miércoles, 27 de marzo de 2013

El limpiador

Aunque estaba cansado, con sueño, antes de ver el filme en cuestión en una de las tres o cuatro únicas salas donde se exhibía, había que verla a toda costa antes de que la saquen de cartelera y se vuelva (por costumbre) luego cerca de lo inhallable, aun con toda la parafernalia en favor de ella, ya que en las empresas de cine no se andan más que con la realidad y la aceptación general. A lo que se espera alguna excepción, y desde este pequeño lugar no lo vemos tan claro. Y es que esta era -o parece será- la mejor película peruana de este año, si es que Chicama de Omar Forero no llega a competir en la salas comerciales. Espero se pueda ver y muchos podamos dar nuestro veredicto personal.

El director Adrián Saba ha ganado una mención especial en el apartado de Nuevos directores en el Festival de Cine de San Sebastián 2012 por ésta su ópera prima y ya está buscando luz para su segundo largometraje “Donde sueñan los salvajes”.

El limpiador tiene un tempo lento que pues me lo hizo complicado de cara al ecran ante mi agotamiento, no obstante me despertó el interés como obra conjunta y entre un ojo que se cerraba y otro que se abría fui entendiendo y apreciando lo que veía. Su minimalismo y su precisión en sugerir fueron dos puntos clave que podemos atribuirlo como de más que decente solvencia creativa. El asumir a Lima como una ciudad pos-apocalíptica a la vera de una misteriosa  e incurable epidemia que ha aniquilado a la mayoría de la población y sigue destruyéndola hasta comulgar con el vacío, ese que lleva nuestra protagonista, Eusebio (Víctor Prada) y que cambia con la llegada de un niño huérfano, conmueve, te deja en buena parte perplejo y a la vez antecede muy buena habilidad, y es que no es necesario más que ubicar la cámara en sitios de realce masivo como estadios, playas o algunas calles de tránsito común despoblados para dar la sensación de ausencia aunando una panorámica estática y mínima en todo sentido, algo tan fácil en realidad pero que no a muchos se les ocurre (y nuevamente viene a colación que más que grandes cantidades de  dinero se trata de ser más ingeniosos aunque suene a cliché de libro de autoayuda).

La perspicacia de Saba es notoria y constante en el metraje recurriendo a  utilizar el artificio de la forma más clara y práctica pero efectiva y no menos audaz. Estamos inmersos de lleno en ese clima de soledad que juega un doble papel en la trama, el físico y el espiritual. Removido con la esperanza y la humanidad interior de un solo hombre, porque es uno pero todos dentro. La bondad y la fe por medio del amor enfrentados a un descreimiento que refleja el de toda negatividad frente al optimismo y la buena voluntad intrínseca (el instinto en un inicio evita la responsabilidad en la cotidianidad de su derrotismo, intenta Eusebio huir como si de un fantasma se tratara). Léanse la infinidad de valores que se desprenden de alrededor gracias a querer ayudar a un niño. El que lo adopta en poco tiempo –en un lapso y transición vital- como un padre, como alguien que debe pensar más que en sí mismo, lo cual podemos visionarlo como un proyecto de grupo sin siquiera anunciarlo que yace y punto, ajeno a nuestro egoísmo y a nuestra decadencia. El fin altruista permite alentar el esfuerzo aun a costa de la derrota y la muerte. Nada importa más que el ente de afecto, el motor que articula esa globalidad humana (aunque de antemano Eusebio ejerce la limpieza pública no es hasta que cree realmente en lo que hace –para el caso cuidar del niño- que remedia algo en sí y en su entorno), de ese otro ajeno a mí, sin vínculos de sangre, una representación, que mueve la inanidad, monotonía y vacío del protagonista, ese en que no cree más que en un trabajo muerto. El limpiador simplemente recoge y continua detrás de la muerte, pero ese pequeño implica un cambio, un reto contra esa voluntad externa, una evolución anímica que lo enfrenta contra el destino observable, base de toda fuerza humana,  en que se da nuestro libre albedrio aun en la penuria y el abandono que se logra vencer en una acción específica que ya relata un movimiento, que yace en la frase del “dame un punto de apoyo y moveré el mundo”.

Instalado el motivo, todo funciona alrededor de detalles. Darle seguridad a quien no la tiene con algo íntimo y significativo más que funcional (una caja de cartón o un casco de motocicleta, como con la cabaña de esos cuatro palos ante el fin de los días en Melancholia, pero en esta oportunidad como un punto de partida y no como última opción calmante ante lo inevitable), brindar cariño a quien se le ha arrebatado su cobijo afectivo y prodigar un mañana aun cuando no sé ve ninguno como población, y hay que poner énfasis en la expectativa del todavía porque se llena la historia de un aura que contrarresta la frialdad adyacente del mundo. La simple presencia de buscar al familiar del chiquillo es la necesidad que saca de lo pasivo  al personaje principal y hallarlo fabrica un camino en medio de la nada. Algo básico que se mueve como un sencillo cuento, el niño o símbolo perdido que es salvado y entregado a una continuidad, que choca con esa otra de la epidemia.

