La biografía de la escultora francesa Camille Claudel es definitivamente
atrapante, ella es tremendo e impactante personaje. Por lo que al no saber casi nada de ella ver La
pasión de Camille Claudel (1988), de Bruno Nuytten, fue verdaderamente lo que
necesitaba visionar y conocer. Un biopic a la orden de contarlo
tradicionalmente, explotando la fuerza de su historia, con una Isabelle Adjani prodigiosa en la piel de esa
talentosa, vehemente y trágica artista. La que tuvo una relación -y razón del
quiebre de su cordura- con uno de los nombres más grandes de la escultura
mundial, Auguste Rodin (Gérard Depardieu), con quien compartió 15 años de arte
y amor desmedido. Ella era “arcilla” en sus manos, trabajando a las órdenes de la
bien ganada fama de él, pero teniendo tanta intensidad, don y creatividad que
empapaba y rejuvenecía, le daba una segunda vida, a Rodin. Una grandeza en que el
tiempo y el desgaste cobra factura. Y
mientras ella lo daba todo, el viejo maestro francés aprovechaba su entrega
sentimental y su cuerpo, como su
espectacular capacidad artística; era un regalo de los cielos, no solo cumplía
con responder a su desmedido apetito sexual convirtiéndose en su amante a pesar de las habladurías y desprestigio moral de cara a la sociedad de la época, sino
engrandecía su genio. Sin embargo, Rodin
no deja a su pareja de toda la vida, a Rose Beuret, que era lo que Camille
quería, casarse con Auguste. Y ante la negativa de oficializar la relación,
darle su lugar, aborta y se queda sola, pero la tragedia no queda ahí, sufre aun más, su tiempo le da la
espalda como artista, la reconoce pero no la enaltece como se debe y cae en una
crisis. Termina en el desequilibrio, abandonándose en un aislamiento voluntario
en su solitario hogar y taller. Luego muere su padre que tanto le quería y protegía, el que admiraba su iniciativa, potencial y autosuficiencia, y ella es enviada
por su madre y hermano menor, el poeta y diplomático católico Paul Claudel, a
un manicomio, donde no vuelve a esculpir jamás y termina encerrada durante 30
años hasta su muerte. De lo que para más inri, su cuerpo se perdió en una tumba sin
nombre.
No voy a atacar un filme para enaltecer otro, son distintos,
como mis apetencias cinéfilas, el valorar diferentes propuestas y estilos
de séptimo arte. Y hay que decir que lo que hace Nuytten es magnífico.
Efectivamente, no solo explota su historia, sabiendo antes contarla, sino
otorga emociones al espectador, se vive en todo auge la pasión del título, la
esencia de la existencia de Camille Claudel, que proporciona el entendimiento
de la brutalidad de su caída. Se siente en la perfomance de Isabelle Adjani,
musa total del autor. Aparte de que es una muestra hermosa del arte de la
escultura, teniendo un lugar de privilegio en el relato donde se trabaja mucho; participa de forma maestra. Y una vez aquí, con todo lo explicado
termina en 1913, con letras contándonos lo que vino después.
Ahora empieza la obra de Bruno Dumont, y hay que decir que
es complementaria, porque sin antecedentes nos perderemos de mucho subtexto en las nuevas imágenes, en una biografía que aporta y enaltece lo
que hemos de sentir. Ya que Dumont busca lo mismo -aunque de distinta forma- que Nuytten, entregarnos un
drama y emociones, en la otra parte de la historia de Camille, la consecuencia de
su pasión, y justo empieza donde la otra termina, dos años después (el tiempo que lleva de reclusión en el manicomio). Estamos en 1915, y solo versará sobre unos días en su vida, tratando de proyectar lo que
sería su porvenir. Pero, desde el cine de autor, con lo mínimo, lo redundante,
lo lento, lo sugerente, lo elíptico, el espacio reducido, y usando locos reales
para fabricar la desesperación que quiere dar a entender. Un claustro
espeluznante para cualquier mortal, aunque Camille tenga un lado de
desequilibrio, y se sienta siempre perseguida por una supuesta mano negra de
Rodin, aunque no lo una nada a éste hace 20 años, ni tenga ni se asome ninguna prueba
razonable. Cree que la quiere envenenar, que el maestro le teme porque envidia
su talento, y su posible retorno artístico, que quiere destruirle porque ella va
a robarle la inmortalidad, a oscurecer su legado, y lo culpa de su encierro y de que sus
obras desaparezcan, dejen de exponerse, de su ruina, y algo hay de verdad en
toda su locura como un pasado metafórico, si bien yace muy desbocada en su
imaginación.
