Katharine Hepburn, actriz nominada 12 veces a mejor papel principal y ganadora de 4 Oscars en el mismo rubro, en ésta oportunidad se hizo de una estatuilla dorada en su interpretación de Christina Drayton, madre de una jovencita blanca que se enamora de un hombre negro con quien planea casarse con tan solo diez días de conocerlo. La trama no parece compleja pero el escenario es 1967 (año de la película), cuando se estaban dando los pasos que buscaban vencer todo tipo de prejuicios raciales y limitaciones interpersonales. La cinta nos presenta a un Sidney Poitier en el rol de John Prentice, doctor de sobresaliente currículo y excelente educación, un buen partido por donde se le mire pero que se halla metido en el dilema de enfrentar una relación interracial en un Estados Unidos que mira aún con conflicto éste tipo de relaciones. La joven de quien se enamora es una chiquilla engreída y alegre criada en un ambiente liberal que no distingue a los seres humanos por el color. Ella lleva al invitado sorpresa en el título evocador de “Adivina quién viene a cenar”, que desata un problema entre manos y que proporciona preocupaciones y disertaciones sobre el tema de la dificultad de que un negro se case con una blanca.
En la película, de Stanley Kramer, los diálogos y discursos abundan enriquecidos por el análisis de lo que acontece, bajo una fachada de película típicamente clásica, que lo es, rodeando el filme de un notorio aire romántico a pesar de que se han modernizado circunstancias como el baile de la sensual ayudante de la cocinera y un repartidor en plena calle o el momento en que los padres Drayton van a comer un helado a un restaurante en donde sirven la comida en el carro y surge un bochornoso accidente que deja a la vista a un negro abusivo e intratable aplaudido por una masa absurda. Pero en general se respira un sabor dulce y amigable, con la sencillez de la exposición de los acontecimientos al estilo antiguo, permitiendo que las secuencias fluyan con mundanidad en un ámbito familiar acomodado, culto, cohesionado y de personalidad tradicional de los años que se van, llevándose tanto lo bello de ese tiempo pasado glorioso y de lo aberrante de las injusticias de la desigualdad.
La hija se comunica con los padres, ellos la respetan, es un lugar de intercambio afable, educado, cariñoso, aunque el patriarca, Spencer Tracy como Matt Drayton, le ponga peros a la relación temiendo por el bienestar de su adorada única descendiente y no solamente eso sino que se enfrenta contra los principios e ideales que han definido su existencia y que se ven comprometidos directamente en el célebre refrán “del dicho al hecho hay mucho trecho” o una cosa es decirlo y otra vivirlo. Tiene en sus manos la decisión de que no se concrete el matrimonio por una primera concesión de parte del novio quien accede a otorgarle la última palabra sobre el futuro de su idilio, acción del joven de color que se debe a no querer destruir el firme vínculo que existe entre los progenitores y su vástaga.
Por el lado de su propia familia el novio no tiene tampoco el respaldo de su padre aunque sí de su madre, igual que su pareja la hermosa rubia Joanne Drayton interpretada por la novel actriz Katharine Houghton que toma su primer rol cinematográfico a los 22 años de edad con simpática desenvoltura y frescura. Ella es lo más sencilla y optimista posible. La complejidad la trae el personaje de Tracy que sostiene toda la película con sus meditaciones y oratoria tan sustancial que recoge ideas por doquier y las desentraña inteligentemente. Spencer Tracy es una eminencia del cine, ganador de 2 Oscars por rol estelar, quien tuvo una relación de 25 años con Katharine Hepburn y el que lastimosamente murió después de acabar éste filme el mismo 1967.
Katharine Hepburn aporta lo emocional, quizás por eso sea tan elogiada su actuación, llora o ríe con facilidad, con el exuberante garbo de una estrella inmortal, con verosimilitud, con naturalidad, cada gesto en ella es sublime y bien diseñado, transmite demasiado con sus expresiones faciales y su movimiento corporal. Toda su destreza sirve para apoyar a la hija a toda costa aún amenazando a su marido con darle la contra en su decisión final y es la imagen del ejemplo práctico de las ideas de su cónyuge. Se hace querer en su fabulación escénica que termina funcionando como se ha planeado.
El padre de John Prentice, el actor Roy Glenn, tiene un momento fulgurante, magistral, al explayarse frente al hijo sobre por qué no debe casarse con una chica blanca, explicando el hecho de haber entregado su vida como cartero sacrificando las necesidades de su esposa para que él se dedique exclusivamente a estudiar. La madre de John Prentice, la actriz Beah Richards, tiene su escena importante también pero no contiene mucha fuerza, aunque inocentemente termina siendo influyente.
Después están la cocinera Tillie en la actriz Isabel Sanford y Monseñor Ryan en el actor Cecil Kellaway que brindan matices y con total solvencia ayudan a la historia, al dominar sus papeles que son de marcada estampa pero sin desdibujarse en lo manido. Son un bondadoso mejor amigo firmemente entendido en el trato humano pero de forma racional más que el de su investidura católica y una sobreprotectora criada que antepone su amor -semejante al maternal- a su misma raza; sobre todo él que entra en las discusiones y suelta frases certeras y arteras. Éste filme conjuga entretenimiento, mensaje y maestría, mezclando simpleza con sabiduría.