El relato es muy chiquito, directo y transparente, sin dificultad de asimilar, fácil en toda voluntad sino fuera por su ritmo. Existe una ausencia de clímax o intensidad, a pesar de tener siempre en contexto a la epidemia, de tenerla perenne en la mente que esa es el agua por la que se mueve el nexo paterno-filial de resonancia existencial. En medio hay una estética y atmosfera que imprime mucha soledad (centro del filme y que remite a un espíritu a rebatir, una esencia que derrumbar, que es universal y sumamente manida hay que decir, tergiversando desde la propuesta la energía de la grandes capitales absorbidas por su vida caótica, como si le sacáramos la piel y la dejáramos en sus vísceras, en lo que esconde), pero que no exuda melancolía y que subyace en una sensación de neutralidad en la tragedia, de estar tan sumido en el asunto que caes en la inconsciencia y aceptas a ciegas lo que sucede, de ser parte “inamovible” de todo ello. Se llega a pecar de demasiada sequedad en ese aspecto.

Víctor Prada que aun a pesar de sí mismo o mejor dicho a razón de sí logra imprimir personalidad a su papel, el de la calma, el de la inexpresión (mejor porque no es que sea un camaleón emotivo), no llega a familiarizarse por fuera con la tristeza aunque sin duda vive en ella. Esto genera un contraste ante su relación con el niño que cae en lo abrupto aunque no del todo, sus diálogos austeros confabulan con lo que se quiere de él y su acercamiento denota algo de trabajo pero poco, sin embargo resulta extraño, un poco improbable. Y esa transformación suya es algo endeble. O es que él es como una hoja que la lleva el viento, sin ninguna consistencia, lo cual no parece si se quiere dar forma a su vínculo y es que hasta el final su preocupación es casi la de un santo a partir de alguien robotizado y, por lo que podemos injerir, vacío. Debió reforzarse un poco su pasado  de alguna forma – aunque entendemos que no se quiera dar ningún referente precedente de la realidad que se vive- y su atribución emotiva, para hacerlo más coherente en su adaptación o entenderlo mucho más ya que casi no se llega a tener rasgos formales de él. Infringe un poco de incongruencia esa devoción total muy prodiga en una anulación individual (que solo es en parte convincente ante la desproporción de la muerte que lleva un sentido de proyección), y seguir creyendo que su personalidad es la de los gestos mínimos, las conversaciones apenas balbuceos o la rigidez de sus acciones. No pega del todo esa fusión en su persona, el gran corazón en una apariencia supuestamente dura, y es que en lo que vemos se vuelve como de gelatina el concepto. Pero bueno, puede ser una persona a fin de cuentas débil en una labor implacable, y lo dejo a medias ya que todo el filme recurre a evitar afirmarse en la tragedia que es elíptica en varios niveles, en darnos información y en el dolor. Se entiende que se llena del niño, pero requiere más que lo implícito sino de alguna elaboración y eso resulta muy lógico como de autor, pero también requiere ese otro atrevimiento, el de poner sustancia a varios objetos de identificación, y no dejar tanto velado a la imaginación.

Me dirán que el filme no quiere ser demasiado positivo o sentimental, pero lo segundo está demasiado presente aun notando algo de evasión, el tipo no puede ser más amoroso dentro de sus posibilidades, aun siendo supuestamente rígido por su verbo y su inexpresividad, y son sus fichas, no es que el director no quiera mostrarlo de esa manera sino dónde lo hace y eso es relativo si convence o no. Y positivo ¿qué más lo puede movilizar?, salvo que sea algo mecánico o más simple de lo que se puede creer, la llana indefensión de una criatura, y tampoco es una opción desechable, pero en mi atribución sería mejor el filme si el sujeto en cuestión tuviera mayor fondo en su accionar y tanto compromiso nos hace pensar ello, aunque hay oscuridad, pero quiera o no, implica un movimiento y de éste la salvación de la humanidad. Y en su humildad el mensaje es poderoso y la película atractiva aun en su carestía –indiscutiblemente talentosa en la forma sin que se ampare en nada impresionante- y su clasificación indisoluble de cine de autor en que hay aciertos y otros pocos no, porque se mueve en cortos y ajustados recursos en su desarrollo argumental, en una claridad parcial en lo que ha querido dar que colinda con la elipsis y la conjetura del espectador. Con un fácil de estimar y dulce Adrián Du Bois como el niño indefenso que puede cambiar la visión del mundo, a través de un limpiador que llega para el espectador a limpiar el alma de los hombres en medio del abismo.