Lo que veremos en Camille Claudel 1915 es puro Dumont, no nos engañemos, es su estilo, su impronta, su personalidad, aunque no
hayan constantes escenas de sexo explícito, o intempestiva violencia que nos
golpee sin piedad y nos deje inquietos o nos haga sentir bastante mal, su
quehacer en ello es otro, con el sufrimiento del abandono y la soledad, el estar
proclive a perder la esperanza. Si
han visto sus películas anteriores saben de lo que hablo.
La vie de
Jésus (1997) sobre el diario vivir de unos adolescentes motoristas, cinco vagos
que acaban de perder a un amigo, hermano e
integrante, con el reflector en una trama que apunta a enseñarnos a Freddy y su
relación con Marie, ante la amenaza de un joven pretendiente árabe de quien el
protagonista se enemista tras burlarse de él y su padre, y este venir a
provocarle en adelante. Una historia simple, siendo la trama más convencional de
este director. Muy típica en su deambular por lo ocioso, familiar, sentimental,
social y recreativo que aunque bien contada lo hace de forma ardua.
L'humanité (1999), ganadora de mejor actriz a Séverine
Caneele y mejor actor para Emmanuel Schotté, dos actores noveles, como suele buscar audazmente éste director galo, con buen ojo en su elección descubridora, y para
los roles principales, que no es poca cosa, una gran oportunidad y responsabilidad
supervisada naturalmente por el genio de una dirección predominante. L´humanité también ganó el gran
premio del jurado, en el festival de Cannes de 1999. Una película donde
vuelve a brillar el amor, un leitmotiv
muy fuerte en el arte de Dumont que parece querer a menudo tener la intención
sólo de contar algo pedestre sobre alguna relación afectiva, entre el placer y
el conflicto cotidiano, debajo de unas formas que acostumbran ser extravagantes,
difíciles e inesperadas y se amplían por otros derroteros como bajo una capa de
oscuridad. El amor se halla tras la debacle de la vida, esa pérdida de la mujer e hijo de Pharaon De Winter (Emmanuel Schotté), quien pasa
sus días no sólo como detective de policía preocupado con un caso que lo ha sacudido, sobre la violación y muerte de una niña de 11 años, sino pasa el rato muy
campechano con dos amigos muy cercanos, una pareja, Joseph y Domino (Séverine
Caneele), ésta última una rubia belga enorme que como toda fémina en la obra
del autor francés es muy ardiente y promiscua, indecisa en
definir sus afectos por una sola persona. El sexo lo estila este creador bajo
poca seriedad, muy a menudo es superficial, un acto hasta antojadizo, rápido,
aunque suela esconder o descubrir emociones y conflictos. En sí la trama es
solo eso, Dumont siempre hace largo, contemplativo y saca jugo a lo que debería
ser discreto –como lo ha hecho en toda su filmografía e incluso en Camille
Claudel 1915-. Simboliza lo suyo también, solamente toques, como ese beso sorpresivo
que le dan a un criminal que puede creerse de atracción homosexual pero es más
iluminar una compasión e identificación como arguye el título, de humanidad;
como es de cierta tradición en su filmografía, en que no falta lo espectacular,
como la santidad, o en otro caso la magia, como se puede describir en la bondad
y pasividad de Pharaon De Winter. En un lapso del filme parece levitar, como
más tarde intenta de pronto Barbe en Flandres (2006), y es que no todo indica
algo literal, como sí tiene de ello Hors Satan (2011).
