Introducción
I
Viendo detenidamente en su filmografía, me preguntaba: ¿Cuál
podría ser su mejor película? La disputa está entre varias, tiene muchas obras notables. Una infaltable en ésta quiniela es su ópera
prima, Cabeza borradora (1977), película de culto por donde se le vea, una que
anuncia y ostenta (sumamente lograda en sí) lo que será la esencia de la obra
que lo ha catapultado a ser quien es. Cabeza borradora es un magnífico filme que se sumerge en el
ser humano. Confronta y discute su naturaleza, su alienación con el mundo,
teniendo entre manos una estética y narrativa formal de lo extraño. Otra fuerte competidora es El
hombre elefante (1980), su éxito mainstream, que como tal tiene algunos
achaques que uno le suele hacer al cine comercial, a razón de la excesiva
sensibilidad. Sin embargo como retrato humano de compasión y de
apreciar el alma y el talento por sobre la superficialidad y la atracción del
cuerpo logra producir mucha belleza, desde lo freak que esconde lo esencial e
iluminador, en una radiografía de lo natural y dolorosamente outsider y de las
mezquindades, intereses y altruismos de la eterna conformación de la sociedad. Corazón
salvaje (1990) también tiene lo suyo, ganadora de la palma de oro del mismo año, la que
es una especie de Terciopelo azul elevada a la potencia. Son de esos filmes que
entregan intensidad, extravagancia cool y radicalidad contemporánea. Es una
apuesta segura de entretenimiento joven, del que se deja llevar por la
adrenalina y lo rocambolesco, donde se puede observar que Lynch siempre ha
tenido un saludable sentido del humor en su arte, y que es
más relajado de lo que creemos, sin sacrificar atención. No es
como para estresarse con su cine, aunque a muchos les pasa. En Terciopelo azul dice una conversación casual, de las muchas que hay, que algo
es interesante sin necesidad de entenderlo o que esconda en realidad un
significado que tengamos que atrapar (aunque no sea nuestra naturaleza).
II
Twin Peaks: fuego camina conmigo (1992) es una delicia autosuficiente, redonda, que estaría entre las candidatas a la
mejor propuesta suya de no existir una serie que compite con ella y para
muchos le supera. Nos muestra con ironía e
inocencia que buscar todo el tiempo la simbología en los filmes es una idiotez,
que puede tratarse de algo sumamente simple pero atrapante como tal, como pasa
con Terciopelo azul que uno la halla bastante reconocible, rememorando
el noir clásico, pero con el estilo y mensaje de Lynch. Terciopelo azul tiene un Dennis
Hopper que en su introducción a la trama –capital para seducir e informar, de
lleno, al espectador- luce absurdo,
bobo, a la par de la intención de exhibirlo raro, siendo afecto al placer del
dolor, y al orden edípico de la subyugación por refracción, tan manido ya en el
cine y en la literatura, si no basta recordar una obra cumbre de ésta temática,
Psicosis (1960). Esto enseguida se convierte en una figura contundente
pero “alegre” de un comportamiento y representación de pensamientos. Es el lado
negro de la humanidad, que tiene su centro de atracción en Dorothy Vallens, interpretada por Isabella
Rossellini, una femme fatale melancólica, sufrida, atrapada en un mundo
sórdido, literalmente por un esposo y un hijo, en manos de Frank Booth, Dennis
Hopper, característico en un inhalador que lo trastorna. A Rossellini se le ve bella y
sensual (precisa en el canto y clásico recurso, dado por la canción llamada
Terciopelo Azul, inspiración del filme que viene del cover de Bobby Vinton) en medio de constantes desnudos abiertos
y naturales. Luce sencillamente efectiva, o está influenciada por el estado
de locura de quienes la rodean en el deleite de la práctica sadomasoquista. Posee a su vez un aura de candor y pureza en el secreto de la necesidad,
inquiriendo por su adopción y elección, una trampa de la debilidad, pero
también una oportunidad de trascender, darle escape y aprender, similar aunque
más trágico en Twin Peaks, y en otros filmes de Lynch, un lugar común suyo,
del cine, del ser humano, la entrada a la perdición.
III
Quedan dos candidatas al título de mejor filme de David Lynch, las que fácilmente pueden ser entregadas como un díptico, Carretera perdida (1997) y Mulholland Drive (2001), como para visionarlas en una sesión conjunta. Si te gusta una te tiene
que agradar lógicamente la otra, aunque sea más oscura Carretera perdida, y no
diré cual es mejor de ambas, ni mucho menos que una es la ruta ante la supuesta
perfección de la segunda. Las dos son tremendos aportes al cine, dos obras
maestras, dos expresiones fascinantes, aun siendo tan parecidas. La
locura del pasado apasionado desde un lugar ordinario que deja de serlo, la
locura del sueño de fama de Hollywood. Vuelven en toda fuerza al Lynch de
Cabeza Borradora, y es donde mejor se mueve, si bien ahí está Inland Empire (2006) que sucede como excepción al que atribuyo de un exceso de entusiasmo
del autor.
