Las obras maestras
La trilogía del Padrino es sumamente
conocida por infinidad de cinéfilos y espectadores del mundo, dos de las cuales
(las dos primeras) han sido premiadas en los Oscars, primero con tres,
luego con seis estatuillas, de donde sobresale la dupla de guionistas, el mismo
director Francis Ford Coppola y el escritor bestseller Mario Puzo, artífices de
las tres. Así mismo sobresalen también dos actores de talla mayor que han ganado el Oscar, el
mítico, espectacular y conflictivo Marlon Brando como actor protagónico, y el
no menos legendario Robert De Niro como actor de reparto, ambos en el mismo
papel de Vito Corleone, el primer padrino de la saga.
La uno y la dos han ganado mejor película en la Academia Americana,
y yacen dentro de lo mejor del séptimo arte, ¿Qué cuál es mejor?, muchos dirán
como lugar común que la segunda, una que luce más inteligente, algo más
exigente, y que tiene el gran mérito de volver a llevar el título de obra
maestra tras su predecesora. Sin embargo, la primera, la que he visto muchas veces más, luce más vital, mucho más fácil de sobrellevar y entretener, viendo que el formato original en buena parte se repite
en la que sigue. Elegir la mejor se hace una decisión muy difícil de dar, y lo dejo ahí
en mi caso, en empate técnico.
Los defectos
El Padrino III (1990), sin embargo, es claramente menor, con varios
defectos harto visibles, que de los más resaltantes apunto cuatro:
Uno
Uno
Algunas malas actuaciones. Es vox populi la de Sofia Coppola que en varios momentos se queda corta, llora, ríe o pierde la consciencia como si fuera
una muchachita vacía, demasiado simple, pero bueno puede que como tal tenga
forma el personaje, más por un poco de suerte del guion e incapacidad adecuada
que de performance deliberada. Resalto más bien su belleza imperfecta, esa
nariz y labios que le otorgan personalidad. Con ella un poco también señalo a Andy
Garcia, que tiene la fisonomía y la expresión idónea, pero su nivel de aporte
está lejos de emular el carácter violento, natural, que lograba James Caan como
Sonny Corleone, su padre en el relato, o peor todavía el de ese monstruo que es
Al Pacino, en la tres por sus caídas, arrebatos, gritos y sollozos. Puede que
no sea tanto culpa de Andy, el lugar estaba ya gastado, sobreexplotado. En cambio, prefiero a él la simpatía -y magistral hipocresía del rol- de Eli Wallach, y el porte, la seguridad y
solvencia como abogado que hace George Hamilton. Mientras, Joe Mantegna me
recuerda a Sofía Coppola, es decir, el papel le cae como anillo al dedo, y eso
le salva más que a ella, es un gángster de cariz medio bufonesco. Estas malas actuaciones son imperdonables, más aún porque involucra protagónicos, roles esenciales en la trama.
Dos
Dos
Efectismos obvios y momentos que son mucho menos de lo que pretenden, aunque tiene algunos momentos logrados.
Tres
Tres
El halo de adormecimiento de la edad y la intensidad interior que incluso está más allá de lo que hay como parte del relato, en un guion que lo llega a
exagerar, que reemplaza pero con bastante menos éxito el pasado, la imagen en busca de la repetición de la sucesión, que se hace más barata.
Cuatro
Cuatro
Un punto de suma relevancia, la credibilidad, ya que llega a rozar por momentos el ridículo, la
pantomima, dejando pasar algo de esa luz. De todas formas, el sentido y alma
perdura, en mucho menor valía, desde luego, aunque pasa a otro nivel de posible
redención, agotamiento y cambio, y expurgación de culpas, haciéndose de sí un
complemento de cierta manera justificado, un colofón que si bien intenta jugar nuevamente, de
manera parcial, las mismas piezas logra proponer para bien un final. Ya una debilidad, pero que todavía cautiva nuestro sentir primario. Véase la repetición de las memorias de los
bailes con las mujeres que amó el Don, que no solo juegan a mostrar afectos o dolorosas y eternas derrotas, cierto arte, sino implican un poco de método. Pero la saga crea una necesidad
en el espectador, que requiere de ésta despedida, que viene como una especie de
consecuencia a un acto mayúsculo de pecado, que es el leitmotiv de la segunda
parte.