Twentynine Palms (2003) su película más hiriente, más chocante, que da el golpe cuando menos lo esperas, partiendo de una aventura y un viaje romántico por el desierto salvaje californiano, siendo todo casual y predecible hasta engañarnos, en un contexto muy normal en mayor parte del metraje, peleas nimias y hartos encuentros sexuales marca de la casa, que tienen de dominantes y algo perversos, y pueden esconder una idiosincrasia intrínsecamente culposa y oscura que más tarde refracta como un castigo injusto y escalofriante. Si uno es muy sensible, mejor no la vea. Tiene escenas verdaderamente terroríficas y perturbadoras.
Flandres (2006) es una cinta que ganó nuevamente el gran premio del
jurado, en el festival de Cannes del 2006, y que mezcla una guerra indefinida en alguna zona
desértica del planeta y sus horrores, violaciones de soldados a una mujer
indefensa, asesinatos de niños combatientes, venganzas con mutilaciones
genitales, tortura y masacre, con su habitual contexto en la campiña francesa, donde retrata a unos jóvenes antes de ser parte de la
milicia y de las atrocidades antes descritas. Se apela a las características generales
de Dumont, como la toma amplia, panorámica, de paisajes, la parsimonia, recrear
rutinas o cierto falso cariz de desconexión en la extrañeza de su protagonista, dentro
de aclimatarse a una convivencia particular que parece a punto de quebrarse, producto de un peso
interno oculto, manejando ambigüedad, y la sorpresa de decisiones que importan
pero no se toman así. Se nada entre la promiscuidad y el amor secreto que
sueña con algo puro aunque no se atreva a exigirlo o revelarlo.
Hadewijch (2009), una lucha conceptual
del hombre sobre la facultad de las decisiones y sus conexiones y retroalimentación,
dentro de la subyugación al destino espiritual superior, desde paradójicamente
el libre albedrio (el que muchas veces desaprovechamos o nos deja expuestos
pero que es nuestro y es siempre una oportunidad de ser), dependiendo el camino,
como es la vida, la gloria, la fatalidad, aquí bajo algo radical. Nos sumerge
en la historia de una chica religiosa, Céline vel Hadewijch, que por una
personalidad devota a la entrega total de unas creencias trascendentales es
material moldeable a dejar de tener
propia voz, algo que puede ser una tragedia según el fanatismo. Una crítica
contra la obsesión (el convertirnos en objetos), léase un preámbulo de lo que
será Camille Claudel 1915.
Hors satan (2011), una película con un periplo entre lo místico y lo pagano en donde no faltan los afectos, el desamparo, la vulgaridad, lo inexplicable y la naturaleza humana.
La última cinta de Dumont es hora y media de
ver deambular a Camille por el manicomio de Montdevergues, esperando la visita
de su hermano Paul Claudel (un estupendo Jean-Luc Vincent con la naturalidad
necesaria, como cuando yace desnudo del torso escribiendo, aunque con una
presencia y una actitud concebida al uso de un retrato). Vemos el horror de su
confinamiento, el estar entre gritos, chillidos, exabruptos, abundante retardo,
la constante de repetir una palabra hasta el agotamiento y el descontrol ajeno
que eso ocasiona, risas esperpénticas e incontenibles, babas, toda
clase de ruidos desagradables, ausencia, aturdimiento, incoherencia,
dependencia feroz, un mundo donde la realidad se vuelve atemporal, lenta como
la cámara del autor francés, contemplativa, y como pegada a un pasadizo, a una
cuantas paredes, el aburrimiento, la nada, el temor al olvido y al abandono que
ya asoma. Un contexto contrario a la personalidad legendaria/artística de Camille (aunque queda en la mente de uno y en conjunto la imagen de fragilidad
de su aspecto lastimado por la enajenación), como lee uno de tantos monólogos,
en el diario de Paul que lo desnuda a él -su cierto temblor emocional, pero sin ser juzgado por nadie más que por sí mismo- y a su relación con quien antes lo
opacaba, aunque ella a fin de cuentas lo llenaba de cariño y lo ayudaba.
Actualmente es una traición, requerimientos ideológicos y un tipo de vida que
tiene de elitista, pero a la vera de un cariz particular, impoluto y ordenado
ante una filosofía y una religión que lo regenta, como implica la decisión del
encierro y tirar la llave para nunca darle una segunda oportunidad, algo de
resentimiento, un castigo por una vida de pecado que deja ver que la tiene por anteriormente
soberbia como si no la hubiera comprendido nunca; un catolicismo y una familia dentro
de una sociedad que oprime un alma que ha pasado de la libertad más audaz que rompía con sus reglas más hipócritas a la
dolida vaciedad, una persona no del todo sana pero si manejable.
