jueves, 14 de agosto de 2014

Caídos del cielo

Con una narrativa convencional, sin propulsar ninguna grave originalidad, extravagancia o estridencia, inmerso dentro del realismo social, estamos frente a uno de los mejores trabajos de Francisco Lombardi, el director más conocido y prolifico del Perú. Internacionalmente ha sido la cara visible y representativa del cine nacional durante mucho tiempo, y a un punto lo sigue siendo de manera general, para la gente de afuera que no han profundizado hoy en el cine peruano, pero que ha cambiado o ha mermado bastante con la presencia de nuevas generaciones de cineastas, asiduos participantes de festivales del mundo, y el pedido contemporáneo de un cine más ecléctico.

Francisco Lombardi posee una notoria cualidad como narrador de historias, si bien suele ser muy claro, directo y simple; una que palia la limitación de su ortodoxia, redundancia y previsibilidad, con lo que suele agradar a las mayorías, como la identificación de un cine social que es marca distintiva de gran parte de la historia del séptimo arte latinoamericano, y que hasta en la actualidad forma parte de la realidad de éste cine, aunque hay muchas otras tramas que albergan mayor complejidad u ostentan búsquedas desde lo más personal, en un cambio que se aleja de todo ello -o hasta lo anula- con continuas audacias, rupturas de origen y temáticas creativas. Lombardi -con guion de Augusto Cabada y Giovanna Pollarolo- se mueve en el mensaje y la ideología de reflejar el realismo autóctono de la pobreza, la diferencia de clases y un cariz socialista, síntomas de una época, un espejo de miserias coyunturales y políticas, pero aunque se asume plenamente en ello, lo hace desde su calidad de ficción.

Éste filme se trata de tres historias muy bien entremezcladas, aunque alguna sea más débil que otra, como la de los ancianos de condición social acomodada venida a menos que hacen todo esfuerzo por construir un imponente mausoleo para su joven hijo difunto, que va a ser compartido con ellos. Con frases que aluden al idealismo se defiende que no todo es dinero, o se deja correr que hay un mundo lleno de mercantilistas de rapiña y vampiros capitalistas.

La representación de lo buena onda y el lugar común, en la presente desde paradójicamente el pesimismo, yace a su vez en otra de las historias. Primero se alude a la autoayuda y luego se le deja ver como vacía, superficial, fría, distante e inefectiva de cara a problemas demasiado duros, aludiendo un estribillo que usa una radio y un locutor del optimismo, más tarde alejado de dicha filosofía de la simplificación, pero que solo es un lema de sencilla motivación, el ser supuestamente responsable de tu destino. A esto se le saca jugo a más no poder, se vuelve novelesco y no lo hace mal el guion, retratando a un hombre con cicatrices en el rostro que se enamora de una mujer a punto de suicidarse, producto de un pasado mortificador y oscuro nunca esclarecido, pretexto para explotar a la muerte –característica que yace en las tres historias- y a la frustración dentro del realismo social y un pequeño poema maldito.

El locutor de las marcas en la cara está interpretado por el actor fetiche de Lombardi, Gustavo Bueno, el que cumple sin demasiada dimensión, pero al que le ayuda su condición de personaje calmado, pasivo, controlado y ordinario, uno que no se da cuenta que su disciplina oculta soledad, complejos y en realidad nada de dónde agarrarse a la vida, más allá de una voz radial que lleva una "discreta" modulación incongruente con tantos lamentos y conflictos escuchados (gran acierto, pequeña audacia formal, simbólica y descriptiva, del director peruano, como lo es el poner un nombre inspirado en el póster de Verónica Castro, y que la protagonista lo haga tan suyo). Éste relato sería el verdadero aporte del guion, ya que el de los viejos de economía decadente es algo insulso y propio de un argumento y mensaje didáctico y primario, mientras el que analizaré después adapta el cuento de Julio Ramón Ribeyro, Los gallinazos sin plumas.

Hay que decir que el conjunto de la película ha sabido coger el sentido, la esencia y sustancia, aunque en menor valía, del famoso cuento del querido escritor peruano, aparte de lo plausible de su literalidad visual. Provoca una relación congruente y general, si bien el usar a una ciega como un ser malvado que sólo quiere engordar a un chancho para su propio interés, a costa de explotar, mal-nutrir y maltratar a sus nietos pequeños, cuando yacen en total pobreza (viven a puertas de un basural, en un terrenal y chiquero), sale de la genialidad y contundencia ajena, de la obra literaria de Ribeyro. Pero también aporta mucho el papel de la abuela cruel y abusiva que hace la actriz de carácter Delfina Paredes, la más sobresaliente del reparto, seguida de un carismático, vital en la edad y expresivo Carlos Gassols como el adinerado venido a menos en lo del mausoleo, muy bien secundado, pero menor, por Élide Brero que hace de su esposa. En cambio, los nietos no lo hacen del todo bien, parece que declamaran, lucen teatrales y existe cierta ausencia de fusión con sus roles, más allá de lo esencial y una cara de asombro o rencor a cada lado, en estado perpetuo.

Las rebeldías infantiles del niño mayor contra la matriarca ciega -las acciones- y el concentrarse -como recurrir al acercamiento- en el enorme chancho brindan visceralidad, malicia y arte. El espacio contextual de la narrativa, desértico, popular o criollo, suma mucho a esa miseria y problemática tan ubicua que logra capturar en plenitud la obra de Lombardi, la que está dotada de sequedad y austeridad, aunque no yace muerta, tiene su toque de intrínseca intensidad, teniendo cortes finales de escenas de aspecto primario, que se pliegan a su tono.

El realismo social yace menos obvio, sin perder sus coordenadas de identidad, en la pareja de los defectos físicos y los rechazos egocéntricos, en seres valga la curiosidad traumatizados. La interacción entre Gustavo Bueno y Marisol Palacios cumple, aunque hay ratos en donde ella luce tan monotemática que agota, aun siendo coherente con su rol, el de eterno duelo, silencio y enojo, con cambios de humor bruscos y vasta exaltación, no todos muy convincentes pero funcionales y efectivos al fin y al cabo.

Estamos frente a uno de los filmes más apreciados del tacneño Francisco Lombardi, ganador del premio Goya a mejor película extranjera en 1991 y mejor película en el festival des films du monde de Montreal del mismo año. Caídos del cielo (1990) es un filme que entretiene, y que logra salir a flote ante sus imperfecciones/limitaciones, mediante un estilo formal sencillo y claro, que aporta lo suyo en su tipo, con una obra que es parte del legado del cine nacional, de la cinefilia cultural, y aunque uno crea que Lombardi no es el mejor cineasta del recorrido cinematográfico del Perú, no se puede obviar su notoria labor en nuestra historia, y que incluso sigue activo. El séptimo arte peruano fue él, ahora es una perspectiva más. Pero no podemos negar que se le debe un lugar importante.