Vito, esencia y fascinación
Una cosa curiosa en el Padrino es que se ven naranjas antes
de algún homicidio o muerte, o se define o anticipa una lucha de poder, lo cual
es la base de la recreación de la mafia italiana norteamericana. En la uno parte
de un negocio trunco, ya que Vito Corleone no es un simple criminal, ostenta
muchos códigos de comportamiento, por algo le apelan con el sobrenombre de El
Padrino; los lazos familiares, de sobreprotección, que se ciernen bajo su poder
le dan un aura de hombre de honor, de respeto, incluso de cariño, siendo su
accionar asesino sólo una parte de hacerse cargo de la responsabilidad que le
sigue a su cargo, ganarse el miedo y la subyugación de todo tentáculo que
involucre un deseo y necesidad suya. Por ello se niega a aceptar meterse en
drogas, aun siendo algo rentable y se ve como el futuro en cuanto a dinero, que
es lo que mueve a la mafia, el sueño americano desde la ilegalidad, pero como
se ve, Vito tiene reglas y una cierta ética, y se la trasmite a su descendencia
como un legado y coronación de liderazgo.
Vito y la mafia que lo identifica tiene reglas que hemos conocido en el metraje,
no es un sujeto intratable, abusivo, pero ejerce (su) justicia, trata de ser
razonable; primero ofrece una salida fácil aunque sucia, luego ante la negativa
usa la fuerza, intimida, mata, generalmente tras un insulto
grave, al poco de que patean el tablero que intenta manipular. Lo vemos en el
pasado que recrea Robert De Niro como el joven Corleone. Cambia el proceder mafioso,
de hombre odiado -en la piel de Don Fanucci- a un tipo querido, al que se le pide
favores por sobre la ley, y en el futuro se le retribuye, como le dice a Bonasera,
dueño de una funeraria, un día necesitaré de ti, te buscaré y me devolverás la
ayuda, que nos enseña de cuerpo entero quién y cómo es el Don, en esa oficina
lúgubre a oscuras, alterna, a puertas de alguna celebración, acompañado de su
consejero, Tom Hagen (Robert Duvall), el original, hijo adoptivo recogido de la
calle, criado y agradecido, característica esencial del aura que se ciñe sobre
este tipo de gángster.
Esa aura especial de comportamiento ético discutible, pero
que honra una subcultura y sus propias creencias, es el que hace del Padrino
algo fascinante, una personalidad que alguna vez Mario Puzo contó bajo una
anécdota le vino a la mente por su madre, que sacaba a su familia adelante con un
fuerte carácter, ya luego tergiversado y complementado en su famosa novela
homónima con audios que salieron a la luz, donde se delata el proceder de éstas organizaciones criminales, asunto que vemos en la segunda parte, tanto como la injerencia de la mafia en
Cuba o en la tercera con la extraña muerte del Papa Juan Pablo I, hechos
históricos novelados.
La aspiración y la venganza
Vito en el Padrino I (1972) entonces enfrenta la ira y la traición, en manos de Sollozzo
(punto de partida de la violencia entre grupos de mafias), y a una de las
familias criminales (más otra que mueve los hilos, en un gángster de peso,
todopoderoso, con coraje, secreto), cosa que volverá como estructura a pasar en
las siguientes películas, intensificándose la venganza en la segunda parte (1974) por
el grado de sacrificio y dolor que conlleva ir contra la familia, un doble
error sangriento. De todo es que las muertes, los homicidios, sean tan cautivantes, parte
trascendental de éste placer cinematográfico, en una intensidad y brutalidad
que trata de mejorar e impresionar en cada oportunidad. Miremos solamente el
clímax del encuentro en el restaurante con el corrupto jefe de policía
interpretado por Sterling Hayden, actor corpulento de apariencia ruda; y un
aspirante a capo, un hampón o soldado en ascenso (como Clemenza y Tessio, los
camaradas de Vito; o el mismo Vito, seguido de Michael, y más tarde por Vincent), motivo y desencadenante de lucha, el querer imponerse, rivalizar o
controlar a los Corleone (lo cual siempre sucede).