IV
También está una obra en la línea de El hombre elefante, The Straight Story (1999). Una historia verdadera sería la traducción al español, que aunque menor a El hombre elefante, vista su modestia formal, en el interior de un toque indie pausado y minimalista, corrige loablemente el exceso de sentimentalismo, sin alejarse de su motivación, que nos llegue el toque humano, cálido y sensible de su relato, pues sí, que nos conmueva, mediante como dice el título, una forma directa, frente a acciones transparentes, sanas. Tiene una emotividad más seca. La presencia del anciano de 73 años y protagonista es un factor dominante y persuasivo, de Alvin (un enternecedor y carismático Richard Farnsworth), al igual que saber cómo es su hogar, quién es, con quién vive (una hija con retardo, llamada Rose, en la delicada y creíble Sissy Spacek), cómo se encuentra de salud, cómo le quieren, cómo se gana la ayuda de extraños o qué quiere conseguir. Aun siendo todo muy simple invoca que se mire por debajo. Se da como una proeza de la voluntad humana por un tipo ordinario, un hombre del campo, que decide poner en práctica lo especial que es cada ser humano. Es una carta de despedida, el último gran reto de una vida, en la sencillez de un hombre viejo visitando a su hermano, subido en una cortadora de césped, un pequeño tractor, desde el periplo de un estado, Iowa, a otro, Wisconsin. Es un filme simpático, pequeño, bastante concreto y completo tal cual, en que la extrañeza implica los valores, la promesa, el reto personal, la familia, creer en la gente, la ilusión y el placer de vivir amparado en los detalles y decisiones de quiénes somos.
También está una obra en la línea de El hombre elefante, The Straight Story (1999). Una historia verdadera sería la traducción al español, que aunque menor a El hombre elefante, vista su modestia formal, en el interior de un toque indie pausado y minimalista, corrige loablemente el exceso de sentimentalismo, sin alejarse de su motivación, que nos llegue el toque humano, cálido y sensible de su relato, pues sí, que nos conmueva, mediante como dice el título, una forma directa, frente a acciones transparentes, sanas. Tiene una emotividad más seca. La presencia del anciano de 73 años y protagonista es un factor dominante y persuasivo, de Alvin (un enternecedor y carismático Richard Farnsworth), al igual que saber cómo es su hogar, quién es, con quién vive (una hija con retardo, llamada Rose, en la delicada y creíble Sissy Spacek), cómo se encuentra de salud, cómo le quieren, cómo se gana la ayuda de extraños o qué quiere conseguir. Aun siendo todo muy simple invoca que se mire por debajo. Se da como una proeza de la voluntad humana por un tipo ordinario, un hombre del campo, que decide poner en práctica lo especial que es cada ser humano. Es una carta de despedida, el último gran reto de una vida, en la sencillez de un hombre viejo visitando a su hermano, subido en una cortadora de césped, un pequeño tractor, desde el periplo de un estado, Iowa, a otro, Wisconsin. Es un filme simpático, pequeño, bastante concreto y completo tal cual, en que la extrañeza implica los valores, la promesa, el reto personal, la familia, creer en la gente, la ilusión y el placer de vivir amparado en los detalles y decisiones de quiénes somos.
V
Terciopelo Azul (1986) obtuvo gran éxito de recepción, luego de la
debacle con Dune (1984). Terciopelo azul es para muchos uno de los mejores filmes de David
Lynch. En lo personal hallo varios méritos, que parten de lo
modesto. Es una actualización del cine
negro donde se ven expuestos los puntos de soporte del pensamiento del autor, como la ciudad tranquila
que esconde asuntos tenebrosos, expuesto frontalmente, tanto que ese camión de
bomberos con los miembros saludando parece mucho ironía, poco antes de que Jeffrey
halle una oreja mutilada y llena de hormigas en un jardín vecino y decida
investigar junto a la hija rubia y guapa de un policía ocioso que vive en el
país de las maravillas. La base del
filme es ser atrevido y distintivo, y qué duda cabe, su modernidad funciona a plenitud; su extravagancia, su estilo narrativo, que se ampara en la virtud de saber encajar y explotar cada cuestión al milímetro, aun cuando es como hacer un filme
de una anécdota que todos comparten, sobre algo extraído de la cultura
popular americana. Por ello va a atraerle a muchos, al ser todos tan afines al
pop anglosajón. Es Lynch y también una apuesta a ganador (definitivamente recomendable), incluso con el actor Dean Stockwell
bailando travestido sobre un carro o pasar por una imitación intencionalmente cutre de Elvis, aunque dentro de una puesta de escena, al lado de escenas (curiosas)
como la pintura que hace el policía corrupto desangrándose inmóvil de pie o un Frank
Booth disfrazado de vendedor de puerta en puerta en pos de matar a un delator,
o viéndolo bien, gracias a todo ello, como con la fantasía de espiar a una mujer
desde el armario, que nos descubra enojada, nos desvista y se aproveche de
nosotros (¡oh, no, no por favor!), siendo espectacularmente preciosa (¿no suena a deja vu
pornográfico?). Es goce
esencial, y sí, eso es bastante.