Camille Claudel 1915, de Bruno Dumont, es ver a Juliette Binoche
mostrar que por algo es una de las más grandes actrices que tiene el séptimo
arte, no solo Francia, donde su cara y sus tomas frontales, su gesto en su
constante dramatismo, sus lágrimas y desencajamiento, dentro de recurrentes espasmos, son los de alguien a la que parece no se le permite ningún tipo de felicidad, que no sea más que muy breve, como en el teatro, que luego le recuerda su idiosincrasia y su punto de inflexión hacia el abismo. Ayuda a Binoche verla pálida,
sin arreglos ni maquillaje, con arrugas y líneas de vejez, cuando es una mujer mayor
hermosa. Binoche hace una trasformación física eficiente pero sencilla, como lo es ésta obra cinematográfica como relato en sí, fuera del estilo personal de narrar de Dumont, menor ante el interior que es poderoso. Su rostro apabullado por un entorno y una existencia sumamente sufrida,
aplastada, ya no solo por sí misma sino por el dominio ajeno de quienes ella está obligada a confiar, y habrá supuesto una decepción mayúscula e insoportable, trasmite
un cúmulo de emociones que son el colofón premonitorio de una vida de treinta
terribles años de encierro (y el sentido esencial de esta propuesta), y es una condensación
ambiciosa que se mueve en el genio del estilo de este francés capaz de traer
una historia biográfica importante de su nación a su territorio artístico, uno que no
resulta tan fácil de congeniar pero que sale bastante airoso, no solo por saber
manejarse al remitirse ante todo a las cartas o redacciones que sus personajes recibieron o
dejaron y a un registro médico del asilo que la cobijó, sino porque es un cine
que quiere coger algo más profundo quizá que las descripciones, arte en toda
palabra, y que mejor que hacerlo con una vida sacrificada en su genio por una
pasión, en algo que se vuelve tan triste, tan increíble, porque ponerse en el
lugar de Camille, lo que intenta Dumont, es algo que aprieta el corazón, si
esquivamos ciertas formas que requieren esfuerzo y paciencia, si las
comprendemos, que tampoco es tan complicado. Es un intento magnánimo del
cine y del arte, de trasmitir desde ciertas coordenadas, de un estilo plenamente justificado.
Cuando se ponen uno frente al otro, Paul y Camille, sacamos
conclusiones sumamente valiosas del filme, sobre la realidad y las razones de su decisión de dejarla
sola, que cobra interés siendo algo tan cruel y decisivo en una vida; un atisbo
porque nunca lo sabremos con exactitud, no obstante la realización hace lo
suyo, nos entrega contextos interesantes y elaborados, las cuatro exposiciones/diálogos de Paul, la escritura en su diario, el sacerdote con quien pasea y al que le revela el origen de su misticismo y el
agradecimiento a Rimbaud, el encuentro anhelado, y por último el paseo con el director del instituto cuando se retira. Cójase cierta contradicción, un mal pago, al no entender
nuestra imperfección de seres humanos -la que incluye el perdón y la apertura
de la libertad de los hombres, que le falta- que yace en Camille como en el escritor de
Iluminaciones y no la ve o no quiere verla, quizá no la entiende como es debido, y seguramente los dogmas
le habrán cegado finalmente y una personalidad que difería en verdad de lo que
cree ser y lo que hacía.
Camille tiene tres
importantes declaraciones, una carta a su hermana, también una conversación con
el regente institucional y el intercambio último de posturas con su hermano Paul (donde
yace una composición autoral más imaginativa si se quiere). El culmen del filme paga con creces la espera de la propuesta ante su énfasis conceptual. Un filme profundo en cuanto a su retrato íntimo, como radiografía del dolor, y la eterna fuerza de resistencia
en un terrible contexto, algo que no debería ser, pero que existe, y de repente mucho, aunque no solemos
verlo con la atención que corresponde, si es que claro, no lo estamos
padeciendo.