La propuesta de Francis Ford Coppola se trata de ataques y contraataques, hasta el golpe final que se lleva a todos de tajo como un soplido revelador contundente, en varias escenas que apuntan a lo múltiple y espectacular. Michael Corleone (Al Pacino) se convierte de un pacífico y condecorado ex veterano de la segunda guerra mundial en un Don perfecto, mostrando una de las mejores actuaciones del séptimo arte, a través de suma fiereza y vitalidad/potencia en la mirada, tanto como en el gesto, a la par de un Vito viejo, sabio, imponente e inmejorable.
La propuesta de Francis Ford Coppola se trata de ataques y contraataques, hasta el golpe final que se lleva a todos de tajo como un soplido revelador contundente, en varias escenas que apuntan a lo múltiple y espectacular. Michael Corleone (Al Pacino) se convierte de un pacífico y condecorado ex veterano de la segunda guerra mundial en un Don perfecto, mostrando una de las mejores actuaciones del séptimo arte, a través de suma fiereza y vitalidad/potencia en la mirada, tanto como en el gesto, a la par de un Vito viejo, sabio, imponente e inmejorable.
Suena bastante menos aceptable que Perfume de mujer (1992), un remake, fuera de que uno pueda considerarla mejor que la original, le haya dado el único
Oscar de su carrera a Al Pacino, cuando con lo propio hacia historia, en lugar de repetir en su patria el
triunfo que tuvo Vittorio Gassman en el festival de Cannes de 1975. Michael Corleone es el gran sucesor y protagonista, es el que suele
ganar, aunque la última palabra de todas no sea suya, sino la de un especie de karma,
de justicia divina, la de una coherencia con el planteamiento clásico del pecado y la
iniquidad, si bien los Corleone tratan de ser fríos, de ocultar sus
pensamientos, de simplemente cumplir con lo que les toca.
Crímenes, impacto y pasado
La primera está llena de momentos gloriosos, como un
acribillamiento a lo Bonnie y Clyde ante la furia y el arrebato “cotidiano”; o
la paliza callejera a Carlo, al abusador familiar que maltrata a Connie, interpretada por Talia Shire, una Coppola, hermana
de Francis, con una buena actuación, que justifica plenamente su presencia aun
con esa tontería que la involucra directamente con unos dulces en la tercera
parte, secuela en que abundan las malas elecciones, como la participación de los guardaespaldas
gemelos que parecen modelos. Connie evoluciona de mujer engreída fielmente
casada a libertina y mantenedora, para por último ser la mano derecha de
Michael y una fría y entendida Corleone. Dejo de lado el que parece un
episodio, la decapitación del caballo, que luce fantasioso, irreal (¿cómo lo meten
ahí con tanta sangre sin que el intimidado se dé cuenta?, aunque Hitchcock me
jale de la oreja por criticar un dulce e impactante rato de entretenimiento), al igual que cuando Andy García aparece montado en un caballo para
liquidar a un rival y ponerse en el juego, lo que parece saber muy bien. De todos los momentos gloriosos me quedo con el punto de inflexión de Michael, con ese revólver escondido en el baño, luego igualado, viendo la
carga y sustancia argumental que contiene, en ese beso en la boca a Fredo, en la piel de John
Cazale, un genio que hace de pusilánime e idiota de forma magistral. Así vemos a Fredo, el hermano y sucesor postergado, muerto de terror, cuando la historia universal toma protagonismo en La Habana.
