” (esos últimos 15 minutos), la metáfora del oso del título. En
todo caso Coté juega con la distancia de sus rótulos, como en Curling (2010), a
la que se parece éste filme. El tigre/los-muertos que ve Julyvonne en
su despertar a la imponente vida, por medio de lo surrealista, aquí se materializa en el realismo simbólico
de la captura/derrota del enorme animal del título y su invernar. La idea del oso hace
pensar en la perversidad. Que se sentirá con suma veracidad y proyección, que parece atravesar la pantalla, en un sufrimiento atroz que casi se toca, muy bien
reflejado en las actuaciones de descomposición y padecimiento progresivo, hasta evaporarse como fantasma.
Un filme que tiene sus (discretas) extravagancias, o se
mueve bajo la constante novedad. El chico con el torso descubierto jugando con
un helicóptero a control remoto y que a pesar de las apariencias es maduro (como
la mayoría de los roles engendrados), el robusto familiar del muchacho que aparece
de golpe frente a Flo como abordándola y exhibe su encono, o que las damas se
movilicen en un carrito de golf por la zona boscosa; como a su vez escenas célebres punzantes
inteligentemente generadas como que Vic le diga a su hermano que sabe que no se verán nuevamente, de cara a un
intercambio de gestos fríos y sentimientos ocultos de mutuo reproche, o que Flo
furiosa haga una treta infantil para que Guillaume se meta en el basurero,
hacen de éste filme uno que hay que mirar atentamente fuera de nuestra primera
impresión, porque es una propuesta de las que uno entiende muy bien que el
director es más inteligente de lo que creemos. Sino, véase además, el tope más
alto de su filmografía, Bestiaire (2012), que personalmente veo como la intromisión
de nuestra humanidad refractada en los misteriosos animales; en medio de la neutralidad
de la estética, como ha argumentado el autor; que deja latente, como “explica”,
la manipulación del retrato (lo que hacemos) y la taxidermia (lo que vemos). Y
que hacen de Coté un gran director a seguir. Una promesa. Una caja de
sorpresas.