Si amas el deporte tanto como yo, sin que suene exagerado, entenderás
mi anhelo en el cine, el que se aborden a fondo, sustancialmente, las temáticas
deportivas y a sus mejores exponentes; esas personas que lo entregan
todo en un aura de excepción que de conocer su realidad uno no podría
creer lo duro que llega a ser que alguien se convierta en campeón del mundo, y
es que no todo es ver la última fotografía, el éxito, la celebración y los
premios. Entonces, suelo ser tanto curioso como muy crítico con las películas
que retratan sus distintas disciplinas, si bien también suelo dejarme llevar
por la emoción que transmiten desde la pantalla, y es que son una gran fuente
de intensidad y de placer, ese que el séptimo arte siempre ha explotado, en el
compromiso que articulan los deportistas y en la complicidad a raíz de ello del
espectador, solo que no siempre con los más destacables resultados, aunque en
lo primario suelen cumplir por lo general.
Llego a esta película con algo de desconfianza, pero
finalmente debo decir que me he rendido a ella, a pesar de que en algunas
oportunidades roza los mismos errores que suelen minimizar a este tipo de
propuestas, sin embargo logra superarlos. El director es Ron Howard, que aunque
es irregular dentro del grupo de los que destacan y ha producido ¡horror!, como con
el empalagoso Grinch (2000) o el mediático El código Da Vinci (2006), por
mencionar algunos, también es el creador de Un horizonte muy lejano (1992), Apolo
13 (1995), Una mente maravillosa (2001) y El desafío - Frost contra Nixon
(2008) que son magníficas películas, por
lo tanto cabía creer en él.
Rush es una cinta que no solo posee adrenalina, y te recrea la
consabida pasión que envuelve a lo extremo, como la que define el
comportamiento de dos rivales del F1 durante el año de 1976, del austriaco Niki
Lauda (Daniel Brühl) y el británico James Hunt (Chris Hemsworth), sino que te
produce el entendimiento de lo que llega a significar el deporte, del sacrificio que puede aducirse como de
irracional, y ahí incluso Lauda, un tipo muy pensante, difícil, controlado,
metódico y ordenado, un profesional que juega con probabilidades y la última
técnica, puede tomarse apenas un tiempo mínimo de recuperación tras un
escalofriante y por poco mortal accidente con quemaduras y desfiguración de por
medio, por el potente deseo de volver a las pistas y enfrentar nuevamente el
reto de ir al límite en una carrera de autos, de ganar un segundo campeonato
del mundo, y vencer a su contendiente más próximo, Hunt, y aunque puede ganarle
la reflexión, su acto de inmediato retorno y su ahínco de curarse para
reincidir, como el hecho de que marcara en repetidas ocasiones un hito en la
Fórmula 1, es impresionante, como lo es la admiración secreta que despierta Hunt en él, un tipo que se le conoce por no escatimar velocidad ni
atrevimiento en el volante, un corredor que tiene la personalidad del que le
saca el jugo a la vida como un bohemio y un mujeriego al que todos quieren, un
tipo despreocupado, fácil, y por lo
general inmaduro, pero que tiene una fijación a costa de todo, incluso de
cambiar de actitud, dejar de ser irresponsable, y es ganar la copa del año
1976, derrotar a su máximo rival, al favorito, a Lauda.
Una de las cartas del filme es que los dos protagonistas
tienen personalidades muy antagónicas, uno es el típico guapo, no solo de
carácter sino físicamente, al otro le dicen que tiene cara de rata y es
-dicho a grosso modo- antisocial y antipático.
Uno vive siendo muy alocado, el otro en la seriedad de lo convencional, pero
comparten una lucha en una profesión, un apasionamiento mayor que cualquiera,
el que lo has puesto en el lugar donde están, como el haber sorteado la
negativa de que se conviertan en corredores de autos y haber salido de una
división inferior de la Fórmula, también el ser egocéntricos, que es el
alimento del que quiere ser campeón, que siente seguridad y cree en sí, sin
desproporcionarlo, recurriendo Lauda al ingenio y a una fuerte inversión
personal para surgir, mientras Hunt a “arrodillarse” ante auspiciadores que
quieren que tome una mejor imagen. Ron
Howard vence los clichés usándolos como parte de un conjunto, llama nazi a
Lauda, pero hace uso de la normalización del idioma alemán, que sirve para su
enamoramiento y la difusión de sus logros, y a Hunt lo hace sufrir la
banalización de como se ve, pero le da momentos de reflexión como cuando su
esposa, la modelo Suzy Miller (una preciosa Olivia Wilde, de rubia) tiene un
affaire con Richard Burton, o lo hace meditar sobre su futuro en la F1.