Me entusiasma mucho menos ese momento tan celebrado en que Michael se reencuentra con Kay, interpretada por Diane Keaton, actriz que con sus peinados, como con los rulos, nos recuerda lo extravagante, especial y graciosa que puede ser (Francis Ford Coppola tiene sentido del humor, no sé si del todo consciente), tanto como con un pañuelo en el cuello lo parece Pacino en la tercera parte, pero claro, ser actor es cosa de “locos” (lo digo ligeramente). Diane Keaton me gusta mucho en su sencillez secundaria, perfilada al uso de la trama, en donde se sacrifica, luce menor, seca, en comparación al protagonismo de la tercera donde se dota de histrionismo elogiable. No obstante a pesar de lo dicho, el reencuentro de Michael con Kay al volver de Sicilia tiene cierto encanto. Sicilia luce una parte rural bella, romántica, muy clásica y es participe de un impactante atentado en pleno apogeo imaginativo en que intercede la desilusión, la oscuridad y el destino. Michael ya tiene a flor de piel al Don, la sucesión, lo cual se exhibe de forma tan natural en sus silencios que debo decir que convence mucho más que en la transacción de la tercera parte con Vincent, que no es una mala escena, pero resulta más que un lugar común algo insignificante, directo al punto (de lo que comprobamos que esto no es necesariamente ganador o perdedor, depende).
Me entusiasma mucho menos ese momento tan celebrado en que Michael se reencuentra con Kay, interpretada por Diane Keaton, actriz que con sus peinados, como con los rulos, nos recuerda lo extravagante, especial y graciosa que puede ser (Francis Ford Coppola tiene sentido del humor, no sé si del todo consciente), tanto como con un pañuelo en el cuello lo parece Pacino en la tercera parte, pero claro, ser actor es cosa de “locos” (lo digo ligeramente). Diane Keaton me gusta mucho en su sencillez secundaria, perfilada al uso de la trama, en donde se sacrifica, luce menor, seca, en comparación al protagonismo de la tercera donde se dota de histrionismo elogiable. No obstante a pesar de lo dicho, el reencuentro de Michael con Kay al volver de Sicilia tiene cierto encanto. Sicilia luce una parte rural bella, romántica, muy clásica y es participe de un impactante atentado en pleno apogeo imaginativo en que intercede la desilusión, la oscuridad y el destino. Michael ya tiene a flor de piel al Don, la sucesión, lo cual se exhibe de forma tan natural en sus silencios que debo decir que convence mucho más que en la transacción de la tercera parte con Vincent, que no es una mala escena, pero resulta más que un lugar común algo insignificante, directo al punto (de lo que comprobamos que esto no es necesariamente ganador o perdedor, depende).
Las historias paralelas
La trilogía brilla en las historias
paralelas, en lo que mayormente acierta. En la uno con Vito, El Padrino, al que se le exhibe en toda grandeza
y luego se ve que el tiempo empieza a llegarle. Como se dice en la trama, lo
nuevo reemplaza a lo viejo. Con él, el camino de no retorno, en el legado,
hacerse cargo de lo que el padre ya no puede, a quien solo le quedan los
consejos. En la dos es la familia Corleone sintiendo un nuevo ataque, en pleno
auge, ser el Don en toda hegemonía. Se arma un conflicto más
intrincado, con varias vueltas y cierto misterio por resolver (es menos casual
en dicho aspecto que la uno), se toma su tiempo, haciendo valer grandes y distintos complejos escenarios. Ya no solo es un matrimonio como en la uno, lugar que sirve para desnudarnos
a la Cosa Nostra (la mafia siciliana), explotando lo fastuoso desde el inicio mientras observamos la corrupción
política. En la siguiente será la eclesiástica. Con ello el pasado de Vito, en
Sicilia, y su huida en pos de una vendetta (brindando momentos magníficos que cierran
un círculo perfecto, tanto en la tragedia como en el retorno), y su crecimiento en New York, hasta ser quien
nos anuncia el título. En la tres es el joven hijo ilegitimo de Sonny –parte
desangelada, aunque no quito que entretenga, viendo lo que es- y un nuevo
camino de retiro, trabajado a fondo.