Tanto Daniel Brühl como Chris Hemsworth lo hacen muy bien,
siendo el binomio que forman el que hace un producto superior, se
retroalimentan mutuamente en el filme y ambos ganan atributos y superan
deficiencias con el compañero, es un juego de a dos dados. El primero trata de
salir de su apocamiento interpretativo gracias a concebir riqueza como
personaje, anclándose a una personalidad de las que brillan -valga la obviedad-
desde adentro, como se duda, no luce como el clásico corredor de Fórmula 1
(otro rasgo de la película, hacer ver al espectador muchas cosas que
normalmente pueden pasarle desapercibido, dentro de un buen guion, como se
destaca en ello notoriamente Peter Morgan), y sin embargo representa al más
grande de su época, mientras por su lado
Hemsworth le saca partido a su imagen (es simple como actor pero denota
naturalidad y fuerza, sabe explotar su tono fresco, saludable, el de un ideal
ligero), pero añadiéndole y redondeándole para mayor valía, aprovechándose,
visto desde su rol, una profesión que ilumina los que serían sólo defectos.
Ron Howard tiene sus ratos de lugar común, recordemos rápidamente alguno, todo el lapso en que se conocen y viajan juntos
Marlene (Alexandra Maria Lara, que cae precisa en el sosegado estiramiento y
las elegantes formas que implica su papel) y Niki, porque tampoco es que deje de ser
un artesano del séptimo arte americano, el que busca lograr un cine amable,
reconocible para el público, no obstante es notable ver cómo se las ingenia
para no ser predecible o repetitivo en las carreras, sobre todo en la última
que guarda tensión hasta el último minuto, pero sin alargamientos excesivos, cansinos
o aparatosos. Alberga vitalidad y genera interés sin caer en recreaciones
pobres o ya muy vistas, sino más bien hace todo lo contrario. Es plausible como
todo el aparato que describe y exhibe el F1 se da sumamente ágil y a la vez contundente,
creíble y hasta serio, en lo posible. Su calidad de síntesis es extraordinaria,
y no cobra ninguna factura, sino realza la historia y sus pormenores. Aúna el
efecto dentro de las competencias mediante la rivalidad, lo emocional, el sentido
del filme, y hace una mezcla idónea, capital, donde debajo de un trato con
ataques verbales y la naturaleza de sus posiciones confrontadas se oculta
respeto, admiración y puede que hasta verdadera amistad, nacida de verse
reflejado en el otro, aunque sean distintos, y eso implica hasta una pequeña
envidia, o perspectiva de emulación, en su calidad de perseverancia, y entrega,
que viene a ser mutua.
El filme aparenta ser el biopic de James Hunt (quizá porque Chris
Hemsworth es muy popular), pero la verdad es que Ron Howard ha repartido
eficientemente a ambos lados, les ha dado méritos y defectos a los dos, ha
oscilado a la vera de uno y luego tras criticar al otro ha volteado la
tortilla, ha dado un contexto muy equilibrado, muy maduro. El desenlace pudo
ser para cualquiera –si no conocemos los hechos reales- y quedar muy bien el
resultado, y eso se debe a que ha creado a dos protagonistas, a dos púgiles en
iguales condiciones dentro de un ring, con una meta en común. En realidad parece que se tratara sobre todo
de la coincidencia del campeonato del mundo del F1 del año 1976, aunque la
historia es de Hunt y Lauda, son los gestores de que el deporte haya sido tan
trascendente, los que lo enaltecen. De ellos quedan frases como la
espontaneidad que contiene -y necesita para que viva en su grandeza- cada
disciplina en su éxito, gracias a lo más importante, la pasión, esa que
parafraseando a Hunt trata de burlarse de la muerte.